—Tienes razón —dijo Miguel—. Es una suerte.
—¿Una suerte que les hayan matado? ¡Son los únicos que nos podían haber ayudado!
—Una suerte que sean soldados —dijo Miguel y agarró la negra ametralladora que el cadáver sujetaba.
Pero al estar unida mediante una cincha al cuerpo del soldado, se resistía a soltarse. Miguel tiró fuerte de la correa y en ese momento el cadáver despertó. Tenía el casco roto por la parte de delante, dejando ver lo que antaño fue un rostro humano y ahora sólo era la mitad: donde debían estar la nariz y los ojos solamente había un hueco a través del cual se veían las rosadas circunvoluciones de su cerebro. Sólo la boca parecía intacta. De forma instintiva, a ciegas, el monstruo abrió esa enorme boca llena de dientes amarillentos y pegó un mordisco en el brazo a Miguel, que lanzó un grito de dolor. Toñi, sin pensar, le quitó el bate a Miguel de la otra mano y descargó un golpe con todas sus fuerzas sobre la cabeza del soldado que soltó al hombretón negro, permitiendo que éste, ahora sí, le arrebatara el arma.
Con rabia, Miguel apuntó a la cabeza del monstruo y disparó todo el cargador, lo que le destrozó lo poco que le quedaba de cara.
Al instante desde el fondo de la plaza, desde lo alto de la muralla de hormigón, llegaron más ráfagas de ametralladora que impactaron cerca de ellos, en el suelo. Toñi, desnuda, con la peluca deshilachada y pegoteada sobre su cabeza, gritaba y levantaba los brazos en dirección a la lejana barrera:
—¡No! ¡No disparen! ¡No disparen! ¡Somos normales!
Unas cuantas sombras silueteadas sobre la muralla de cemento, cerca de la garita, apuntaban hacia ellos. Miguel cogió a la travestí por la cintura y de un solo salto se refugiaron los dos tras la fuente con el busto de Vázquez de Mella que se levantaba en mitad de la plaza. Justo en ese momento una nueva ráfaga de ametralladora impactó contra la piedra de la estatua.
—¿Por qué nos disparan? ¡Somos humanos!
—Bueno, ¿tú te has visto bien? No pareces muy humano —bromeó Miguel—. Creo que a estas alturas están disparando a todo lo que se mueva.
—¡No pueden hacer eso! ¿No es ilegal?
—Toñi, estamos aquí rodeados de cadáveres que vuelven a la vida, ¿qué tiene que ver la ley con esto? Seguro que han dado la orden de tirar a matar.
—¡Hijos de puta! —se desgañitó Toñi—. ¡Nos quieren matar a todos! ¡Es porque somos maricas, todos los políticos son iguales! Miguel frunció el ceño y reprimió un gesto de dolor. Toñi le cogió el brazo.
—¿Estás bien? —le miró la herida—. No parece profunda.
—Escucha, si me transformo en uno de ellos… quiero que cojas el arma y me dispares a la cabeza, ¿de acuerdo?
—No, yo no voy a poder hacer eso, Miguel, esas cosas no van conmigo.
—Lo harás cuando me transforme en uno de esos monstruos.
Toñi empezó a hacer pucheros negando con la cabeza, un poco teatral.
—Me han mordido, lo acabas de ver. Y sabes lo que les pasa a los que les muerden…
—¿Te duele? —le preguntó Toñi—. Saca algo de tu macuto, te curaré esto…
Antes de que pudiera hacer nada, Miguel le cogió la mano.
—¡Espera!
Miguel se percató de que los impactos de bala ya no golpeaban contra la piedra de la fuente tras la cual se protegían sino varios metros más allá, hacia la calle Infantas. Miguel se asomó con precaución.
—Los que nos perseguían acaban de llegar a la plaza. Están disparándoles a ellos. Es el momento de escapar. Echa a correr cuando te diga.
—¿Pero hacia dónde?
Miguel miró a su alrededor y se hizo una composición de lugar. La calle más cercana tras ellos, San Bartolomé, estaba completamente colapsada por una enorme pira de cuerpos incendiados. Pero de la esquina noroeste de la plaza, subía en suave pendiente la calle Costanilla de los Capuchinos, internándose en Chueca. No estaba lejos de su posición, podrían llegar fácilmente ocultándose tras unos pequeños setos y árboles que los evitaría correr expuestos a las ráfagas de ametralladora. Eran unos jardines verdaderamente insignificantes, apenas cuatro plantas, pero mejor eso que nada. Tras doblar la esquina perderían de vista la plaza y estarían seguros.
—¡Vamos, sigueme, corre todo lo que puedas!
Y, medio agachados, refugiándose entre los famélicos setos, la travestí desnuda y con peluca, armada con un bate lleno de sangre coagulada, y el hombretón negro con ametralladora negra y sendos mordiscos, ya negros, en cuello y antebrazo, echaron a correr hacia la calle Costanilla de los Capuchinos.
No tardaron en doblar la esquina que los separaba de la plaza y de los guardas armados. Toñi y Miguel se apoyaron, jadeantes, contra la pared del edificio que los resguardaba mientras oían las fuertes detonaciones abajo, en la plaza. Una vez que recuperaron el aliento, se asomaron con precaución.
Desde su atalaya varios soldados se afanaban por abatir al grupo de cinco o seis seres que, tambaleantes, habían llegado desde la calle Víctor Hugo persiguiendo a Toñi y Miguel. Recibían impactos en el abdomen, piernas y brazos, desprendiendo esquirlas de hueso y trozos de carne al aire, pero no caían hasta que eran acertados en el cráneo destrozándoselo lo suficiente como para anular toda capacidad motriz. Los soldados, a pesar de estar a salvo, subidos en su muralla de metros de altura, debían estar nerviosos, o temerosos, porque no eran capaces de acertar un tiro de cada cinco.
—Qué pazguatos… —se le escapó a Toñi. Y luego en tono más jocoso, le sonrió a Miguel—. ¿En esto se va el dinero de nuestros impuestos?
—Están aterrorizados, perdónales por vivir. Esos chicos no deben tener más de dieciocho años, no tienes ni idea de lo que han debido ver.
Como si estuvieran asistiendo a un espectáculo de la tele, Miguel y Toñi continuaron contemplando con interés los afanes de los soldados por acabar con el pequeño grupúsculo de "exaltados".
Habían pasado ya varios minutos y sólo habían conseguido abatir a uno de los seis. Uno de los mandos del batallón los gritó algo ininteligible a sus compañeros. En ese momento dos de los soldados sacaron sendos
bazookas
, apuntaron abajo y dispararon a la vez a una señal de su superior.
Una línea de humo surgió de las armas e impactó cerca del grupo de los caníbales. Al instante una bola de fuego, amarilla y cegadora, surgió como de la nada, acompañada por un fuerte trueno. Cuando el humo se hubo disipado lo suficiente, Miguel y Toñi vieron que la mayor parte de los seres estaban despedazados, algunos partidos por la mitad. Pero muchos de ellos seguían moviéndose, sin brazos o sin piernas o arrastrando su tronco desmembrado como gusanos humanos, pero seguían activos.
Miguel lanzó una risotada.
—Están matando moscas a cañonazos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Toñi, a la que todo eso casi le estaba aburriendo—. Tenemos que buscar refugio.
—Aquí mismo está la calle San Marcos. Podemos ir a Hortaleza o internarnos en Chueca por Pelayo o regresar hacia la plaza del Rey. Tenemos para elegir.
Miguel vio de pronto que del rostro de Toñi huía todo el color, quedándose pálida y abriendo mucho los ojos al mismo tiempo que le agarraba fuertemente del brazo sin darse cuenta siquiera de que le apretaba la herida.
—Mira… mira…
Una niña sin cabeza surgía tras una esquina, al principio de la calle, en la confluencia con San Marcos, por donde tenían pensado huir. Miguel la reconoció; era la niña de la vecina, la misma a la que él desprendió la cabeza de una patada; en efecto, la cabeza le colgaba por detrás, a sus espaldas, como una bolsa inerte y bamboleante, llena de pelos rubitos. La niña avanzaba a trompicones, con los bracitos extendidos delante de sí, intentando orientarse. Unos segundos después, como una marea humana, surgieron tras la esquina cientos y cientos de esas gentes, hordas enormes, llegando de un lado y el otro de la calle, atrepellando, aplastando, arrollando con su marcha a la niña, que desapareció bajo los pies deformes de la multitud. Los había jóvenes y viejos, chinos y guachupinos, maricas musculadas y lesbianas gorditas, pero todos lucían enormes heridas en el cuerpo y todos avanzaban hacia ellos, tambaleándose, abriendo y cerrando la boca con la misma ansiedad.
Toñi se puso a temblar:
—¡Las detonaciones de los
bazookas
de esos gilipollas! ¡Los han atraído hasta aquí!
Miguel, por instinto, dirigió su metralleta hacia la marea humana que avanzaba despacio hacia ellos, apretó el gatillo y sólo se escucho un sonido metálico muy decepcionante, parecido al de una cerradura de seguridad.
—¡No tiene balas!
—No importa, contra todos esos tampoco podemos luchar. Tenemos que huir…
Pero sólo podían bajar de nuevo hacia la Plaza de Vázquez de Mella, donde los esperaban los
bazookas
de los soldados acojonados e inexpertos. Toñi se agarró fuerte a Miguel y ambos dos se apoyaron en la persiana metálica de un establecimiento cerrado.
—Toñi —le susurró Miguel—, sólo podemos hacer una cosa. Bajar a la carrera y rezar porque los soldados no nos alcancen. Estaremos expuestos muchos metros, pero si podemos llegar abajo, a la calle Infantas y subir hacia Hortaleza…
—¡Allí seremos un blanco aún más fácil!
—¡No tenemos otra opción, Toñi! ¡Es la única salida!
Toñi miró a los ojos a Miguel y se lo pensó:
—Bueno… Pues entonces puede que no salgamos de esta. Así que… encantado de conocerte, Miguel.
Y le plantó un morreo. Miguel parpadeó. Toñi se llevó la mano a la boca, ruborizada de pronto.
—Ay, no sé por qué lo he hecho, me he puesto nerviosa…
—Vale.
—No estoy enamorada de ti ni nada de eso, ¿eh?
—Vale. Tenemos que correr, Toñi.
—Ni siquiera eres mi tipo, yo soy más de un aniñado, un imberbe, pero es que la situación lo requiere ¿no? Ya sabes cómo somos las travestís, que nos gusta un drama…
—No tienes que justificarte, Toñi, más que nada porque no tenemos mucho tiempo —Miguel cogió a Toñi del brazo para darle impulso en la carrera.
El grupo de seres caníbales ya estaba muy cerca. Cuando Toñi y Miguel tensaron sus músculos, dispuestos para salir corriendo calle abajo, oyeron una voz tímida.
—Aquí, chicos… aquí.
Al principio no pudieron ubicar de dónde salía la voz. Les parecía que provenía de algún punto bajo sus pies…
—Aquí… A vuestras espaldas.
Miraron hacia abajo y tras ellos. Bajo la persiana del establecimiento que tenían a su espalda surgía la cabeza risueña y menuda de una chica de apenas veinte años.
—Me llamo Belén. ¿Entráis?
Toñi y Miguel se deslizaron por el estrecho hueco de la persiana. Belén la terminó de bajar y la aseguró con la llave. Después cerró las puertas de madera de la tienda. Los tres, en completo silencio, plantados en medio del local, vieron las sombras que el gentío provocaba al pasar por delante del escaparate en dirección a la plaza, como una callada romería en Semana Santa.
—He visto unas cuantas de estas procesiones —anunció en voz baja Belén—. Allá abajo, en la plaza, los acribillan. Pero siempre parece que hay más. Menos mal que soy nueva en Chueca y mi novia está trabajando fuera…
—¿Por qué dices eso? —le preguntó Toñi.
—Al ser nueva no conozco a casi nadie en el barrio. Si reconociera a algún amigo entre esos de ahí fuera, no podría soportarlo.
Toñi bajó la mirada sobresaltada de pronto al acordarse de La Perdida.
De vez en cuando uno de esos seres se acercaba peligrosamente a la persiana metálica con agujeros en forma de concha y parecía que miraba al interior pero siempre dejaba de atisbar y seguía su camino, indolentemente.
—No os preocupéis —susurró Belén—. De día no pueden vernos, porque hay más luz fuera que dentro.
—¿Y… y de noche? —Toñi temblaba. En parte por el destemple del local y en parte por el miedo que se le había metido en los huesos.
—Por la noche nunca enciendo más que la luz del despacho, que está al fondo y apenas se ve desde el exterior.
La densidad de la procesión decreció de golpe, ya sólo quedaban los más rezagados cuando se empezaron a oír más detonaciones en la plaza.
Fue en ese momento cuando Toñi, Miguel y Belén, se miraron entre sí en silencio. Respiraron aliviados como si esos sonidos, parecidos a tracas de feria, supusieran un intermedio en la película, un descanso en la angustia, un interludio en el que poder volver a ser personas y ocuparse de las necesidades de las personas.
—¿Tenéis hambre? Aquí tengo de todo.
Miguel y Toñi se dieron cuenta en ese momento de que estaban dentro de una tienda de
delicatessen
repleta de productos alimenticios de todo tipo y no pudieron por menos que lanzar un gemido de satisfacción. Belén cojeó entre los estantes.
—Coged lo que queráis. Hay bebidas y conservas variadas, también dulces. Si tenéis dinero me lo pagáis…
Toñi y Miguel la miraron con las cejas levantadas. Belén bajó la mirada y continuó:
—…y si no, no —levantó la vista—. Es que la tienda es de mi novia. Pero seguro que no pasa nada, sabrá comprender que la situación es excepcional.
Miguel se acercó a ella y le agarró por el hombro.
—Claro que lo comprenderá. Tú eres la nueva chica de Paula, ¿verdad?
Belén sonrió de oreja a oreja con dulce expresión de sorpresa.
—¿La conoces?
—En Chueca nos conocemos todos, aunque sea de oídas.
—Es maravillosa. Espero que todo esto acabe pronto para reunirme con ella.
—¿Cojeas? —le preguntó Miguel.
—No es nada. Me dispararon pero estoy bien.
—¿Que te dispararon? ¡Menudos hijos de puta!
Toñi no tenía paciencia:
—Oye, ¿entonces podemos comer o no podemos comer?
—Sí, sí… —asintió Belén.
Miguel acarició la cara de Belén.
—Luego me dejarás ver esa herida, ¿vale?
—Si no es nada, de verdad.
—Pero gratis, ¿no? —quiso saber Toñi.
—¿Qué? —Belén no comprendía.
Toñi juntó los dedos de su mano derecha y se los llevó a la boca.
—¡Gratis! ¡Comer gratis!
Sentados los tres en semicírculo en el suelo de la tienda, Miguel y Toñi comían, disimulando mal su ansia. Toñi estaba envuelta en una de las mantas raídas que Belén utilizaba como camastro y no paraba de rascarse su mugrienta peluca, mientras Miguel le lanzaba discretas miradas de reprobación que la otra o no veía o no quería ver.