Orgullo Z (9 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

BOOK: Orgullo Z
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Cuando los disparos cesaron de forma abrupta y seca, se asomó tímidamente por encima de la mesa. Vio un resplandor blanco, fugaz, recorrer el exterior, al otro lado de la persiana. Fue como un flashazo de una cámara de fotos. Después volvió a aparecer. Era un foco.

Belén reprimió el impulso de salir. Ahí fuera estaba la policía, eso seguro, pero con la oscuridad podían confundirla con uno de esos monstruos y dispararla. Pensó en la absurda idea de salir con una bandera blanca o una pancarta que dijera "No disparen". La desechó enseguida porque no sabía de dónde sacar un pliego de tela lo suficientemente grande.

Belén salió de su escondite y a toda velocidad se acercó a las estanterías, donde se aprovisionó de varias latas de mejillones y berberechos y una bolsa de patatas gourmet. Volvió al despacho y se lo comió todo debajo de la mesa, esperando que el sopor de la digestión pudiera ayudarla a conciliar el sueño y dormir algo.

Calle San Gregorio 13, 2° Izq. 6:51 AM del martes 5 de julio.

Toñi, acurrucada en el minúsculo cuarto de baño de su apartamento, escuchaba atentamente los ruidos que se producían incansables al otro lado de la puerta. Esos seres continuaban deambulando por el apartamento, chocando entre ellos y tirando de vez en cuando alguna cosa; no parecían tener ningún objetivo concreto, ninguna motivación, ni siquiera daba la sensación de que la estuvieran buscando. Sólo permanecían allí, dando vueltas inútilmente. A veces alguno se acercaba a la puerta del baño y golpeaba o rascaba pero sin propósito alguno. Luego volvían a perderse sus gritos en el interior del saloncito con el del resto de sus semejantes.

Toñi tuvo tiempo, y la ocurrencia, de reflexionar por primera vez en dos días. ¿Qué eran esas cosas? Parecían animales, animales tontos además, pero horriblemente voraces. ¿Cómo se habían convertido esas personas en aquello? No podía imaginarlo pero a esas alturas tenía que haber toda una emergencia nacional, las autoridades debían estar tomando cartas en el asunto.

Lo más importante para Toñi ahora era ella misma. Bueno, ella misma siempre había sido su principal ocupación pero en ese momento más. Notaba un agujero enorme en el estómago, algo similar al apetito, la necesidad de llenar el buche con un par de piezas de fruta, poco más; pero eso sí, necesitaba un gran vaso de agua fresca. Se acordó del surtidor de su calle y anheló todas esas gotitas transparentes cayendo sobre su piel. De pronto sintió la imperiosa necesidad de quitarse el modelito de lentejuelas rojas, la peluca deshilachada que aún conservaba sobre la cabeza, sujeta por contumaces horquillas, el pote de su cara, que se había diseminado sobre toda la faz dándole un aspecto renegrido, como de piel roja americano, y situarse desnuda en medio de la calle bajo la lluvia fresca y reparadora de la tubería rota. Beber y beber hasta hartarse y luego, así, en porretas, acudir a la comisaría de policía más cercana, buscar asilo, refugiarse quizá entre los brazos de un agente de la ley, el más fornido, que le dijera con voz grave: "No tengas miedo, mi niña, yo te protegeré". Y ahí acabaría su pesadilla, boda civil incluida.

Pero para que ese jubiloso día llegara, primero tenía que salir de allí. Se asomó a la ventana. La luz de la mañana comenzaba a invadir poco a poco el estrecho hueco del patio vecinal. Una enorme tubería negra transcurría junto a su ventana y la de los pisos inferiores. Parecía estar bien sujeta a la pared por gruesos clavos. Si se iba apoyando en los travesaños que la sujetaban al muro y en las ventanas junto a las cuales pasaba, Toñi creyó que podría bajar por ella sin problemas. Además sólo necesitaba descender unos metros, a partir de los cuales la caída ya no sería grave, sólo vivía en un segundo piso.

Sin pensarlo sacó las piernas por el estrecho hueco de la ventana. Se quedó medio cuerpo fuera y medio dentro. A tientas, con el pie, se apoyó en uno de los remaches de la tubería. Con precaución sacó el resto del cuerpo y se agarró al tubo con fuerza. Cuando ya estaba aferrada como un koala al cilindro oxidado y áspero, se dio cuenta de que la cosa no iba a ser tan fácil. El tubo era una antigua tubería bajante que ya no se utilizaba, que tenía que haber sido desmantelada cuando hace años se renovó toda la instalación de cañerías pero por una serie de problemas de la comunidad con el contratista ahí se quedó. Ahora Toñi advertía con horror que su peso quizá fuera excesivo: la cañería emitía unos crujidos muy sospechosos. La travestí, además, no tenía demasiada fuerza para mantenerse medio a pulso agarrada en esa pared y notó que tendría muy poco tiempo antes de tener que soltarse de puro agotamiento.

Así que comenzó a bajar deprisa, raspándose las rodillas y los brazos, despellejándose las manos en el intento de sostenerse lo mejor posible, desollándose los pies desnudos con la rugosa pared. La cañería se quejaba y tambaleaba cada vez más. Cuando llegó a mitad de camino, miró abajo para ver cuánto quedaba y la vio.

La Perdida estaba allí. Cómo y por qué se había colado en su patio interior es algo que Toñi jamás podría responder, pero el caso es que estaba allí. Con su peluca rubia pegoteada completamente sucia, un enorme boquete granate en el cuello por el que asomaban venas y tendones negros como ramas, sus ojos inyectados en sangre, mostraba sus dientes cariados en una mueca que al principio Toñi interpretó como una sonrisa pero después supo que era voracidad.

Toñi miró arriba; la pequeña ventana de su cuarto de baño sólo estaba a metro y medio de distancia pero supo que no podría llegar, no tenía fuerzas para impulsarse arriba, nunca debió salir de la seguridad de su pequeño retrete, no debió…

Toñi oyó un crujido fuerte, seguido por algo así como piedrecillas rodando; luego sintió que el cielo se movía, cayendo hacia su derecha y la oscuridad de las ventanas del diminuto patio se le echaba encima.

La cañería había vencido, una sección cercana al tejado se había desgajado de la pared y caía, inclinándose despacio, en paralelo al suelo, con Toñi aferrada a ella con todas sus fuerzas. Cerró los ojos y, mientras oía un chirrido ensordecedor seguido de un fuerte golpe metálico, pensó que se acababa todo.

Pero cuando el cielo volvió a ocupar su lugar, en un hueco allá arriba, el silencio reinó de nuevo y las sombras del patio estuvieron en su sitio, Toñi comprobó con cierto estupor que seguía viva y seguía entera y no le dolía nada. Había caído de culo, en una esquina del patio. En el otro lado, estaba la Perdida, bajo la cañería, con sus piernas atrapadas por el enorme tubo, gritando y revolviéndose, meneando, salvaje, sus pelos rubios como tantas veces atrás la vio hacer sobre el escenario. Pero esta vez no era una actuación; La Perdida estaba atrapada por una tubería oxidada en el minúsculo patio hexagonal de su mínimo apartamento de alquiler. Aquel que antes que ella ocupó la propia Perdida una vez, aquel que heredó cuando la rubia se mudó a uno mucho mejor porque las cosas le iban bien; aquel donde la Perdida le enseñó a maquillarse varias tardes de verano, risas y confidencias que sucedieron sólo dos años atrás pero que a Toñi le parecían ahora una eternidad.

Toñi miró a La Perdida atrapada bajo la tubería, agitándose impotente y estalló en una rotunda, indómita carcajada, que escapó a su control.

Calle Infantas 23, 4° Dcha. 7:13 AM del martes 5 de julio.

Los lejanos gritos agudos de Fabio le despertaron. Al principio se desorientó: ¿sentado en el sillón del salón? ¿El salón completamente destrozado? ¿Sangre en el suelo? Enseguida los recuerdos llegaron a su mente como una catarata.

Al quitarse los tapones de los oídos los alaridos de su novio irrumpieron con fuerza en sus tímpanos, como la bocina de una fábrica, como esa sirena sampleada que a veces ponía en sus sesiones y que le servía para enardecer a las masas.

Corrió al dormitorio. Al verle, Fabio comenzó a agitarse con violencia y a chillar aún más fuerte. Levantaba medio cuerpo de la cama, todo lo que sus ligaduras le permitían, intentando alcanzarle, abría y cerraba sus mandíbulas como un tiburón hambriento, con avidez. Miguel sabía que Fabio necesitaba comer, se preguntó si la necesidad de alimento estaba causándole sufrimiento. Si no comía, ¿qué podría pasar? ¿Se moriría? ¿Cómo podía morirse algo que ya parecía estar muerto y pudriéndose?

Con estas dudas en su mente, corrió al baño y sacó una de las agujas hipodérmicas. Preparó un buen chute de morfina y volvió junto a su novio.

—Estate quieto ahora, cariño —le dijo, aunque intuía que el otro no le entendía.

Con la jeringuilla en ristre estuvo pensando dónde clavársela, no quería que, en un descuido, su novio le mordiera o rozara. Optó por ponérsela en una de las piernas; era lo que más inmovilizado tenía gracias a las cuerdas de tender, que no se habían aflojado apenas durante la noche.

Miguel estaba acostumbrado a poner inyecciones pero cuando le hundió la aguja a Fabio en el muslo fue como pinchar una esponja. La antaño bien tonificada musculatura de su chico ahora se estaba convirtiendo en algo parecido a la gelatina, o a una
mousse
, o a la tarta de queso…

Le sobrevino una arcada de angustia al saber que el deterioro de Fabio continuaba imparable y, a la vez, la comparación de sus músculos con la comida le había recordado que hacía como veinticuatro horas que no ingería nada. Se sintió fatal por pensar en comida justo en ese momento pero, a pesar de que no tenía ni pizca de hambre, se obligó a comer.

Fue a la cocina y de pie ante la nevera hundió la cuchara en una fuente de cuscus que llevaba preparada al menos dos días. Cuando los aromas frescos y perfumados de la menta invadieron su paladar, enormes lagrimones resbalaron por sus mejillas sin poderlo evitar. Él comía, toda la boca llena de miguitas de sémola, y lloraba, grandes gotas cayendo por sus mejillas. Sabía que nunca jamás podría volver a probar ese cuscus, la especialidad de Fabio. Fue consciente de que toda esa vida anterior, esa existencia feliz de pareja gay en el paraíso de Chueca, se había acabado, como se acababa el cuscus que comía a grandes cucharadas, de pie, casi ahogándose, atropellado, con urgencia.

Bebió a morro de una botella de agua de la nevera para pasar los restos de la sémola y después estuvo atento a los sonidos que venían del dormitorio. No oía nada. Parecía que la morfina había hecho efecto.

—Oye… ¡Oye! ¡Hey!

No supo ubicar de dónde venía la voz amortiguada. Al principio pensó que era su novio que había vuelto a la normalidad y sintió un estallido de alegría infantil. Pero después, a través de la ventana de la cocina vio, al otro lado del patio interior, un hombre joven, con perilla, rapado, delgado y bajito. Lo conocía de vista, se habían estado mirando todos estos años atrás cuando coincidían en la ventana para tender la ropa o para fumar pero, más allá de un tímido saludo, nunca le había dicho nada, entre otras cosas porque sexualmente no le gustaba mucho y además no eran auténticos vecinos, puesto que las ventanas enfrentadas en el patio interior correspondían a otra finca de la calle paralela.

El joven parecía aterrorizado.

—¿Tienes algo de comer?

—Creo que me queda algo, sí.

—¿Cómo… cómo está tu calle?

—Llena de gente, tío. Bueno… de esas cosas.

—Mi calle está muy bien, no hay nadie.

—Qué guay.

—Pero no me he atrevido a salir de casa. Creo que algunos de mis vecinos están en la escalera… Les oigo.

—Aquí tengo a la vieja de arriba rondando mi descansillo —dijo Miguel pensando en su pelea de la tarde anterior.

—¿Cómo te llamas? Yo soy Berto.

—Hola, Berto, yo Miguel.

—¿Me puedes dar algo de comida, Miguel? Yo no tengo nada.

—Tampoco tengo gran cosa pero algo hay —Miguel se calló un segundo. Se le había ocurrido una idea y le dijo—. Espera.

Miguel se fue hacia el trastero, cuyo contenido estaba desparramado por el pasillo. Miró en el interior del armario. Ahí estaba apoyada contra la pared del fondo: una gran escalera plegable de aluminio. La sacó y la llevó a la cocina. Abrió de par en par la ventana, apoyó la escalera en el alféizar y comenzó a extenderla, sacándola despacio en dirección a la ventana vecina.

—¿Qué haces?

—Agárrala, nos servirá de puente.

—Pero, ¿tú crees que va a aguantar?

—Seguro que sí.

Había menos de tres metros de lado a lado en el patio interior. Miguel extendió la escalera entre los dos pisos y aún sobraba un buen trozo.

—¿Pasas? Yo sujeto esta parte.

—No tío. Esto no va a aguantar. Ven tú.

—Tú pesas mucho menos. Y eres el que tiene hambre.

Berto se lo pensó unos segundos.

—No, tío, no parece muy estable.

—Tú verás. Haz lo que quieras.

—¿No me puedes pasar algo de comida? Tírame un poco de pan o lo que tengas.

—¿Por qué no aseguras el otro lado con cuerdas? Ata bien la escalera al pomo de la ventana, asegúrala para que no se mueva… En fin, tú verás. Cuando te decidas, me avisas.

Miguel se apartó de la ventana y se acercó al salón. Entró en la habitación donde su novio movía la cabeza de lado a lado, lentamente, con la boca abierta, sacando la lengua obscenamente, con el ansia mitigada por la morfina.

Miguel miró a su novio. Tuvo la tentación de acariciarle el poco pelo áspero que le quedaba en la cabeza pero no lo hizo. En vez de eso, sonrió con dulzura.

—Tranquilo, mi amor… Ahora viene tu comida.

Calle San Gregorio 13, 2° Izq. 7:40 AM del martes 5 de julio.

Tras el ataque de risa inicial, Toñi Ponzoña siguió sin poder controlarse. Si más tarde, calmada, alguien le hubiera preguntado, no habría podido explicarlo de forma racional. Sólo sintió que en lo profundo de sí se abrió una compuerta; una válvula de control, años y años cerrada, debió de romperse ahí dentro al ver a La Perdida atrapada bajo el canalón, así que, escupiendo rencor, se puso a hacer balance de lo que había sido la relación entre ellas dos. En realidad reunió el valor suficiente para hacerlo por una razón fundamental: en el fondo La Perdida ya no era ella, no le podía replicar, no iba a ser consciente de toda la bilis que tenía dentro y que estaba dispuesta a soltar. Era como uno de esos monólogos que, tras noches de frustración y ninguneo, Toñi solía ensayar entre las cuatro estrechas paredes de su apartamento, con la intención, que nunca materializaría, lo sabía, de decírselo a la rubia en persona alguna vez y sacarse de dentro esa espina atravesada, esa angustia que crecía y crecía cada vez que La Perdida le hacía el vacío en el escenario, o la menospreciaba sutilmente, o le pasaba un mal trabajo poco pagado que a ella no le apetecía hacer. Porque lo que más odiaba Toñi era sentir que era el segundo plato, que sólo merecía las sobras, que era la actriz secundaria, sensación que nunca se pudo quitar de encima siempre que trabajaba con la Perdida.

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