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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (26 page)

BOOK: Órbita Inestable
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Era algo demasiado profundo, demasiado terrible, para seguir pensando en ello en una cálida tarde de verano, oscureciendo ya, el sol descendiendo hacia el horizonte, las densas multitudes de la ciudad moviéndose sin rumbo aparente bajo la mirada de las máscaras de los policías y las bocas aún silenciosas de sus armas, medio ansiosas y medio temerosas ante la posibilidad de que aquella noche se resolviera también en un clímax de disturbios y cohetes brotando del cielo para derribar en llamas los edificios donde se ocultaban los francotiradores.

—¿Quiere que lo acompañe hasta el hotel? —preguntó.

—Creo que quizá será mejor que yo la acompañe a usted hasta su casa —respondió Madison—. El doctor Reedeth me dijo que le había ocurrido algo terrible la pasada noche, señorita Clay, y… y lo siento mucho. Creo que tiene usted muy mal aspecto, y yo también me sentiría muy mal si no pudiera corresponder a su gentileza de conducirme con usted a la ciudad.

Había más que una superficial y educada preocupación en su tono. Ella pensó: «Tío», y volvió por un momento a su infancia, a los días del miedo a la guerra de los noventa, cuando cada nig era tratado por cada blanc como un subversivo o un saboteador en potencia y ella, con la inocencia de sus cinco años de edad, estaba preocupada porque se parecían tanto a su oso de peluche y las niñitas llevaban trenzas y coletas bien enhiestas y rematadas con lazos apretadamente anudados y todo aquello era absurdo y no era el Tío Tom, sino Tío Remus… Sí, y un poco más tarde, cuando el miedo recedió y solamente las cicatrices mentales no pudieron ser curadas pero los edificios pudieron ser reparados y los nuevos deslizadores ocuparon el aire por millones, en enjambres prietamente disciplinados, cruzando el cielo guiados por poderosos ordenadores capaces de organizar mil millones de viajes simultáneos sin ninguna colisión y… Sí, su Tío Remus, con la confianza de un hombre que ha tenido éxito en la vida y es propietario de algo que muy pocos ricos podrán aprender a conseguir, una tradición, una herencia cultural y un sentido del humor adaptable al mundo moderno: ¿qué otra cosa había hecho ella para librarse de aquella histérica vieja hacía un momento sino volver contra ella su propio ridículo?

—Señorita Clay, creo que quizá debiera llevarla primero aun doctor —dijo Madison ansiosamente.

—¿Quién está a cargo de quién aquí, yo o usted? —contraatacó Lyla con una risa forzada—. Sí, lo siento, algo muy malo me ocurrió la otra noche, y ahora debo volver a un apartamento donde no va a haber nadie, tan sólo manchas de sangre en el suelo para señalar que sí hubo alguien ayer, y no sirve de mucho preocuparse por ello, ¿verdad? La gente es asesinada cada día. Yo…

De alguna manera estaban caminando juntos, y consiguiendo ir en la dirección que deseaban en vez de ser llevados de un lado para otro durante todo el tiempo como ella estaba acostumbrada. No hacia el hotel, sino hacia el bloque donde ella vivía. No importaba.

—… simplemente tengo que digerir la verdad, sin pensar en lo horrible de su sabor.

Aunque hubiera debido advertirle, como he dicho, pero las cosas no son como si yo llevara mi yash de calle, con el cual era posible suponer que soy una nig como usted, ahora voy andando aquí con usted y no llevo más que este par de nix y la gente nos está mirando, ¿se ha dado cuenta?, con esa expresión resentida, diciendo, cuando se trata de un blanc, ¿qué está haciendo esa chica con un nig?, y cuando se trata de un nig, ¿qué está haciendo ese nig con una chica blanc y traicionando la causa?

—Sí —dijo Madison—. Eso es algo con lo que crecen todos los nigs, señorita Clay. No tiene que decírmelo, ¿sabe?

—Lo que estoy intentando decirle es que soy consciente de ello —dijo Lyla—. Quiero decir, soy una pitonisa, de modo que se supone que soy más sensitiva que la mayoría al…

Reconoció, familiar, la entrada principal del bloque donde estaba su casa; se acercaron al ascensor.

—… resto de la gente, independientemente de su color. Entiéndalo, fui educada en un ambiente conservador, y mis padres eran muy antiafrikaner y todo eso, y creo que es una vergüenza que nos apartáramos de lo que estaba desarrollándose en el pasado siglo y… Oh, Cristo, ¿cómo voy a entrar?

Se detuvo en seco, a punto de penetrar en la cabina del ascensor.

—¡Esos jodidos polis! Ni siquiera me dejaron coger la llave cuando me sacaron a rastras esta mañana, nada. Sólo llevaba esta moneda menuda en mi bolsillo y… —Le dio la vuelta frenéticamente a su bolsillo, y efectivamente no había más que un frasco de píldoras sibilinas y las monedas y una tarjeta de identificación.

—Ya veremos de resolver el asunto cuando lleguemos a él —dijo Madison, animándola a entrar en la cabina.

Ella pensó en la parte de atrás de su mente: «Esto debe de ser lo que querían decir mis conservadores padres cuando hablaban de una "escolta" para cuando yo fuera a determinados lugares, y en mi actual situación creo que es agradable, me gusta, me siento horriblemente asustada ante lo que vamos a encontrar cuando el ascensor llegue al piso diez y sin embargo no estoy alterada y…».

El ascensor se detuvo.

Aguardando la llegada de la cabina para bajar, el Gottschalk del apartamento 10-W.

Y su rostro exhibiendo pensamientos no disimulados: «La noche pasada intentaste matarme cuando yo quería ayudarte, y ahora aceptas la ayuda de un nig, en esta ciudad desgarrada por los negros Patriotas X que mataron a tu hombre».

Pero no dijo nada, simplemente se echó a un lado para dejarles pasar. Y aguardó, sin entrar en la cabina.

La razón se hizo evidente al instante. Apiladas en el pasillo, sus reconocibles pertenencias. Libros amontonados. La manchada cama, de pie, apoyada contra la pared. La menos atractiva miscelánea de las minucias domésticas, incluido el Lar, por el que sin la menor duda había sido expedida ya la factura hoy. Y la puerta del apartamento cerrada a cal y canto, con un peso de cien kilos montado detrás.

El Gottschalk lanzó una risita.

—¡Lo siento, Lyla! —dijo. Por razones comerciales, los Gottschalk siempre utilizaban los nombres de pila, creando así la ilusión de que ellos también constituían una familia como las de los hombres a los que intentaban proteger (o al menos eso decían) cuando les vendían sus pistolas, granadas y minas—. No cerraron la puerta detrás de usted esta maña-na, y eso era muy tentador para cualquiera que pasara por aquí, ¿no? ¿Acaso su mack le leyó por escrito el arrendamiento?

—Yo… —Lyla sintió que su mente se congelaba, espesa como un porridge pasado—. No creo que hiciera ningún tipo de testamento.

—Lo siento —dijo de nuevo el Gottschalk, convirtiendo su tono en una burla, y se metió en la cabina y pulsó el botón de bajada.

—No me gusta ese tipo —dijo Madison pensativamente, agitando la cabeza—. De todos modos, eso no importa mucho ahora. ¿Es ese su apartamento, el que tiene todos los muebles y lo demás apilado fuera?

—Sí, pero… —Lyla tuvo que clavarse profundamente las uñas en sus palmas, tensando todos sus músculos, para impedirse gritar—. Pero alguien lo ha ocupado, ¡alguien se ha metido ilegalmente dentro! Cuando los polis me sacaron hoy no cerraron la puerta y… ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No estaba arrendado a mi nombre, lo estaba al de Dan, y…

Se volvió ciegamente y se apoyó, casi se derrumbó, contra la pared.

—¡Y ni siquiera tengo una llave!

Transcurrió un largo momento en el que no ocurrió nada. Finalmente, se recuperó y se sintió capaz de apartar su frente de la pared del pasillo donde la había apoyado y apartar parpadeando las lágrimas que ofuscaban su visión. Madison seguía todavía de pie allá donde estaba antes, el saco colgando de su hombro, una oscura y gruesa mano sujetando su correa sobre la chaqueta gris. Se sintió horriblemente avergonzada de sí misma después de todos aquellos años en que le habían estado enseñando machaconamente que una no debía revelar sus debilidades, ocho meses de cada doce desde la edad de diez años, en la escuela de la que al final había terminado escapando.

Pero todo lo que Madison dijo fue:

—Supongo que se trata de una cerradura a código, ¿eh?

—¿Qué? Oh. Oh, sí. Una cerradura a código, por supuesto.

Casi ningún otro tipo de cerradura era apta para las puertas de los modernos apartamentos; cualquier cerradura con un orificio en su parte exterior donde insertar la llave era algo demasiado vulnerable.

—Entiendo. —Madison hablaba con tono pensativo, mientras se volvía para examinar la jamba de la puerta junto a la cual había sido apoyada la rota cama con la sangre de Dan en ella, seca ya y formando una horrible costra marrón que había atraído a una zumbante mosca—. Hummm… Es un código uno-dos-ocho, creo… ¿Es así, señorita Clay?

Ella lo miró asombrada.

—Quiero decir, ¿lleva los dígitos uno-dos-ocho en algún lugar? ¿Formando los primeros tres dígitos quizá, o tal vez los tres siguientes después del primero?

—Oh… —Tragó dificultosamente saliva, sin comprender pero intentando dar lo que creía era la respuesta más adecuada—. Sí, creo que empieza por uno-dos-ocho. Pero nunca lo memoricé.

Dudó, intentando preguntarle cómo lo había adivinado, pero él se había vuelto de espaldas y estaba haciendo algo que ella no podía ver porque su cuerpo ocultaba sus movimientos. Lo que sí vio fue la puerta abriéndose, y un rayo de luz brotar por la parte de arriba.

—¡Hay un peso de protección! —gritó, y en aquel mismo segundo alguien desde el interior del apartamento dijo algo acerca de «maldita sea»…, y la puerta se abrió con un restallido sobre sus goznes, tan aprisa que ni siquiera se dio cuenta de ello, primero aquí, y luego allí, y Madison estaba de pie en el umbral con una mano sobre su cabeza sujetando el peso de cien kilos que apenas había llegado a descender unos centímetros sobre sus guías. Más allá de él, un hombre muy pálido avanzaba con los ojos muy abiertos por la sala de estar, agarrando una silla como si fuera un escudo, la mandíbula caída mientras contemplaba al intruso alzar cuidadosamente el peso hasta su posición original y colocar el retén de seguridad.

—¿Conoce a esta persona, señorita Clay? —preguntó Madison con un tono aburrido en su voz.

—S…SÍ —murmuró Lyla, y tuvo que inspirar de nuevo profundamente antes de poder terminar su frase—. Es un amigo de Dan… mí mackero. Es Berry.

—Yo… —La nuez de Adán de Berry se agitó en su cuello; era alto y delgado, y a Lyla le recordó de pronto al policía en la terminal del rapitrans que había intentado hacerle la zancadilla a Madison—. ¡Vine a recoger mi Tri-V! —improvisó—. Me di cuenta de que, después de todo, la necesitaba. Y cuando vi la puerta abierta, yo…

Las palabras se arrastraron lánguidamente hasta desaparecer, y se alzó de hombros.

—Curioso —dijo Madison, dirigiendo una mirada a Lyla—. No he visto ninguna Tri-V ahí afuera en el pasillo. Lo único que vi fue un batiburrillo de otras cosas. ¿Son suyas?

—¡Mías y de Dan! —estalló Lyla, antes de que Berry pudiera responder.

—Aja. —Madison avanzó unos pasos, apartando a Berry de su camino como si no existiera, y echó una ojeada a la sala de estar—. Es muy considerado por parte de su amigo, señorita Clay. Veo que le ha instalado una cama nueva en lugar de la rota que hay ahí afuera en el descansillo, y todo el lugar está limpio y ordenado. Debe de ser un alivio saber que una tiene amigos como éste, cuando lo cierto es que esperaba llegar a casa y encontrar que todo había sido destrozado por los chiquillos, o robado, porque los polis no se preocuparon de cerrar la puerta a sus espaldas cuando se la llevaron al Ginsberg. ¡El lugar parece estupendo!

—¡Usted, maldito…! —empezó Berry, alzando la silla como si quisiera convertirla en una maza en vez de en un escudo.

Pero Madison soltó la mano que sujetaba la correa de su saco el tiempo suficiente para señalar con el pulgar al peso que de forma tan casual había sujetado y alzado, todos sus cien kilos, y su movimiento dijo más que todas sus palabras. Berry bajó muy lentamente la silla al suelo.

Rastreramente, con toda la sangre huida de su rostro, se dirigió hacia la puerta donde Lyla permanecía como una estatua de mármol. Cuando llegó junto a ella, dijo tentativamente:

—Es estupendo descubrir que no has sido internada en el Ginsberg…

En aquel punto ella perdió el control y lo abofeteó duramente; el ruido resonó como un disparo.

—¡Puta! —gritó él, y su puño saltó hacia delante con intención de alcanzar la barbilla de la mujer…, y falló, puesto que aún estaba realizando el movimiento cuando Madison le dio una precisa patada en la base de su espina dorsal, alzando su cuerpo más allá de Lyla, haciéndole cruzar la puerta y atravesar el pasillo hasta estrellarse contra la pared opuesta, gimiendo.

Cuidadosamente, Madison cerró la puerta y se volvió hacia Lyla.

—¿Hay algo ahí fuera que desee volver a meter en el apartamento? —preguntó.

—Déjelo —suspiró Lyla—. No quiero… Oh, sí. Hay un depósito de dos mil sobre el Lar. No me gustaría que se lo llevara, el bastardo. ¡El bastardo! ¡Y yo que creí que era amigo de Dan! Debió de oír que Dan había muerto y yo había sido arrestada, y pensó que podía aprovechar la oportunidad para mudarse aquí… Ha estado viviendo con su chica en una sola habitación desde hace meses, y este lugar tiene al menos una cocina independiente, aunque todo lo demás sea más bien sórdido… ¿Qué está haciendo?

Madison había acercado su cabeza a la puerta, escuchando. Al cabo de un momento, la abrió de golpe, su mano preparada para golpear exactamente en el lugar preciso. Berry aulló cuando su muñeca fue atrapada y la mano del nig apretó fuertemente en los nervios precisos que le obligaron a abrir los dedos. Una llave código cayó tintineando al suelo, y Madison dijo irónicamente:

—Qué gran gesto el que devuelvas la llave… Supongo que la señorita Clay la necesitará.

Pero en la otra mano Berry sujetaba un cuchillo, y Madison se hizo cargo también de él sin ironía ni dilación; la hoja lanzada contra su vientre terminó su trayectoria contra el marco de la puerta metálica, resbaló con un chirrido, y su mango pasó con ayuda de un preciso movimiento de la mano de Berry a la del nig. Por segunda vez en menos de un minuto, la mandíbula de Berry colgó incrédula. Durante un interminable momento los dos hombres se miraron frente a frente; luego, los nervios de Berry se desmoronaron, y corrió ciegamente hacia el ascensor.

Madison metió el cuchillo en el saco y dijo:

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