—¿Se siente usted feliz de estar…, esto…, fuera después de tanto tiempo?
—No lo sé. Esperaré hasta ver lo que ha mejorado el mundo durante ese tiempo.
—Más bien ha empeorado —dijo Lyla positivamente—. Quiero decir… Bueno, aún soy muy joven, supongo, pero por lo que puedo recordar parece haber empeorado. El doctor Reedeth dijo que había habido tres UR ayer, y que desde su punto de vista eso estaba muy bien, porque en una ocasión se habían producido diecinueve en una sola noche, ¡pero no tendría que haber ninguno en absoluto!
Hubo un interludio durante el cual caminaron el uno al lado del otro sin hablar, Lyla envuelta en su yash y sus calcetillas de tal modo que nada de su piel quedaba a la vista, por lo que podían ir con toda tranquilidad por la acera porque el resto de la gente daba por sentado que ella también era nig. Siempre había una especie de cansancio tras el estallido de unos disturbios, una post-tumescente tristeza como la experimentada por dos amantes honestos pero accidentales dándose cuenta al grisor del alba que a través de la fugaz pasión han corrido el riesgo de iniciar el camino de un nuevo niño por el largo viaje hacia la muerte.
Finalmente fue él quien prosiguió las preguntas.
—¿Qué hubiera hecho si hubiera llegado a casa sola?
—No lo sé —murmuró ella—. Supongo que tal vez hubiera llamado a su nuevo jefe.
Pero no creo que hubiera conseguido mucha ayuda de él. Quiero decir… Oh, es tan difícil de explicar. Quiero decir que es un hombre que me gusta superficialmente, pero no interiormente. Habla bien, pero no da la impresión de ser un hombre en quien puedas confiar.
¿Entiende lo que quiero decir?
—Muy claramente —dijo Madison. Y—: ¿Es ese el restaurante del que me ha hablado, el de ahí enfrente?
Acababan de doblar una esquina, y habían llegado a la vista de un restaurante chino llamado La Ciudad Prohibida; puramente a fin de mantener el negocio pese a la moderna xenofobia, los restaurantes chinos se habían visto notoriamente obligados a admitir a toda la clientela que se les presentaba, por lo que normalmente aceptaban grupos mixtos. Pero el escaparate principal de este había sido destrozado, y había una pintada en la puerta, precipitadamente garabateada con tinta roja: ¡LOS PATRIOTAS X AL ATAQUE! Y una flecha apuntando al cristal rojo.
—Dan y yo trajimos una vez a unos amigos nigs —dijo Lyla con forzado optimismo, y le hizo cruzar la calle.
Pero ni siquiera llegaron junto a la puerta. Tras ella había un alto asiático que miró a Madison detrás de ella, y alzó una mano con los dedos prestos para un golpe de karate.
—Creo que será mejor que busquemos algún otro lugar esta noche —dijo Lyla desanimadamente, y se dio la vuelta.
Con el rabillo del ojo vio los dientes del asiático destellar en una sonrisa.
Había un restaurante negro en la siguiente manzana, pero también éste tenía un cartel, cuidadosamente pintado en letras marrones sobre fondo negro, negando la entrada a los blancs, y luego había uno indio asegurando orgullosamente al público que ellos también eran arios y no querían saber nada con otras razas, y uno estrictamente judío y uno estrictamente musulmán y uno japonés únicamente para blancos delante del cual había aparcado un Voortrekker de la Unión Sudafricana, y uno yoruba especializado en platos africanos y…
Finalmente, Lyla dijo con tono miserable:
—Lo siento mucho, pero hace meses desde que intenté encontrar un local que no fuera segregacionista, y después de los problemas de la pasada noche supongo que para muchos de ellos fue la gota de agua que desborda el vaso. Quizá debiéramos separarnos y comer cada uno por su lado.
—El hotel que me recomendó —dijo Madison—. ¿No tiene restaurante?
Ella lo miró miserablemente a través de la ranura de la capucha de su yash.
—Por todo lo que sé, es probable que el hotel haya dejado de aceptar clientes nigs, y tenga que ir usted a alojarse a Harlem, después de todo.
Madison frunció el ceño, y por un momento sus labios se fruncieron de tal modo que parecieron desvanecerse.
—¿Qué puede haber causado esto, señorita Clay? No ha sido simplemente una noche de disturbios.
—Me gustaría que me llamara Lyla —insistió ella—. ¡Prefiero que la gente sea amigable conmigo y no únicamente educada! ¡Necesito que alguien sea amigable conmigo! Oh, Dios, me gustaría que las cosas fueran como en los viejos días de los que hablaban mis padres, cuando a nadie le importaba con quién te veías o para quién trabajabas o quién se sentaba a tu lado. ¡Todo parece estarse cerrando a nuestro alrededor, como las paredes de El pozo y el péndulo!
Miró alocada a su alrededor, como si realmente esperara ver los edificios avanzar para atraparla.
—Y la gente no resultaba muerta en los disturbios —murmuró—. ¡En absoluto! Oh… ¡Oh, pobre Dan!
Madison aguardó. Al cabo de poco tiempo, ella se vio con fuerzas para continuar.
—No, por supuesto que no son los efectos de una sola noche. Era algo que estaba madurando desde hace tiempo, aunque la gente se sentía avergonzada de dejarlo salir al exterior. Pero algo ha demostrado ser más fuerte que la vergüenza. ¿Qué es más fuerte que la vergüenza?
—El miedo —dijo Madison.
—Supongo que sí —admitió ella—. Pero ¿por qué debería tener miedo la gente? —Lanzó un suspiro—. Soy una pitonisa, Harry. Entro en las mentes de la gente. Nunca he encontrado nada en nadie, ni siquiera en el Ginsberg, donde había toda aquella gente que se suponía estaba loca, que no estuviera en mí también.
Había empezado a andar de nuevo, automáticamente, al lado de él, y esta vez era él quien dirigía, conduciéndola hacia el hotel que ella le había recomendado.
—Excepto usted —dijo Lyla—. Usted…, usted no era igual, no sé de qué manera. Y me sentí asustada también de eso…, creo.
En aquel punto, cuatro hombres jóvenes y robustos, todos ellos blancs, salieron de un portal y bloquearon su camino. Una brillante luz incidió en los ojos de Lyla, de tal modo que su rostro pudo ser visto detrás de la máscara del yash, y una voz dijo:
—¡Mixtos!
Una mano aferró la suya, y algo se clavó en la base de su pulgar, y el suelo se agitó con extraños movimientos curvilíneos, como si fuera agua girando dentro de un cuenco.
Agitación. Todo el planeta girando sobre desengrasados ejes que aullaban. Un oscuro y no pronunciado grito en las profundidades de su cerebro, socorrosocorrosocorro. Diseminados por las cuatro sucias esquinas del universo, los trozos y fragmentos de la persona que en una ocasión habían integrado a Lyla Clay. Débilmente, socorrosocorro, y ni siquiera la fuerza de mover los labios y agitar las cuerdas vocales con el hálito de su respiración.
Ocho sucias esquinas.
socorro
un trabajo abrumadoramente inmenso, abandonó la lucha.
Habían alojado a Pedro Diablo en un apartamento de lujo pagado por los fondos federales y cuyo contrato de arrendamiento —extendido por Bustafedrel en los días en que los límites raciales estaban mucho menos definidos— incluía una cláusula de no discriminación, pero nunca antes había sido invocada, y sus vecinos se sintieron tan horrorizados que durante aquella primera tarde (mientras él estaba siendo rastreado por los líderes nigs que estaban en estrecho contacto con Morton Lenigo y se sentían también horrorizados porque habían planeado utilizar los talentos de Diablo como propagandista y ahora había sido despedido bajo la simple palabra de un sucio blanc) organizaron una petición para que fuera expulsado antes de que se hiciera descender el status del bloque.
Eternidades más tarde y un mundo distinto: un mundo de negras colinas velludas con un sol medio verde medio rojo cruzado por una ladeada barra surgiendo de un gris cielo vertical.
¿Una habitación? Dolorosamente. Un paisaje de una habitación, llanuras de suelo y montañas de muebles. Inaudible, un río cayendo en una cascada pedregosa, obscenas excrecencias fungosas al pie de las colinas y el clima local tormentoso y aullante y pegajosa-mente cálido y con el hedor de la podredumbre.
Crac un trueno y uch un relámpago e inmediatamente delante cuando Lyla abrió los ojos un Stonehenge de cuerpos humanos, un círculo megalítico de brazos sujetando hombros, pálidos pilares enhiestos interrumpidos delante del lugar donde estaba tendida ella por una mandrágora con las piernas abiertas, una mujerdrágora más exactamente, con la barriga colgando sobre el peludo pubis y la piel garabateada como la pared de unos urinarios públicos con nombres y fechas escritas con lápiz graso, algunos semiborrados y algunos claramente legibles: PIGGY WALLIS 0825 DELLA LA CARNICERA 1215 CALIENTE HANK DUMONT 1640.
Como si estuviera reuniendo los fragmentos de una explosión nuclear pieza a pieza, lentamente, obligándoles a adquirir de nuevo su forma original, Lyla fue absorbiendo los hechos que sus sentidos le presentaban y categorizándolos en sus correspondientes esquemas. Se sentía tremendamente mal, y su mano le dolía allá donde una roma aguja se había clavado profundamente en sus músculos. También había un ardiente dolor nuevo en su muslo derecho. La línea roja de un golpe de látigo sobre su piel.
Un apartamento a varios niveles. Hecho establecido. Perspectiva restaurada. Mobiliario ultramoderno colapsable retráctil mutable. En las negras laderas los distorsionados hongos eran cuerpos humanos, algunos vestidos y otros no, algunos moviéndose algunos no, y algunos a medio camino haciendo el amor de una forma increíblemente lenta con los miembros entrelazados y todo lo demás olvidado excepto el contacto de piel contra piel. Y frente a ella no un círculo megalítico sino ocho hombres llevando únicamente botas y, garabatea-do cruzando el pecho de cada uno —o la parte superior del brazo si el pecho era demasiado velludo para escribir en él—, un nombre con lápiz graso GENE PUTZI VERNON HUGHIE PHIL SLOB CHARLIE PAT. Los brazos de cada uno en los hombros de su compañero, formando una herradura en torno a una mujer joven muy alta con pechos pequeños y un vientre prematuramente abultado también desnuda excepto un cinturón y san-dalias con cintas que ascendían hasta sus rodillas, sujetando un látigo y coronada con una fantástica peluca roja azul y verde. Había un ruido intolerable, no ensordecedor pero procedente de todos lados y de encima, como si en cada habitación adyacente hubiera música y pies de bailarines golpeando el suelo y gente discutiendo a voz en grito. Sus ojos estaban maníacamente desorbitados y sudaba tanto que sus inscripciones estaban disolviéndose.
—¡Está despierta!
Un grito. Un chorro de finas gotitas de saliva cayó sobre la piel de Lyla. Otro informe procedente de su piel: la abrasiva presión de cuerdas en sus codos, en su espalda el resbaladizo contacto de unos sudorosos y agitantes músculos entre duros omoplatos, bajo sus nalgas una húmeda vellosidad, en su nuca el ensortijado contacto de una cabellera nigblanc, como el pelo de un terrier… Jadeó y centró su percepción en la realidad que la rodeaba con un esfuerzo de voluntad. Estaba sentada en el suelo, atada espalda contra espalda con Harry Madison, y la habían desnudado.
—¿Qué es lo que habéis hecho con esos nix que llevaba? —rugió la chica alta con el látigo, y Gene, al extremo de la línea de hombres, se soltó ansiosamente, fue a buscarlos, los ofreció con una servil reverencia.
Colgando el látigo de su hombro, la mujer rebuscó en su bolsillo y sacó lo que había: la llave a código (la dejó caer), algo de dinero (lo dejó caer), la tarjeta de identidad (la retuvo), y un frasquito.
—¿Es algo bueno, Mikki? —gimoteó Gene—. ¿Hay una buena órbita en esa botella?
—¿Cómo infiernos voy a saberlo? —ladró la mujer, examinando el carnet de identidad.
¿Mikki?, pensó Lyla. Oh, Dios. No. Que no sea Michaela Baxendale.
Rugientes palabras percibidas a través de una neblina de shock y de terror y de las se-cuelas de la droga, fuera cual fuese, que habían utilizado para secuestrarla.
—¡Una buena órbita, muchacho, sí, una buena órbita, eh! ¿Sabes a quién me habéis traído, querido?
Gene agitó negativamente la cabeza, y los demás cerraron el círculo para escuchar.
—¡Pues es la pitonisa que ese hijo de puta incestuoso de Dan Kazer mackeriza actualmente! —gritó Mikki, revolcándose en un paroxismo de risa—. ¡Ese tío de mierda me dejó tirada en la calle y ahora aquí la tengo a ella, traída directamente a mis manos…!, ¿no es así, querida?
Miró venenosamente a Lyla, agitando el frasquito cerca de su oído, y luego se volvió para inspeccionarlo críticamente a la luz del verderrojizo sol que era un dial en la pared con la aguja inclinada hacia el verde.
—¡Aja! ¡Hay suficiente para todo el mundo si lo que hay en esta botella es una buena órbita! —Desenroscó el tapón—. Pero asegurémonos antes, ¿eh? ¡Probemos con ellos y veamos cómo les hace orbitar!
En medio de risitas, el círculo de hombres se deshizo, y se dejaron caer de rodillas ante ella, y empezaron a manosearla…, primero los tobillos, luego los muslos, ascendiendo hasta las ingles, el vientre, los pechos; todo ello demasiado rápido como para separarlo en acontecimientos individuales, una totalidad de manos y garras. Detrás de Lyla, mientras tanto, otros hacían lo mismo con (debía ser) Madison. Se sentía demasiado débil como para luchar contra aquello, de modo que intentó el engaño, aguardando hasta que una mano se acercó a su boca con una de las píldoras sibilinas, y el etiquetado SLOB exclamaba:
—¡Eh, Mikki, tiene que ser una órbita fabulosa! ¡Mira cómo abre la boca para que se la meta!
Y mordió. Duramente.
—¡La muy puta! ¡Me ha mordido!
Echándose hacia atrás, dejando caer la píldora, mirando horrorizado a su dedo desgarrado en la base de la uña, la sangre pulsando gota a gota sobre la pierna de Lyla. Pero en el momento de engañosa relajación para celebrar el éxito de su contraataque, un golpe en su nuca. La dura cabeza de Madison. Un susurro:
—Tápale la nariz.
El sonido de un puñetazo en un estómago. Luego, en voz más alta:
—¡Ya se la ha tragado! Prueba de nuevo con la chica. Danos otra píldora, Mikki… ¡No, no importa! —Recogiendo algo en la negra moqueta—. He encontrado la que escupió…, aquí está.
Cristo, ¿qué iba a hacerle una de las píldoras a Madison? Recordaba que Dan había orbitado tan alto que pensó que nunca volvería a aterrizar, y que tan sólo las mujeres (algo que quizá tuviera que ver con su química hormonal) tenían el talento de metabolizar la droga en media hora.