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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (25 page)

BOOK: Órbita Inestable
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—Pero no es eso lo que yo…

Dándose cuenta de que la conexión de la comred había sido cortada, el robescritorio di-jo:

—¿Perdón?

—¡Oh, vete al infierno! —rugió Reedeth, y salió de la oficina dando un portazo.

67
Una opinión impenitente mantenida por Xavier Conroy pese a los repetidos ataques contra su punto de vista por parte de (entre otras muchas notables autoridades) Elías Mogshack

«El hombre no es un ser racional, es un animal racional, y proclamar que rebajando la influencia de sus gónadas y otras glándulas, produciendo un perfectamente plástico, perfectamente maleable, perfectamente conformista maniquí, habréis curado un severo desorden mental, es exactamente lo mismo que alardear de que habéis eliminado el riesgo de
tínea
pedís
amputando por los tobillos.»

68
La línea que separa el día de la noche tanto en la Tierra como en todos losdemás planetas y satélites es conocida técnicamente como «el terminador»

Aquella tarde, en casa de los Prior, había una «atmósfera» a la que contribuían notablemente un cierto número de factores.

Al traer reluctantemente a su hermana Celia del Ginsberg, Prior había encontrado a su esposa Nora hablando por la comred con la esposa de Phil Gasby, y esta última, tras las presentaciones, había dicho:

—Ah, sí, es la que se pasó tanto tiempo en el asilo de lunáticos del estado, ¿verdad? Espero que sepan lo que están haciendo dejándola salir.

Fin de la conversación, e inicio del escándalo audible en toda la vecindad.

La presencia de Celia irritaba a Nora, que tiró sobre la mesa un plato conteniendo Bauf Bourguignon congelado recalentado poco antes de la hora prevista de llegada de su cuñada, y desapareció rumbo a su habitación gritando que ella se había casado solamente con Lionel de la familia Prior y no con todos sus parientes locos. Su habitual mal humor se había visto exacerbado un poco antes por los intentos de su marido de explicar por qué el contratar al célebre nigblanc Pedro Diablo como colega de Matthew Flamen presentaba ventajas muy por encima del estigma social de trabajar con un hombre negro en igualdad de condiciones (citas características del diálogo: «¡Nunca seré capaz de ir nuevamente con la cara alta por esta vecindad, de modo que vamos a tener que mudarnos!», y: «¡Si él necesita un trabajo, que vaya a buscarlo a África!»).

Lo reciente del desastroso ejercicio del grupo de defensa urbana en la memoria de la gente hizo que en vez de las normales llamadas por la comred de largas y solidarias conver-saciones se produjera un hosco silencio en toda la casa, lo cual trajo consigo la convicción de que la traición de Lionel Prior teniendo éxito en su imitación de raid sobre las casas de sus vecinos estaba siendo discutida en una serie de llamadas tan cercanas a él que estaba seguro de poder oírlas con sólo aguzar un poco el oído.

Además estaba la terrible convicción de que Morton Lenigo podía haber llegado con un plan a toda prueba para que los nigs se hicieran cargo del poder a nivel nacional, y además durante el día los Gottschalk habían anunciado la próxima difusión de una nueva arma muy cara pero con un poder destructivo sin precedentes que ni siquiera en aquel distrito de rentas altas podría ser adquirida tan pronto después de haber comprado los habituales modelos de primavera.

Durante todo aquello, incluida la cena, Celia mantuvo una calma de estatua de mármol y un educado flujo de conversación banal relativa a los asuntos de su hermano, los asuntos mundiales desde su hospitalización, y las varias antigüedades que había comprado recientemente y colocado en su sala de estar. Su imperturbabilidad era debida al hecho de que había estado siendo drogada durante cinco meses sin interrupción en el Ginsberg, y aunque la medicación prescrita había sido interrumpida inmediatamente después de su alta, deberían pasar varios días antes de que el efecto acumulativo en su personalidad desapareciera.

Cuando su marido Matthew Flamen llegó, estaba acabando el postre, y tras un frío saludo y el ofrecimiento de su mejilla para ser besada, dijo que era conveniente que se fuera directamente a la cama puesto que le habían advertido que no se cansara demasiado después de su regreso al mundo exterior, así que buenas noches.

69
Por qué el túnel de Central Queens del sistema de rapitrans quedó inutilizado desde poco antes del amanecer hasta media tarde

Una estudiante de química llamada Allilene Hooper, de diecinueve años, fracasó en estabilizar la nitroglicerina de fabricación casera que estaba preparando para su amigo, y la vibración la hizo estallar.

70
Pequeñas irritaciones de la vida

Siendo un día de ley marcial, había policía armada de vigilancia en las terminales del rapitrans por toda la ciudad, y bajo la inhumana mirada de las máscaras de gas Lyla subió por la escalera mecánica hasta el nivel de la plataforma, desalentadamente consciente de que detrás de ella se hallaba aquel nigblanc completamente desconocido para ella y del cual, en un acceso de violenta reacción contra la atmósfera del Ginsberg, había aceptado hacerse responsable…, no legalmente, puesto que aún no tenía la edad, pero sí moralmente, después de que Reedeth dijera con mucha suavidad:

—No ha estado en Nueva York como hombre libre desde hace años, ya sabe, y se han producido cambios.

¿Qué otra cosa podía hacer ella sino decir lo que había dicho?

—Hay un hotel cerca de donde vivo, y no les importa aceptar nigs; lo llevaré allá y le mostraré dónde está situado.

Y no fue hasta que él dijo, calurosamente:

—Eso es muy considerado de su parte, señorita Clay, porque pese a haber permanecido internado en este lugar durante tanto tiempo, es una personalidad realmente notable y un brillante electrónico, y debería arreglárselas muy bien fuera de aquí.

… Sólo entonces cruzó su mente aquel terrible pensamiento: la «personalidad realmente notable», ¿estaba en la audiencia cuando ella actuó en el hospital el otro día y tuvo que ser abofeteada para sacarla de la trampa de eco y más tarde sufrió aquella inexplicable resaca, y pudo haber sido él?

Miraba constantemente por encima del hombro, y allí estaba, caminando imperturbablemente como todos los demás, una pesada bolsa colgando de su hombro, conteniendo todas las pertenencias que había conseguido conservar durante su estancia en el hospital, vestido con un sencillo traje gris no muy bien adaptado a su corpulenta figura, su barba cuidadosamente peinada, su pelo mucho más corto de lo que estaba de moda debido a una ordenanza del hospital que recordaba haber leído, y que tenía algo que ver con la incidencia de piojos entre los pacientes internados que vivían solos durante largo tiempo en poco adecuadas condiciones.

¿Qué tipo de persona era? Hasta aquel momento, aparte de haber sido presentados, caminar juntos hasta la terminal del rapitrans, y aguardar unos momentos hasta la llegada de los compartimientos, virtualmente no había tenido ningún contacto con él. Habían intercambiado un par de docenas de palabras educadas, y eso era todo. Había reunido un poco de información acerca de él procedente de Reedeth, principalmente la impresión de que si no hubiera sido alistado en el ejército y no hubiera sufrido algún tipo de intolerable experiencia en combate nunca habría sufrido ningún desmoronamiento y no habría sido necesario hospitalizarle.

Y, en su regreso al Ginsberg bajo circunstancias completamente distintas de las del día anterior, se había dado cuenta de pronto del porqué había odiado tanto la atmósfera del lugar apenas llegar a él. No era algo que tuviera específicamente nada que ver con su talento de pitonisa. Era debido simplemente a su conciencia de que, eligiendo aquella carrera, se había visto arrastrada a una vida literalmente al borde de la locura: pensando con otras mentes, quizá pudiera decirse…, o lo que fuera que ocurría realmente cuando engullía una píldora sibilina y entraba en trance. Un paso en falso, y podía encontrarse sin remedio en aquel odioso hospital.

—Qué delgadas separaciones aíslan los sentidos de los pensamientos —murmuró al llegar a los vigilantes policías en la parte superior de la escalera mecánica.

—Hablando contigo misma, ¿eh? —dijo uno de ellos con una seca risa—. ¡Ve con cuidado, chica, si no quieres hacer un viaje sólo de ida al Ginsberg!

—Eh, ahí viene un nig —dijo uno de sus compañeros—. Trabajémoslo un poco, ¿eh? Aún no hemos agarrado a ninguno hoy, pero siempre hay una posibilidad. ¡Tú! ¡El nigblanc!

Ya en suelo firme, Lyla se volvió para mirar, y sí, era a Harry Madison a quien habían elegido para apartarlo a un lado y registrarlo: cinco altos policías tan armados y enmascara-dos que una era incapaz de decir si ellos mismos tenían la piel clara u oscura, con cascos y corazas y pistolas y lásers y granadas de gas. Pero no servía de nada discutir. Si decía que ella y Madison iban juntos, lo único que haría sería empeorar las cosas.

Impasible, él obedeció la orden de mostrar sus documentos de identidad, y se produjo la reacción previsible cuando vieron su certificado de alta del hospital:

—Eh, ¿por qué no te han enviado a Blackbury?

Ninguna respuesta. Madison estaba muy tranquilo, observó Lyla, muy dueño de sí, en absoluto alterado por lo que ahora podía ver de la calle, pese al hecho de que debían de haberse producido tremendos cambios desde la última vez que había estado en la ciudad: las pantallas antiexplosiones delante de los escaparates de las tiendas, las barricadas de sesenta centímetros de altura de la policía aislando el carril anti-incendios y antidisturbios en el centro de la calzada, las semienterradas torretas blindadas en los cruces más próximos, las gruesas paredes de cemento antiexplosiones de exactamente la longitud de un coche de la policía erigidas a intervalos de cada dos manzanas y diseñadas para resguardar a los vehículos oficiales e impedir que fueran aplastados si un edificio era derrumbado y caía sobre la calle.

Claro que, por supuesto, debía de haber visto todo aquello en la televisión. Incluso estar en el Ginsberg no era como estar en otro planeta.

Decepcionados quizá —porque habían esperado ir hasta tan lejos como hacerle vaciar su saco y esparcir su contenido por el suelo para una atenta inspección—, los policías ter-minaron dándole a Madison permiso para seguir adelante, y uno de ellos que había permanecido de pie a un lado masticando indolentemente su chicle, un hombre joven muy alto y muy delgado, adelantó casualmente su pie con la intención de hacerle tropezar mientras se apresuraba a marcharse. Y de algún modo —Lyla no pudo ver cómo—, resultó que el pie extendido se halló precisamente en el lugar donde Madison dio su siguiente paso, y el peso de su cuerpo trazó un arco y se apoyó en aquel pie y siguió adelante, sin romper en absoluto el ritmo, y cuando el sorprendido y furioso policía fue capaz de expresar en voz alta su dolor ya había una docena de personas separándolo de Madison.

—Lamento el retraso —dijo Madison cuando se reunió con Lyla—. No había necesidad de que esperara…, puedo encontrar fácilmente el camino hasta ese hotel que sugirió.

No lo dudaba. Así que, ¿por qué había esperado? Para tener algo de compañía, decidió de pronto. La noche anterior la había pasado al lado de la cama donde Dan había muerto, donde su cuerpo estaba todavía… ugh. En la limpia y moderna América, una hablaba de órganos, corazón, hígado, riñones, porque eran los términos que empleaban los doctores cuando una estaba enferma, y nunca trazaba conexiones entre ellos y los congelados, esterilizados, envueltos en plástico, objetos que se compraban para comer. Dan había sido abierto en canal, y el desgarrón mostraba claramente que los hombres también poseían esas cosas, esas sangrantes y viscosas y palpitantes cosas…

Miró tambaleante a su alrededor, a la multitud. Había una multitud en aquella calle, siempre había una multitud en todas las calles de todas las ciudades modernas. Pensó: centenares y centenares de corazones e hígados y riñones, kilómetros de intestinos, litros de sangre, ¡suficiente para hacer que la acera se convirtiera en un torrente rojo!

—¿Se encuentra bien, señorita Clay? ¡Parece usted muy pálida!

Un contacto en su hombro afirmó su equilibrio, y se sintió agradecida por ello porque el mundo había empezado a girar a su alrededor.

—¡Quita tu sucia mano de esa chica blanc! —gritó alguien, e instantáneamente todas las cabezas en veinte pasos de distancia en cada dirección se volvieron, pero afortunadamente era una mujer madura con una boca curvada en una eterna mueca y unos ojos severos bajo una ceñuda frente quien había lanzado el grito.

—Preferirías más bien que fuera a ti a quien pusiera la mano encima, ¿eh, viejo pellejo? —le gritó Lyla, y hubo risas, y la gente olvidó el incidente, excepto la propia vieja, que lanzó una mirada asesina.

«En este siglo nuestro, malditos sean nuestros antepasados, incluso las dulces viejas damas saben lo que es odiar hasta el asesinato. Abre ese gran bolso que aferras tan protectoramente: encuentra un quemador como aquel que el hediondo Gottschalk intentó vender-me por encima del caliente cadáver de Dan…»

Pero el instante de tensión se había llevado con él su inesperado acceso de vértigo. Con una voz normal, dijo:

—Creo que hubiera debido advertirle, señor Madison, de que aunque este sea un distrito en el cual los nigs pueden encontrar todavía hoteles y restaurantes que acepten servirles, no es lo que usted llamaría un vecindario integrado.

—No importa, señorita Clay. Uno espera ya eso. Y el ejército me enseñó a ocuparme de mí mismo, cosa que todavía no he olvidado.

Ella se lo quedó mirando pensativa, viéndolo por primera vez como el Harry Madison persona en vez del Harry Madison ex paciente mental que hubiera debido ser dado de alta hacía mucho tiempo. Pensó de nuevo en el eco que resonaba aún en su memoria de aquellas confiadas palabras que el hombre acababa de pronunciar, y se dio cuenta de que tenía una voz extremadamente agradable, de barítono, algo a la antigua moda, como un cantante, apoyándose premeditadamente en las palabras individuales en vez de escupirlas rápidamente en un único y monótono chorro como la mayor parte de los habitantes del siglo XXI.

Y recordó que ella también estaba sola, puesto que Dan había muerto.

Dan había tenido a su amigo Berry. Berry, recordaba vagamente, tenía también un amigo… suyo, o probablemente de Martha, la chica con la cual vivía. Una necesitaba a un amigo en una ciudad como aquella… Pero ¿por qué detenerse en un amigo? Sin embargo, esa era la regla; sin duda porque conseguir uno ya era lo bastante difícil, porque lograr el primero había representado una tal lucha que cualquiera se sentía temeroso de lanzarse de nuevo a los trabajos y decepciones de la caza de nuevos amigos.

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