Authors: Ana María Matute
El Trasgo sopló la frente y el pecho del niño, que se cerraron, sin costura alguna, y el fuego se apagó por sí mismo. Un reloj de arena, en la cornisa de la chimenea, desgranaba lentamente su lluvia dorada.
Como si la viera por primera vez, Ardid recorrió la estancia con la mirada y el pensamiento. A través de la ventana, y aun a través de las piedras, de las cortinas y de los muros de la Torre, llegó hasta ella la noche, en toda su plenitud. Era una noche hermosa, donde se respiraba el sueño de algunos pájaros y el despertar de otros. Parecía, incluso, percibirse el cristalino temblor de las libélulas sobre la quietud de los estanques. Y allí abajo, en el Lago de las Desapariciones, algo o alguien -Ardid sabía en parte, y adivinaba en parte- rozaba con dedos invisibles la superficie de sus aguas. «Qué grande y misteriosa, qué apacible y qué terrible puede ser una noche...», pensó. Entonces se dio cuenta de que sus ojos estaban cubiertos de humedad brillante que despertaba memorias lejanas. Dolorosamente se desprendió de aquel ensueño, y se volvió hacia sus amigos:
—Ha nacido el Rey dijo Ardid, secándose las lágrimas-. ¡Tengamos vida para ver su grandeza! Despertadle, y que volteen a un tiempo todas las campanas de Olar.
Así se hizo, y el cumpleaños del Rey se celebró con una solemnidad y pompa jamás conocidas antes.
3
Gudú creció en el Castillo de Olar bajo la estrecha vigilancia de su madre, la insobornable protección de Predilecto y las enseñanzas del Hechicero.
Aunque ahora su entorno había variado notablemente, Gudú recordaba a menudo sus escapatorias a los corredores y vericuetos del Castillo. A su mente llegaban retazos de un tiempo oscuro: se veía muy niño, tanto que apenas podía mantenerse sobre los pies. Resbalaba y huía, sin saber muy bien de qué o de quién, por húmedos pasadizos solitarios y medio secretos. Y guardaba en su memoria, dominándolo todo, cierto día muy extraño: revivía, de pronto, un fuerte piar de pájaros desconocidos, en el alféizar de una ventana donde parecía flotar una cortina roja. Tan roja como el mismo atardecer, que inundaba hasta el último rincón de una estancia donde él no había estado nunca. Y sentía aún en sus espaldas el empujón, suave pero decidido, de algo parecido a unas manos invisibles. Manos y empujón que fueron conduciéndole en pos de una pelota azul, surgida inesperadamente, hasta el lecho donde yacía moribundo un hombre grande, muy grande, de barba rojiza, que levantó la mano y, oportunamente, la apoyó sobre su cabeza. Pero todo esto era misterioso y lejano para él. Los misterios no eran de su agrado, y como todo lo que no era de su agrado, lo apartaba de sí. Sin embargo, aquellas manos invisibles, aquella extraña pelota azul -semejante a una esfera transparente, como el agua-, aquel ensordecedor piar de pájaros, residían en el fondo de su memoria. Y a lo largo de toda su vida, cuando menos lo esperaba, reaparecían, inquietándole. Bien que por poco tiempo.
Ardid, que despreciaba profundamente la ignorancia de la Corte, deseaba que Gudú fuera instruido en todas las materias. Y así, no descuidaba ni un solo día las lecciones del joven Rey, que, muy pronto, dio muestras de un carácter fuerte y difícil de doblegar. Su inteligencia era aguda y clara, aunque poco dada a las discusiones de tipo filosófico: antes bien se revelaba práctica, rotunda y muy concreta. Por tanto, si bien aprendió a escribir y leer -más bien medianamente-, no sintió afición excesiva por estas cosas, excepto si se trataba de los archivos que el Hechicero había confeccionado -y guardaba celosamente-, gracias a sus averiguaciones por un lado, y a las raterías llevadas a cabo por conventos durante el primer tiempo de su juventud. En aquellos años había intentado profesar en la vida monástica, pero hubo de abandonarla por culpa de sus secretas aficiones: se le consideró herético y aun rozando la brujería. Se salvó de tales acusaciones, huyendo de mala manera, tras muy apuradas peripecias, y fue a dar con sus huesos al Castillo del padre de Ardid, donde el abuelo de ésta le confió la instrucción de sus hijos. Se trataba de un raro señor con aficiones más científicas que guerreras, que heredó -aunque en menor grado- su hijo. La pequeña Ardid, según pudo apreciar el Hechicero, era el vivo retrato, físico y espiritual, de su abuelo. Se dedicó con entusiasmo a cultivar aquella prodigiosa inteligencia, de la que sobresalían su extraordinaria memoria y gran astucia.
Gudú era muy distinto a su madre. A menudo, el Hechicero quedaba perplejo ante sus atinadas observaciones, pero éstas eran siempre de carácter práctico y sobremanera lógico, a ras de tierra y muy consciente de lo que resultaba útil o inútil para moverse entre los hombres que le rodeaban y que -a todas luces- no gozaban de instrucción, ni tan sólo remotamente parecida a la suya. Una de las cosas que más interesaron al niño, desde el primer momento, fue la relación de hechos acontecidos en la más lejana antigüedad, a reyes y a países, a pueblos y gobernantes. También le despertaban particular interés -como a su madre- las matemáticas. Pero en seguida demostró gran indiferencia y escasísima aptitud para la poesía, la música y las artes en general. Sólo era de su interés determinada y muy específica lectura que aportara datos interesantes a su pasión por los pueblos y hechos de armas antiguos, para grabarlos en su memoria, casi tan prodigiosa como la de su madre. Se aburría mucho, en cambio, con otras materias en que el Hechicero hubiera deseado iniciarle, tales como el estudio de los astros, las adivinaciones y los deleitosos caminos que conducen a esclarecimientos de las fuerzas ocultas, los misterios y las sabidurías, sobre las que mostraba un franco desinterés, y en el transcurso de su lección bostezaba descaradamente.
Sin embargo, y sobre todo esto, era un niño dotado de una particularidad, a todas luces heredada de su padre: la curiosidad por lo desconocido -siempre que este desconocimiento perteneciera a esta tierra y las criaturas que en ella habitaban-. Acribillaba materialmente a preguntas sobre qué eran y cómo eran las regiones por él no visitadas: qué había detrás de las montañas Lisias, las tierras que su padre había añadido al Reino, y en particular, se hacía explicar con detalle sus gestas guerreras. Muy tempranamente también dio muestras de su habilidad y destreza en el manejo de las armas, de su puntería y de su certera forma de combatir.
Apenas había cumplido ocho años, cuando, con motivo de celebrarse en el Castillo unas justas entre caballeros, manifestó tan atinadas observaciones, que cuantos le rodeaban y oían quedaron materialmente pasmados. Expuso, con claridad de expresión y sucintas palabras -que recordaban vivamente las de la niña Ardid calculando las cuentas al revés y al derecho-, las razones por las que el vencido había sido vencido; y las razones por las que, si él hubiera estado en su lugar, hubiera salido vencedor. Aquel alarde de claridad y justeza no manifestaba traidora marrullería, como Ancio, Bancio y Cancio, sino simple y pura lógica, y verdadera inteligencia. Así pues, su Maestro se sentía bastante confuso con él, y así se lo decía a Ardid: «Es una extraña criatura, que para ciertas cosas, si le interesan, puede incluso superarnos, y para otras, si no le interesan, permanecerá tan inculto como el más estúpido de los criados». Pero así eran las cosas, y así había que aceptarlas.
Por otra parte, Gudú había heredado de su padre una intensa alegría de vivir, una especial manera de observar las cosas y los hombres, que revelaban un innato aire de posesión allí donde fijaba su mirada. No tenía ningún inconveniente en demostrar bien a las claras lo que le placía y lo que no. Y el desagrado que le inspiraban sus hermanos Soeces era bien patente, tanto como el agrado que le producía la compañía de Predilecto. Era únicamente con él con quien hablaba, jugaba o paseaba; y de él aprendió a montar a caballo, casi con la misma destreza que su maestro. Los dos muchachos, pese a la diferencia de edad, vivían prácticamente juntos, y era frecuente que Gudú preguntase muchas y varias cosas que le interesaban a Predilecto; y éste procuraba no ocultarle cuanto sabía o estaba en sus manos. Un día, Gudú pidió a Ardid que Predilecto estuviera también presente durante las lecciones. Con un raro sentido de la conveniencia explicó: «Si he de tenerlo a mi lado y ha de servirme, quiero que sepa tanto como yo, y aún más, porque así a donde yo no llegue, llegará él, y entre los dos, sabremos más que uno solo. Creo que me será muy útil cuando llegue el tiempo de mi reinado». Así lo comprendió la madre, y desde aquel día Predilecto -tenían ambos nueve y diecisiete años, respectivamente- se unió a las lecciones que impartía al Rey el Hechicero. Desde el primer momento, éste quedó prendado no sólo de la inteligencia del Príncipe, sino también de su carácter y nobleza. Y con dolor se decía que ésas eran las cualidades que hubiera deseado para el Rey. Predilecto se revelaba sutil y delicado, a un tiempo que firme y de mente clara. Estaba naturalmente dotado para aprender cualquier cosa que fuera, y podía interesarse en una como en otra materia. Pero, como muy bien le había advertido Ardid, el viejo Maestro sólo debía instruirle en aquellas cosas que fueran útiles para Gudú algún día, y en manera alguna en todo lo que no perteneciera a las cosas visibles de este mundo. El Hechicero sentía una viva desazón, pensando en qué gran discípulo habría tenido en él. Pero comprendía las razones de Ardid, y se conformaba con aquella pérdida diciéndose que la querida niña siempre tenía razón.
Por aquellos días el Príncipe Almíbar pidió a la Reina instalarse en Olar y abandonar aquel viejo Castillo que tan generosamente le donara Volodioso, pero que jamás le agradó. Prefería, dijo, unas habitaciones aseadas y guarnecidas según su gusto y placer, a aquel inmenso y negro Castillo que, muy alejado, casi próximo a las agrestes zonas de los Desdichados, no le producía más que sinsabores y quebraderos de cabeza. «Es frío, inhóspito, y por más que procuré engalanarlo, poco fruto se saca de él», explicó. Ardid, que nada le negaba -en verdad era muy parco en sus demandas-, consintió, y el Príncipe Almíbar se instaló en el mismo Castillo de Olar -lo cual no dejó de provocar murmuraciones entre los más venenosos cortesanos-. Pero como la vida bajo la regencia de Ardid era infinitamente más placentera que bajo el reinado de su fallecido esposo, nadie se opuso a ella. Ahora todos gozaban de sus antiguos privilegios, sabiamente remozados por la Reina, y podían, incluso, de cuando en cuando, aumentar impuestos a sus vasallos y campesinos.
Cuando llegó la primavera de su décimo cumpleaños, Gudú comenzó a alejarse del Castillo, a caballo, con Predilecto. Solían galopar por los campos, y llegaban a internarse en los bosques: pero Predilecto procuraba evitar la proximidad excesiva hacia las Tierras de los Desdichados, conocedor de lo que allí ocurría y de cómo hubiera sido recibido el joven Rey.
Un día, en una de estas excursiones, el pequeño Gudú divisó el Castillo abandonado de Almíbar. Estuvo unos instantes mirándolo fijamente, y repentinamente espoleó su caballo en su dirección, y desapareció entre la maleza, sorprendido e inquieto. Tras él fue Predilecto, y cuando llegó al Castillo, lo halló sentado en las escaleras y mirando en derredor con gran interés.
—Vámonos de aquí -dijo Predilecto, con recelo-. Estas regiones están abandonadas desde que vuestro tío el Príncipe Almíbar se marchó. Pudieran ahora servir de guarida a bandidos o gentes que pudieran no quereros.
—Pues en tal caso, cuidado tuyo es defenderme -dijo Gudú-. Yo me siento a gusto en este lugar. Aquí voy a venir muy a menudo, y aquí, algún día, cuando sea Rey, me instalaré.
—Eso no será posible -dijo Predilecto, con un vago temor que ahora nada tenía que ver con los peligros de algún merodeador-. El Rey debe vivir en el Castillo de Olar, como sabéis.
—Alguna forma hallaré para venir aquí -dijo Gudú, riendo de aquella forma gutural y a un tiempo baja que le caracterizaba y estremecía en ocasiones a Predilecto-. Ten por seguro que lo haré. Y tú vendrás conmigo.
—No dudéis que yo siempre os acompañaré a donde vayáis -dijo Predilecto, sonriendo a su vez-. ¡Pero tiempo queda aún!...
Gudú trepó entonces hacia las almenas de la muralla, seguido por su hermano.
—¿Por qué son tan negras estas piedras, Predilecto? -preguntó.
—Mirad, Señor, aquellas tierras escarpadas, rodeadas de boscaje: de esas tierras oscuras proceden estas piedras.
—¿Qué hay allí?
—Allí -dijo Predilecto, a su pesar, pues era incapaz de engañar a su hermano-, habitan gentes miserables, que trabajan en las minas del Reino, y algunos carboneros. Les llaman las tierras de los Desdichados.
—¿Son útiles? -dijo Gudú, encaramándose a las almenas, y poniendo su mano sobre los ojos, para resguardarse del sol. -Lo son-dijo Predilecto, con voz dolorida y tono de contenida indignación-. Pero nadie quiere reconocerlo y darles una vida más desahogada y más digna. Señor, si un día reináis, como espero, no os olvidéis de ellos.
Gudú le miró a los ojos, y sonrió de forma un tanto misteriosa:
—Cierto que no, Predilecto -dijo-. No los olvidaré, si, como decís, resultan tan útiles.
Pero Predilecto no atinaba, o no deseaba descifrar, el verdadero sentido de aquellas palabras. Día a día, cada vez con más frecuencia, le desazonaban sus observaciones.
Desde aquel día, Gudú pidió muchas veces a Predilecto que le llevara al Castillo, que, entre ellos, comenzaron a llamar el Castillo Negro. El joven Rey saltaba ágil y peligrosamente de almena en almena, y profería gritos salvajes, esgrimiendo la pequeña espada de hierro que llevaba a la cintura -hasta el día de su coronación, según estaba establecido, no podría lucir la de su padre, cuyo puño tenía incrustadas cinco piedras preciosas, en memoria de sus mejores y más grandes batallas y de todos los más ricos países que había añadido al antiguo, pobre y salvaje territorio del Conde Olar.
—¿Por qué a medida que Olar se engrandece, crecen y aumentan las aguas del Lago? -preguntó un día Gudú a su Maestro. El anciano quedó paralizado de estupor. Ésta era una de las cosas descubiertas por él, mediante sus averiguaciones, aunque desconocía su origen. Precisamente andaba por aquellos días muy preocupado en descifrarlo. Como jamás dijera nada de esto al niño, ni a nadie, la pregunta del Rey lo dejo atónito:
—¿Cómo sabéis eso? -preguntó temeroso. Gudú se echó a reír:
—¿Lo sabéis o no?
—No, Señor -admitió el Hechicero, confuso-. La verdad es que no lo sé.
—Pues cuando lo hayáis averiguado, no dejéis de comunicármelo. Podría ser utilizado ese secreto, y con grandes ventajas, algún día -añadió pensativo.