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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (31 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Por supuesto -dijo la Reina, con un deje de amargura o resentimiento-. A la larga o a la corta, la esposa se anula a sí misma. Estamos de acuerdo, para eso no hay mejor receta que el matrimonio. Pero... ¿dónde está esa maravillosa criatura? No conozco a nadie que reúna esas condiciones. Y aunque las reuniera, los años pasan, y la que hoy es lozana, por mucho que se disfrace, mañana será vieja y perderá todo atractivo.

—Yo sé de alguien, querida niña -dijo el Trasgo-, que está a salvo de esas miserias. Claro que, por supuesto, no se da entre los de vuestra especie.

—Entonces, no sirve -dijo la Reina-. Un ser no carnal no atrae a la carne.

—Déjame hacer -dijo el Trasgo, con una risa demasiado olorosa a mosto, a juicio de sus dos amigos-. Déjame hacer: no debe ser carnal, pero sí puede tomar figura humana, si así conviene, aunque sea por corto tiempo. De corto tiempo se trata precisamente, ¿no? Tantas figuras humanas como desee, y de las más seductoras -hizo un gesto de condescendencia-. A juicio humano, por supuesto.

—Pues bien, sea como sea, tratad con esa criatura cuanto antes. -Aquí está el gran sacrificio de nuestro querido amigo -dijo el Hechicero con gran pena-. Le vamos a exponer a un encuentro que no le agrada en absoluto y que viene evitando durante todo el tiempo que se halla contaminado: debe ir en busca de Ondina, la que vive en el fondo del Lago. Y si bien con ella mantiene excelentes relaciones, no así con su abuela, la Vieja Dama. Y la Vieja Dama, Fuerza Alta y Purísima por excelencia, aborrece a los contaminados. Y para colmo de males, habita en las raíces del Agua, que tan sabiamente conduce.

—¿Al fondo del Lago? -se maravilló Ardid, ante tamaña revelación.

—No al fondo, afortunadamente -dijo el Trasgo, echando un trago para darse ánimos-. Si así fuera, nada podría hacer. Pero sí un poco más arriba, en la Gruta del Manantial. Y quiera mi suerte que no se le ocurra visitar a su nieta por sus húmedos caminos estando yo platicando con ella.

Dicho lo cual, bebió más que de costumbre, se embriagó de forma casi escandalosa, y su nariz tomó un tinte de tan vivo carmesí como no le habían apreciado nunca. Lo que, como es de suponer, llenó de zozobra a sus dos amigos.

Pero la decisión ya estaba tomada.

2

Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos flotantes color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y súss piernas se movían como las aletas de la carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios. Cualquier humano hubiera sentido una gran fascinación al contemplarla en todos sus pormenores -a excepción hecha de las orejas, que, como todas las de su especie, eran largas y puntiagudas en extremo, aunque de un tierno.color, entre sonrosado y oro.

A pesar de ser nieta de la Gran Dama del Lago, no poseía ni un ápice de su sabiduría, ni siquiera un granito de mínima inteligencia -como ocurre con frecuencia entre las ondinas-. Por contra, era de una tal dulzura y suavidad, y emanaba tal candor, que su profunda estupidez podía muy bien confundirse con el encanto y hechizo más conmovedores. Como toda ondina, era caprichosa en extremo, y su gran capricho era su Colección del Fondo, donde había cultivado con primor su jardín de los Verdes Intrincados. La colección de Ondina consistía en una ya nutrida exposición de muchachos, jóvenes y bellos, comprendidos entre los catorce y los veinticinco años. Le gustaban tanto, que a menudo arrastrábalos al fondo y allí les conservaba sonrosados e incólumes, gracias al zumo de la planta maraubina que crece cada tres mil años entre las raíces del agua. Pero se cansaba pronto de ellos, pues por más que los adornara con flores lacustres, y coronara sus cabezas con toda clase de resplandecientes piedrecitas, y acariciara sus cabellos, y besara sus fríos labios, ellos nada le decían ni hacían; de suerte que necesitaba siempre más y más muchachos para distraerse con la variedad.

A veces, aproximándose cautelosamente a las orillas del Lago, había visto cómo jóvenes parejas de campesinos se acariciaban y besaban mutuamente, y esto la llenaba de envidia. Así se lo había confesado en más de una ocasión a los trasgos, que, compadecidos, a veces, empujaban muchachos al fondo. Entre éstos se contaba el Trasgo del Sur, al que había confiado su caprichosa obsesión. «Eso es una tontería -le decían los trasgos-. Decídete a tomar por esposo a cualquier delfín de los que pululan por las costas del Sur y déjate de esos caprichos. Teniendo en cuenta tu juventud, puede perdonársete, pero anda con cuidado no se entere tu abuela: ella no tolera contaminaciones humanas, y sólo con ahogados puedes juguetear sin peligro.» «Así lo haré -decía ella entonces, compungida-. Prometo no olvidarlo.» Pero como era estúpida hasta los más remotos orígenes de su sustancia, no sólo lo olvidaba, sino que persistía en el peregrino deseo de recibir caricias y besos de hombre vivo. «Pero ¿para qué? -le preguntaba el Trasgo del Sur, que desde sus libaciones y dada su instalación en el Castillo, cuya zona Norte lamía las aguas del creciente Lago, mantenía grandes charlas con ella-. No veo la razón.» «Yo tampoco -respondía Ondina-. No veo la razón, pero así es.»

Y en éstas estaban cuando el Trasgo se acordó oportunamente de ella, de su cándida naturaleza y de su insensato capricho. Así eran las ondinas, se decía. Otra había conocido, en el Sur, encaprichada con los asnos, y otra también, más al Este, que tenía predilección por los soldados de barba roja. Todo podía esperarse de una ondina, menos cordura.

Esperó noche propicia -esto es, en creciente-, y horadando los entresijos de la tierra, abrió un pasadizo hasta el Manantial del Lago.

—Hacía tiempo que no venías, Trasgo del Sur -dijo Ondina, que le prefería, sin saberlo, por el tufillo humano que iba lentamente apoderándose de él-. Me gustará enseñarte el último que ha entrado. Me lo mandó el Trasgo de la Región Alamanita, y es muy hermoso. Aún no me he cansado de adornarle: mira, le puse caracolas en las orejas, ramitos de maraubina por todas partes, y aquí, esta perla que me regaló una ostra del Mar Drango. ¿Qué más puedo hacer ahora, para no aburrirme?

El Trasgo contempló pensativamente a un jovencito de cabello oscuro y tez dorada aunque con expresión de espanto, pues no había tenido tiempo de cerrar los ojos. Le pareció el colmo de la fealdad y ridiculez, pero calló sus opiniones, para bien conquistar a Ondina. Miró con recelo de un lado a otro, y al fin musitó:

—¿No esperas la visita de la Gran Dama, verdad?

—Oh no -dijo ella-. Está demasiado ocupada preparando el próximo deshielo. No ha visto los tres últimos, y aunque no le gustan demasiado, dice que si me contento con ahogados, nada tiene que reprocharme.

—Pues bien, he pensado mucho en ti, hermosura -dijo el Trasgo-. Y se me hace que alguna solución hallaremos, sin que incurras en enfados de tu maravillosa Abuela que Tanto Respeto me Inspira -pues para hablar de ella sólo podía utilizar palabras con mayúscula.

—¿De veras? -exclamó Ondina, con sumo interés-. Dime, Trasgo del Sur.

—La cosa es que te ofrezco una oportunidad: hemos encontrado un bebedizo que te permitirá tomar forma humana, por breve tiempo -a lo sumo diez días-, sin peligro de contaminación. Claro está que si prolongas esta forma humana un solo minuto más, tu contaminación se produciría, y de forma tan peligrosa que la cosa remedio no tendrá. Pero como eres caprichosilla, tengo para mí que más de dos días no te van a divertir los muchachos humanos, con los que podrás retozar a gusto durante ese tiempo. Y así, el peligro se alejará, con gran ventaja para ti: podrás beber el elixir cuantas veces quieras, y tomar, por diez días, la figura de mujer que te sea más útil (siempre que sea diferente entre sí)... Tengo para mí, que vas a disfrutar de lo lindo, y no te vas a aburrir lo que se dice nada, en varios siglos vista.

La Ondina dio dos volteretas en el agua. Era su máxima expresión de contento, ya que su boca sólo tenía un grado de sonrisa.

—¡Rápido! -gritó. Y la superficie del Lago se estremeció súbitamente, como bajo un vendaval-. ¡Rápido, dame ese bebedizo!

—Un momento, hermosura -dijo el Trasgo-. Siento decírtelo, pero todo tiene sus condiciones.

—Dime tus condiciones.

—Verás: en el transcurso de estas delicias, podrás disfrutar de las caricias, besos y cuanto te plazca de cuantos mozos tengas a bien. Pero... -y aquí, recalcó mucho sus palabras- siempre y cuando persistas, una vez tras otra, en atraer a cierto hombre, que si bien en su día será joven y tal vez hasta bello, con el tiempo se irá haciendo viejo y hasta feo o repulsivo. Sólo así, bajo ese solemne juramento, te daré el bebedizo.

—Bueno -dijo ella-, poco importa. Bien sabré consolarme con los otros, mientras la raza humana exista y produzca tales deliciosas criaturas -y señaló el jardín de Mancebos Ahogados.

—Bien. Voy a comunicar tu asentimiento a quien es pertinente -dijo el Trasgo. Y dejándola muy ilusionada, regresó por donde había venido.

La Reina Ardid quedó muy complacida al saber esto. Sin embargo, dijo:

—Querido mío, ¿estás seguro de que Ondina no se cansará de esperar el bebedizo prometido? Ten en cuenta que hasta que Gudú esté en edad de poder apreciar sus encantos, han de pasar bastantes años.

—Ay, querida niña -dijo el Trasgo-, ¿qué son unos cuantos años más o menos para quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada.

Y bebió con fruición, no exenta de temblores, un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones. Pues el temor que le inspiraba la Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid.

Decidióse que dado que el cumpleaños del pequeño Rey tendría lugar en breves días, éste sería el momento adecuado para efectuar en él las manipulaciones convenidas.

Gudú, por su parte, retozaba libremente por el Castillo sin traba alguna, bien ajeno a lo que con su persona se tramaba. Seguía a todas partes a su hermano Predilecto, y éste se cuidaba de él con tanta ternura y afecto, que la Reina Ardid se dio cuenta de ello. Cierto día le llamó aparte. Sentía una invencible simpatía por aquel muchachito, tan distinto a sus hermanos, y le dijo:

—Príncipe Predilecto, vengo observando que sientes una gran ternura por nuestro amado Rey y Señor.

—Así es -dijo el muchacho-. En verdad que es el único de todos mis hermanos por el que siento un auténtico cariño..., un lazo verdaderamente fraternal.

—Desde ahora -dijo la Reina-, te nombro su Protector y Guardián, pues no ignoras cuántos peligros acechan a mi hijo en este Castillo: pese a todas las hipócritas apariencias, no todo es aquí de la forma que parece.

Predilecto guardó silencio, pero la Reina no dejó de observar que una tristeza en verdad precoz para su edad llenaba los ojos del muchacho.

—Ven conmigo -añadió-. Quiero que, desde hoy, veas en mí la madre que no has conocido.

Así diciendo, le besó. Y por el vivo rubor con que el muchacho se cubrió, diose cuenta de cuánta felicidad habían despertado en él sus palabras. «He aquí -se dijo Ardid- alguien a quien no debo dominar por el miedo, ni por la fuerza ni por la codicia; he aquí a quien dominaré sólo por amor.» Y así pensando, le llevó a su cámara. Entonces abrió un pequeño cofre, donde solía guardar las pocas alhajas que le quedaban, y halló al fondo una piedrecilla que, años atrás -siendo niña-, había encontrado a la orilla del río. Era de color azul, lisa y alargada, y semejaba partida por una afilada hoja. Aquella piedrecilla había sido el único juguete de su austera infancia. En su centro se abría un pequeño orificio: a través de él había acercado un ojo para mirar el brillo del sol en el mar, hacía de esto muchos años. Tal vez por ello, la conservaba. Y aunque en ocasiones estuvo tentada de tirarla, sin saber por qué, allí permanecía. La tomó con gran solemnidad entre sus dedos, y le dijo:

—Hijo mío, esto, en apariencia tan simple, es una de mis más preciadas reliquias... A ti te la doy, para que la conserves en prueba y prenda de mi afecto y de este pacto.

Con una función y reverencia como ella jamás hubiera esperado, Predilecto tomó delicadamente la piedrecilla partida, y besándola, dijo:

—Gracias, Señora. Os juro por mi vida que no lo olvidaré. jamás esta piedra se apartará de mí, y respetaré este pacto hasta el fin de mis días.

Y dejando muda de perplejidad y cierto remordimiento a la Reina -bien que por poco tiempo-, el Príncipe Predilecto ensartó la piedra -por aquel orificio donde antaño Ardid mirara el mar- en una cadena de oro, regalo de su padre. Y para siempre la lució en el pecho, con el orgullo y amor que otros ponían en las más altas distinciones.

«En verdad -pensó Ardid, cuando el muchacho desapareció de su vista-, que es un muchacho candoroso. Será preciso conservar ese candor, cuantos años sea posible.» Y sin poderlo remediar, suspiró para sí: «Pobre Príncipe Predilecto».

Pero en seguida, preocupaciones más urgentes se llevaron este suspiro lejos de su corazón.

El día del cumpleaños de Gudú, la Reina lo llevó a su cámara, y sentándolo en un escabel, le dio a beber de una copa donde habían desleído adormidera en una dulce bebida de aguamiel y algunos misteriosos requisitos. Una vez dormido el niño, llamó al Trasgo y al Hechicero. Con toda suavidad lo tendieron en el suelo. Avivaron las llamas de la chimenea, y cuando el fuego tomó el color del atardecer sobre el Lago, el Hechicero pronunció sus palabras rituales. Después el Trasgo tomó con sumo cuidado la cabeza del niño, sopló en su frente y ésta se abrió con la dulzura y suavidad de una flor. Lo mismo hizo sobre su pecho, y cuando afloró el corazón, el Hechicero lo encerró, con gran habilidad, en una copa transparente y dura a un tiempo. La frente del niño ofrecía sueños de caballos, un gran sol burdo y rojo, entrechocar de espadas y un álamo mecido por la brisa. «Nada peligroso -dijo el Trasgo-. Dime, estamos a tiempo, ¿le quitamos algo más?: ¿inteligencia?..., ¿inocencia? ...» Súbitamente la Reina sintió un gran dolor, y tapándose los ojos con las manos, prorrumpió en llanto:

—Basta -dijo-, basta. Ya está bien.

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