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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (14 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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Al fin, sus ojitos de ardilla escrutaron por entre las cepas y dio con algo que, si a primera vista podía ser confundido con un manojo de sarmientos, no lo juzgó así su aguda mirada. Un hombrecillo muy menudo, del color cambiante de la tierra y las cepas, de piernas y brazos muy flacos, aparecía tendido en el suelo y se lamentaba, al parecer, con gran desolación. Bajo la espesa cabellera roja, que le cubría la cabeza como un gorro de piel, surgían dos largas y puntiagudas orejas. A todas luces aquella cabeza resultaba desproporcionada para su desmedrado cuerpecllo. Con ambas manos se cubría el rostro, y al parecer no había visto ni oído a la niña.

Ardid se agachó a mirarle de más cerca, muy intrigada. Durante un corto rato contempló al hombrecillo con gran curiosidad. Pero como éste no parecía darse cuenta de su presencia, decidió al fin rozarle suavemente la crespa pelambre con la punta de los dedos. Tenía un tacto parecido al de las hojas de otoño, rojas y crujientes. Al fin, se decidió a hablarle:

—¿Qué es lo que te aflige así?, ¿y quién eres y qué haces en este apartado lugar?

El hombrecillo dio un respingo tal, que-cosa jamás vista hasta aquel momento por la niña- saltó y se elevó en el aire muy por encima de su cabeza: y allí aún dio dos vueltas más, para al fin caer de nuevo al suelo con suavidad de pluma, de pie y sin daño alguno. Ardid notó entonces que aquel extraño ser la miraba con ojos desorbitados de pasmo, y sus ojos eran exactamente iguales a dos endrinas: negros pero con un fondo azul de río subterráneo.

En vista de que el hombrecillo nada decía, volvió a interrogarle aún dos veces más, hasta que, con una voz que seguía pareciéndose al viento entre las rendijas, dijo:

—¿Es posible que me veas?

—Tan claro como tú a mí. ¡No estoy ciega!

El hombrecillo redobló sus lamentos a la par que decía, mientras daba vueltas en torno a las cepas y las amenazaba con el puño:

—¡Vosotras tenéis la culpa, malditas! ¡Vosotras! ¡Era cierto lo que la Dama del Lago me avisó! ¡Ay de mí, que estoy contaminado de humano por vuestra culpa! ¡Ay de mí, que verdaderamente ahora compruebo cómo estoy contaminado!

Ardid, muy divertida, se sentó en el suelo. Intentó agarrar al hombrecillo cada vez que éste, en sus paseos, se aproximaba a ella. Pero según comprobó, resultaba imposible, pues aquel cuerpecito se escurría de entre sus dedos como si de agua o viento se tratase.

Cuando al fin cesó en sus gemidos y correrías, el extraño ser se situó frente a ella, escudriñándola, y dijo:

—¡Tienes ojos de ardilla! Dime quién eres, y acaso podré contarte algo de mí.

—No -contestó Ardid-. Yo te vi primero: por tanto, tú eres quien debe decir primero su nombre. Te he encontrado en mi viña y debes explicarme qué haces en ella.

—¡Ah, maldita criatura! ¿Con que ésta es tu viña, eh? -clamó él, verdaderamente exasperado-. ¡Entonces, dime qué has hecho en ella para que ni un solo racimo cuelgue de sus cepas! ¡Y si no haces que esos racimos vuelvan a brotar, te convertiré en sapo, escarabajo, murciélago o cualquier criatura despreciable!

Al oírle, los ojos de Ardid brillaron de alegría.

—¿No serás, por ventura, el Trasgo del Sur? -exclamó alborozada-. ¡Llevamos tanto tiempo llamándote sin éxito! ¡Casi no puedo creerlo!

—Pero ¿conoces mi existencia, maldita bruja? ¿Quién eres tú? ¿Alguna nieta de la Montaña acaso?... No tenía noticias de que las tuviera, y menos aún tan tiernas.

—Si me obedeces -dijo Ardid-, te contaré alguna cosa de mí. Pero si no lo haces, me iré, y no sabrás nunca cómo la viña puede volver a dar frutos. Según veo, te gusta demasiado lo que de ella se destila.

—¿Cómo lo sabes?

—Por tu nariz colorada -dijo Ardid-. Así se ponían las de mi padre y mis hermanos cuando abusaban del vino.

—¿Tan contaminado estoy? -insistió el Trasgo, enormemente entristecido y palpando la punta de su larga nariz-. ¡Es una gran desdicha, una verdadera desdicha!... Pero ya que no tiene remedio, dime, preciosa criatura, ¿conoces la fórmula para que broten nuevamente esos maravillosos y malignos frutos?

—Cierto -asintió Ardid-. Pero no lo haré, si no me acompañas junto a mi Maestro y prometes ayudarnos.

El Trasgo del Sur reflexionó. Al fin, con un suspiro que hizo estremecer toda la viña, dijo:

—Me resultas agradable: así que te acompaño. Pero si me engañas, tanto tú como tu Maestro os acordaréis de mí. Y sin una pizca de agradecimiento.

Seguida del Trasgo del Sur, Ardid emprendió gozosa el camino hacia el Torreón. Saltaban ambos sobre las piedras y, al parecer, en buena armonía, pues su charloteo sorprendió al Hechicero que, acalorado por el humo y la llama de sus cocciones, no se había apercibido del paso de las horas.

Era casi de noche y, asustado, se aprestó a asomar la cabeza al exterior. Así pudo contemplar, atónito, su llegada.

—¿Qué es esto?... -balbuceó. Pero casi en el acto comprendió que el visitante que conducía la niña no era otro que el tan anhelado y vanamente conjurado Trasgo sureño. El anciano cayó sentado al suelo, con la boca y ojos tan abiertos que, al verlo, Ardid no pudo evitar una alegre carcajada. El Trasgo la imitó: pero la risa del Trasgo era tan ronca y tan huidiza, que sólo el Hechicero comprendió que aquel raro sonido demostraba -por aquella vez al menos- un buen humor que alentaba los mejores augurios.

Antes de comenzar a hablar, el Hechicero y el Trasgo se miraron con gran detenimiento y un tanto de recelo. Al fin, el primero, si bien con un respeto muy grande, osó preguntar:

—¿Cómo es posible, mi buen Trasgo del Sur, que una niña haya podido conjurarte a su presencia, mientras que yo, dedicado tantos días a estos menesteres, no haya acertado todavía con la fórmula exacta?

—No te alarmes -dijo el Trasgo, encaramándose sobre la yacija donde solía dormir el viejo-. Todo tiene una, para mí, triste explicación.

Relató cómo le había hallado Ardid, entre las cepas; y cómo ella le había informado de lo que esperaban de él, y de cómo, a su vez, habían llegado a un acuerdo.

—Pero -añadió- le he advertido de que, si no lográis hacer de la viña un nuevo campo de hermosos racimos, os haré un daño tal, que me maldeciréis por el resto de vuestra humana y mísera vida.

—No te defraudaremos -se apresuró a informar el anciano-. La viña será de nuevo campo de racimos: aunque para esto habrás de aguardar al tiempo en que las hojas tomen el color de tus cabellos. Ahora, te ruego que sacies mi curiosidad: ¿no te vio la niña? Te juro que esta curiosidad no es vanamente humana, sino propia de un ser dedicado toda su vida a las adivinaciones y ciencias remotas, de manera que a menudo he llegado a tomar contacto con muy respetables, dignos y poderosos seres de tu..

—No serían muy poderosos, a juzgar por los que han acudido a tus llamadas -dijo el Trasgo, con voz doliente-. Pero si ésa es tu inquietud, no veo, dada mi desgracia, motivo para no iluminar un poco tu sed de sabiduría. Todos los de mi especie, las criaturas del Mundo del Subsuelo (esto es, gnomos, trasgos, silfos, elfos, ondinas, brujas y alguna especie de entre las hadas), dependemos de una gran Fuerza Mayor (de todo punto invulnerable) y tan remota que nos precede en siglos, como tu ciencia ha debido enseñarte...

—Así es -afirmó impaciente el Hechicero (pero tomando buena nota de las cosas, pues hasta la fecha ningún estudio le había aclarado estos asuntos tan específicamente, aunque se lo viniera barruntando)-. Te ruego que aligeres los preámbulos y llegues pronto al meollo del asunto.

—Pues bien, la Gran Fuerza que domina estos contornos, además de las criaturas submarinas, fluviales o lacustres, es la Dama del Lago.

—Del Lago de Olar, se entiende bien -dijo el anciano, que algo venía sospechando si hacía caso de las mil fantasías que entre campesinos circulaban respecto a aquel lugar.

—Tal como dices -asintió el Trasgo-. Ella me advirtió hace tiempo de que me librara mucho de la contaminación.

—¿Qué contaminación? -dijo la pequeña Ardid, que escuchaba con gran embeleso la conversación, mientras disponía las escudillas para la cena.

—Por supuesto, niña, hablo de la contaminación de los humanos: la mayor desgracia que a un ser de mi especie puede ocurrirle.

—¿Por qué?

-Esta niña es Trasgo.

Pero el Hechicero arguyó presuroso: raza ignorante, según veo -murmuró con recelo el

—¡No lo creas! Es de inteligencia tan rara y poco común, que supera once veces su edad (y aun contando al más inteligente a tales años). Lo único que ocurre es que por ser aún demasiado joven no la he iniciado en ciertos menesteres.

—Pues has de saber, jovencita -dijo el Trasgo-, que si por alguna causa, de las que luego especificaré, los de mi especie llegan a contaminarse de los humanos, a medida que esta contaminación va produciéndose y aumentando, su poder va disminuyendo. Y hay de algunos casos (bien quisiera no contarme entre ellos) en que ese poder acaba, por tal causa, desapareciendo de nuestro mundo. Y a medida que nuestro poder se apaga, se apaga también nuestra sustancia misma, hasta dar en simple ceniza que el viento esparce y llega a nada. Sólo si podemos detener la contaminación, y ésta es muy débil, como la mía ahora, podemos errar entre los humanos con bastante poder aún. Pero si la contaminación crece, al fin dependeremos tan sólo de la credulidad de las gentes o de la protección de algún sabio o inocente (como tú y tu Maestro me parecéis). Volviendo a mi historia, se da el caso de que la Vieja Dama del Lago me advirtió las dos causas más corrientes de contaminación para un Trasgo: una, el probar cierto elixir, producto de la malicia humana, que les convierte a ellos en seres casi como nosotros (aunque por corto tiempo) y es llamado vulgarmente vino. El otro (y de eso, casi todos nos salvamos), el amor hacia una de las feas criaturas humanas (a las que, sin deseo de ofenderos, pertenecéis). Así contaminados, sufrimos la amistad de los humanos y el desprecio de los de nuestra raza: todo ello, por supuesto, en el grado a que somos acreedores por nuestro uso o abuso de ambos venenos. Pues bien, cierto día (y debe disculpárseme de ello, porque al fin y al cabo, soy tan joven que apenas llego a los tres siglos) estaba yo horadando por aquí y por allá, en mis túneles del subsuelo. Me aburría un tanto y acerté a pinchar la raíz de una vid. Salió un juguillo de aspecto suntuoso que olí con verdadero deleite, y aunque procuré apartarlo de mi memoria, estuve durante algún tiempo tentado de asomar los ojos a la superficie, para conocer lo que de verdad había en todo ello. Entonces sólo tenía doscientos años; pero al acercarme a los trescientos, una tarde muy madura de sol, acerté a asomar la cabeza por entre una viña. Entonces, a una luz muy hermosa, ya que el sol se volvía encendido y dorado, brillaron ante mí unos frutos magníficos y que de inmediato me trajeron el olor de la sustancia prohibida. Había unos viñadores entre las vides y, como no podían verme, anduve entre ellos; los seguí y fui hasta sus casas y más tarde al lagar. Allí vi todas sus manipulaciones (aunque sabía que entraba en zona muy peligrosa, pues no debía mirar esas manipulaciones). Los hallé tan hermosos y alegres a todos, pisando frutos en un gran barreño de madera, que, poco a poco, sus narices afiladas y sus ojos tan relucientes los hacían casi semejantes a criaturas de mi especie. Por tanto, me senté al borde del barreño y aspiré con deleite aquellos humos, cuando, sin saber cómo, caí dentro. Y cuál sería mi sorpresa, que aquel zumo entróme por orejas, boca y ojos y, en suma, por el cuerpo entero; y todas mis raíces se empaparon de él hasta sentirme yo mismo como una vid. He de confesaros una cosa: bien sabéis que, a nuestro parecer, ningún encanto ofrecéis los humanos excepto si eso os ocurre: me refiero a cuando aparecéis sacudidos de alegría vinícola. Nosotros no conocemos ese especial estado, y sabido es que nunca hemos podido ni sabido reír. Ver a menudo la risa de las gentes había acuciado mi curiosidad, y hasta una cierta envidia; cuando he aquí que todo mi ser andaba sacudido por ese maldito y bullicioso sentimiento (del que tanto pesar me ha venido, al fin...). Estuve muy violentamente inundado de risa y elixir, hasta que los viñadores, confundiéndome con un manojo de ramitas encarnadas, me arrojaron fuera del lagar. Así me sorprendió la noche, con los vapores ya despejados y una gran pesadumbre en todo mi ser. Desde ese día (y como no aprecié ningún maligno síntoma de los predichos en mi sustancia), he ido probando a menudo el zumo prohibido. Es más, con mi pico de diamante he horadado viñas y viñas en busca de racimos, y las llevé hasta las entrañas de mi escondido río. Como ya tenía visto la forma en que ellos los manipulaban, me costó poco trabajo (dada mi superior habilidad para extraer zumos de las cosas más secas) fabricar y llenar de vino muchos recipientes, y guardarlos. De ellos he venido libando y sintiéndome tan regocijado y feliz como nunca creí se pudiera ser. Hasta que hoy, habiéndoseme terminado la última gota, he ascendido a la viña y la he visto pelada, seca y desolada en extremo. En estas lamentaciones me hallaba (pues no podía intentar mediante conjuro renacer el fruto, ya que tal cosa hubiera acarreado mi repentina desaparición), cuando esta niña ha oído mi voz y ha percibido mi ser. ¡Con ello he comprendido -y un largo suspiro del Trasgo hizo temblar las agonizantes llamas del fuego, que por escucharle, Ardid dejaba apagar- que la Dama Vieja del Lago tenía razón! Mi poder empieza a declinar: pues si hasta este momento, los ojos humanos muy raramente atinaban a vislumbrarme durante mis agudas libaciones (y aun así, solían confundirme con hojas de otoño, con sarmiento o ráfagas de viento), esta niña ha podido apreciar y distinguir muy claramente toda mi sustancia. Por tanto, mi dolor no puede ser explicado en su profundidad: no lo entenderíais.

—Mucho te comprendo -dijo el Hechicero, moviendo la cabeza-. Pero me extraña que un ser como tú haya caído en semejante aberración. Humano soy, para mi mal, y aunque, en sentido contrario a ti, algo contaminado de vuestra sustancia (el estudio y la fe son nuestros vehículos de contaminación), jamás me tentó el abuso de ese licor que, no obstante, vi libar con abundancia en todas partes, tanto a míseros como a poderosos. El estudio de la humana flaqueza y la contemplación de los desastres producidos por ese elixir (aunque al ver su alegría lo creas sublimación), me ha advertido de tal forma de sus peligros, que ahuyento de mí toda tentación en semejante sentido. Y aunque, de tanto en tanto, lo he probado en algún banquete o como reanimador de extrema necesidad, no me ha seducido especialmente: pues aprecié cómo entorpece las ideas, el tesón y el estudio, cosas que estimo más que a mi propia vida.

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