Authors: Ana María Matute
—Bestia -decía una de aquellas voces, si bien en voz baja y silbante-. Bestia inmunda: acabaré contigo y te despedazaré, y tus pingajos serán devorados por los buitres. Pero atino que serías un bocado demasiado dañino, incluso para ellos. Mejor sería convertirte en cenizas: pero vivo, quiero verte arder vivo, lentamente...
Y aquella sarta de malos deseos se quebró en un conocido sonido: el entrechocar de armas. Alzó la cabeza y, con gran estupor, comprobó que dos ancianas mendigas, de aspecto muy lastimoso, esgrimían sendas espadas y se atacaban con saña ejemplar -como si se hubiera tratado de Cachorros de Gudú.
La feroz y sanguinaria pelea duró hasta que una de las dos mendigas logró desarmar a su contrincante: la espada contraria voló por los aires y vino a caer tan cerca de donde él se hallaba, que a punto estuvo de clavársele en el hombro. Lisio se apoderó de ella, mientras con un mal reprimido grito, semejante a silbido de víbora, y dispuesta a degollarla como a un puerco, la mendiga vencedora se lanzaba sobre la que, caída en el suelo, se tapaba ominosamente la cabeza, como despidiéndose de este mundo para siempre. Sin embargo, y antes de que tal cosa ocurriera, la atacante resbaló en el barro y vino a caer junto a su víctima. Entonces, la que tan resignadamente se despedía de la miseria humana, cobró ímpetu y, con una risita baja y siniestra -que recordó a Lisio otra risa odiada y conocida-, se lanzó sobre su compañera: ambas rodaron entonces entre el cieno, distribuyendo aquí y allá golpes y puñetazos. La fuerza, el ánimo -o tal vez las rencillas-parecieron mitigarse entre ellas; y a medida que los golpes languidecían, parecieron calmarse. Quedaron, al fin, en el suelo y a cuatro patas, una frente a otra, como dos fatigados animales. Brusca y sorprendentemente decidieron dar por terminadas sus cuestiones y, sacudiéndose como mejor pudieron el barro que las cubría, se sentaron entre los juncos e intentaron localizar las zonas de su cuerpo más magulladas. Desciñéronse de sus harapos, y Lisio comprobó con sorpresa que no se trataba de mujeres, sino de un par de larguiruchos, amarillentos y feos cuerpos varoniles. La espada de la última -o último- había caído un tanto lejos de donde él se hallaba. Pero aun así, se deslizó suavemente a sus espaldas y logró apoderarse de ella. La guardó en su cinto, junto a la suya propia, y se dispuso a aguardar los acontecimientos.
Una vez comprobadas sus magulladuras, los estrafalarios personajes dedicáronse a cubrirlas amorosamente con cieno y yerbas: tal como solían hacer los soldados o los luchadores heridos. Y a poco, se inició entre ellos esta apacible conversación:
—Hermano, creo que, considerando la confianza con que ya nos movemos por este lugar, hora sería de entablar conversación con los Desdichados y prender la primera esperanza, junto a la primera rebeldía.
—No sé, no sé -dijo el otro, frotándose una rodilla que comenzaba a hincharse-. Si tuviera que fiarme de ti, hace tiempo penderíamos los dos de una cuerda. ¿Qué hubiera sido de nosotros si hubiéramos llevado a cabo el plan anterior? Recuerda cómo por puro milagro o azar no lo pusimos en práctica, y cómo comprobamos con nuestros propios ojos la grosera armazón de todo lo proyectado, cuando...
Y así, frase por aquí, comentario por allá, Lisio llegó a comprender, aunque someramente, tan enrevesadas cuestiones. Aunque no llegó a calibrar la forma en que pretendían llevarlas a cabo, lo cierto es que estaban guiados por una sola intención: soliviantar a los sometidos Desdichados contra los soldados -según ellos, relajados en extremo- y organizar una revuelta contra el Rey Gudú. A todas luces, aquellas intenciones coincidían con sus propios deseos.
Su primer impulso fue unirse a ellos, con gozosa y feroz alegría. Pero la experiencia de tantas amarguras pasadas y los desengaños que sufriera durante su corta vida, le aconsejaron prudencia y reflexión. Algo había en aquellos semblantes y aquellos comentarios que no despertaba su confianza. Debía ser cauto, pensó, antes de darse a conocer y unir las mutuas ansias de venganza.
Les vio entonces sentarse, muy juntos, y se les acercó, sigiloso, por detrás. Llevaba ahora una espada en cada mano, y estaba dispuesto a luchar con ambos brazos, para lo que había sido adiestrado y era particular gloria y orgullo tanto de los Cachorros como de Yahek y del mismo Gudú. Tan silenciosa como cautelosamente se había deslizado hasta el momento, avanzó hacia las dos escuálidas espaldas. Con delicadeza, pero sin que ofreciera dudas sobre sus intenciones, apoyó la punta de sus espadas en ambas nucas, y en voz tan baja como ellos hablaban, y tan roncamente como ellos, murmuró:
—No os mováis, o seréis degollados como cerdos aquí mismo.
Tan sólo por el convulso temblor de aquellas nucas, abundantemente pobladas de rojiza maraña, podía sospecharse que ambos aún vivían. Lisio pensó que ambos estaban, o muy famélicos, o muy asustados. Así que creyó oportuno añadir:
—Volveos, y no hagáis nada que pueda demostrar aviesas intenciones, pues tan raudo soy con la espada como con la vista. Lentamente, dieron ambos la vuelta a su pescuezo.
—¿Qué pretendéis, noble señor? -murmuró al fin uno de ellos, tan quedamente que Lisio más adivinó que llegó a oír sus palabras.
—Nada malo, si os portáis bien -Lisio sentía cómo iba cimentándose su fugaz esperanza-. Y si es cierto lo que no ha mucho oí de vuestros labios, tal vez no sólo conservéis la vida, sino también la esperanza de conseguir lo que, creo entender, es vuestro deseo.
—¿Qué oísteis, nobilísima criatura? -murmuró el otro, por cuyos temblorosos labios surgía la voz como un tenue silbido de agua hirviendo en cazuela rota-. No..., no sé a qué podéis referiros...
Pero así como la esperanza de cumplir su venganza iba consolidándose en Lisio, también iban recuperando su maligna cautela los gemelos Bancio y Cancio. Aunque tildaban de noble señor aquella inesperada y aterradora aparición, ni su aspecto ni sus andrajosas ropas revelaban noble cuna. Un rayo de esperanza se abría paso entre el pánico que les atenazaba.
—Habéis hablado de una revuelta, de una conspiración que llevará a todos los Desdichados hasta las puertas de Olar: y una vez allí, acabar con la vida de tan mal Rey como mal hombre es Gudú el Odiado.
Una débil sonrisa curvó la boca de ambos gemelos. -Así... es -dijo al fin Bancio.
—Cierto... -musitó Cancio.
—Pues bien -añadió Lisio-. Decid quiénes sois y por qué estáis aquí: por vuestras ropas no parecéis lo más florido de la nobleza, y si vuestras palabras corresponden a vuestras verdaderas intenciones, habéis encontrado en mi persona más bien aliado que verdugo. Tened por seguro que por muchas ofensas que hayáis recibido de Gudú, y por mucho que deseéis su muerte y las dulzuras de la venganza, nadie vive que haya más razones que las que anidan en mí para desear lo mismo que vosotros. Tenedlo presente: soy más joven, más fuerte y sin duda alguna más ladino que vosotros juntos: guardaos bien de engañarme, porque en tal caso no llegaríais al anochecer con la cabeza sobre los hombros.
Dicho lo cual, tan fuerte sentía y oía el latido de su corazón, que por momentos temió se grabara en el mismo aire que los tres respiraban. Al fin de su discurso, Bancio levantó los brazos, mientras gritaba:
—¡Hermanito!
Casi al mismo tiempo, Cancio prorrumpía en sollozos. -¡Hermanito! -repetían a dúo. Y repetían tan dulce como poco apropiada palabra. Pertenecer a la familia de aquellas criaturas, pensó vagamente Lisio, no parecía creíble.
A poco que él bajó las espadas, Bancio manifestó:
—Somos tan desdichados como el más desdichado de los que sufren ahí dentro... y en todo te ayudaremos, tan sólo nos des aliento para demostrártelo. Pues si odias a Gudú, ¿cómo no le odiaremos nosotros si ante nuestros ojos tuvo como alegre pasatiempo no sólo colgar a nuestros abuelos, padre y tres indefensos hermanos, sino que antes osó encadenar, atropellar y vejar a nuestra madre... para matarla después?
Bancio siempre fue el más imaginativo de los Soeces.
—¿Y cómo escapasteis vosotros? -se extrañó Lisio-. No tengo al Rey por hombre compasivo.
La larga parrafada de su hermano gemelo impulsó a Cancio, y de inmediato surgió la continuación, tal como tenían por costumbre: cuando la voz del primero se agotaba de inventiva, la del segundo reanudaba la tal historia; y cuando ésta, a su vez, se iba extinguiendo, la primera se reanudaba en el punto exacto de la narración.
—Porque, para nuestra desdicha (ojalá hubiéramos sido torpes e inhábiles como rucios), bien conocida era nuestra pericia en la dura tarea de las minas: y a fuer de mineros, somos orfebres. Y tan singulares y refinados, que el más innoble pedrusco parecería zafiro en nuestras manos.
Y así se prolongó la historia, hasta llegado un punto en que Lisio se sintió confuso y embotado. Estaba muy débil y fatigado, y aunque estimó que alguna exageración había en aquel lamentable relato familiar, no dudó en que ésas y aún peores cosas haría Gudú si lo creyera oportuno. Dijéronle los dos hermanos que habían llegado a inspirar tal confianza en sus guardianes, que habían logrado escapar vistiendo ropas de mendigas. En la esperanza de rescatar, junto a sus compañeros de lágrimas y penas, al menor de sus desdichados hermanos que, niño aún, fue allí conducido y consumíase, como débil llama, en la oscuridad de los horrores, el hambre y la depauperación.
—También tengo yo ahí a mi hermana, si no ha muerto -confesó Lisio, con ira y dolor-. El mismo deseo y causas parecidas nos han venido a unir. Escondámonos entre la maleza y meditemos sobre lo que mejor nos conviene: yo he sido adiestrado en la lucha, y os juro que si es verdad cuanto me habéis dicho, llegará a nuestras gentes con nosotros el primer mensaje de esperanza y rebeldía.
Guardó las espadas -que aún no juzgó prudente devolver a los hermanos- y contempló cómo de nuevo se convertían en horrendas mendigas. Permanecieron así unidos -para mal del valeroso pero inocente Lisio- en aquella empresa que por motivaciones tan distintas les conducía a un mismo fin.
Al menos en una cosa no habían mentido los gemelos. Lo mejor del ejército de Gudú no estaba en los Desfiladeros. Pues, si bien tanto los gemelos como Lisio -y esto fue fatal para ellos ignoraban la nutrida hueste que tras el desfiladero mantenía los límites de la nueva tierra ganada estepa adentro, lo mejor de sus soldados estaba allí, y la otra mitad, no menos escogida, permanecía con él en la Corte Negra.
Los soldados que en la región guardaban a tan famélicas y peligrosas criaturas, como eran los Desdichados, no sólo eran los más débiles, viejos e inhábiles, sino que, debido a la escasa preocupación que tan míseros cautivos ofrecían, se habían relajado en disciplina y cautela. Y añadíase a esto que no atinaron a valorar el hecho de que, la mayor parte de aquellos hombres no eran verdaderos soldados de corazón, vocación y deseo, sino simples campesinos, obligados por el terror y la violencia del Rey a asumir tal profesión, que estaba muy lejos de sus verdaderas apetencias. La desgracia personal, el tiempo y la dureza de la vida les habían vuelto casi insensibles, incluso a sus recuerdos. Por tal causa, habían perdido todo vestigio de familia, hogar y techo. Y, así, arrastraban una vida que, aunque cubría sus necesidades físicas como jamás lo había hecho su anterior existencia, en muchos corazones latía aún la confusa nostalgia de un tiempo en que alguien les reconocía como hijos, padres o hermanos. Y aquélla era el arma más poderosa -aunque aún ignorada- de que, en tan arriesgada empresa, dispondrían.
Y aunque, como dijera su abuelo, el invierno no era la estación más propicia para llevar a cabo sus sueños de libertad y justicia, en invierno tuvieron que ser realizadas. Y aquella circunstancia -en verdad contraria- fue tan poderosa y opuesta a sus esperanzas como benigna y poderosa fuera otra.
En tanto que en Olar los días se sucedían cada vez más fríos y oscuros, más frío y oscuro era el vacío donde el corazón de Almíbar naufragaba. Día tras día, noche tras noche, la indiferencia cruel y alguna que otra vaga alusión salida de los adorados labios de Ardid, iban como alejándole del mundo, es decir, de la felicidad, que era su mundo.
Y llegó un día en que tan desdichado y abandonado se sintió que fue a refugiarse en la soledad de su cámara. Y raramente salía de ella, pues únicamente a solas reverdecía en su mente la imagen de una Ardid sonriente, tierna y dulce: una niña sabia, de siete años, que le arrebató el corazón. Y él debía parecerle bello entonces, en vez de un desdichado mamarrracho, o un importuno majadero. Su retiro coincidió con aquel día en que ella, impaciente, le dijo: «¿Por qué, en vez de importunarme con caricias que ya no son propias de nuestra edad, no os dais cuenta de lo inapropiados que resultan esas ridículas ropas y colorines con que os cubrís? ¡Desterrad para siempre esos risibles rizos, que a fuer de falsos, se aperciben en extremo inadecuados para quien bordea la ancianidad... si no ha dado ya el primer paso hacia ella!», «¡Oh, niña querida! -le había respondido él-. ¿Cómo dices tales cosas, si sabes cuánto vigor y pasión aún conservo para vos, y qué total entrega de ello os hice y juré mantener para siempre?» «Ni soy niña ni sois niño, excepto en la cortedad de vuestras opiniones -respondió la irritada Ardid-. Conque guardad para el dulce recuerdo tales cosas. En el presente, somos maduras y muy atropelladas criaturas, y me parece grotesco que penséis así.»
La indignación que tales palabras causaron al anciano Hechicero, y al mismo Trasgo, les obligó a clamar a dúo: «¿Cómo puedes decir semejantes cosas a tan noble y buen amigo? ¡Oh!, ¿cómo puedes decir semejantes cosas? ...». Hasta el momento, su frialdad y despego hacia Almíbar había despertado silencios de reprobación en el anciano Maestro y ausencias muy prolongadas del Trasgo -que no quería presenciar tales cosas-, pero en aquel momento pareció colmarse su discreción: el Trasgo asomó su cabeza estremecida de horror por el hueco de la chimenea -que poco visitaba últimamente-, y el anciano se incorporó de su duermevela. A dúo, lanzaron las mismas exclamaciones de reproche y pesar.
Entonces, Ardid reconoció la dureza de sus palabras y, presa de remordimiento, se apresuró a acariciar la cabeza de su viejo y fiel amante. Dulcificó el tono, aunque el falso acento de sus palabras y el contacto no menos falso de su mano no podían engañar su sensibilidad, que era la sustancia misma del hijo del Hada, Almíbar. Añadió Ardid, entonces: «Querido mío, no toméis estas palabras en todo su aparente rigor: pues si bien hay algo de verdad en ellas (el tiempo, ¿sabéis?, se desliza inflexible para todos), no es totalmente exacto lo que os dije... no me anima ningún desvío hacia vos, a quien sabéis amo de veras. Pero daos cuenta de que muchas son mis preocupaciones, y estoy fatigada a fuerza de contener los insensatos impulsos de Gudulina, que (si yo no lo remediara) galoparía hacia la Corte Negra en busca de Gudú: sin apercibirse de lo que tal acción podría acarrear, tanto a ella como a todos nosotros... Ea, hermoso mío, recomponed esa dulce sonrisa que tanto adoro, y olvidad mis palabras... en parte».