Authors: Ana María Matute
El Barón Ramo sostenía la ropa de su Señor y Rey. Ramo ejercía en el Palacio las funciones de Senescal. Era un hombre taciturno y enjuto, al que casi nunca se oyó hablar. Ahora era viejo, pero en tiempos fue un gran soldado, muy leal a Volodioso. Fue de gran ayuda en la primera revuelta contra Sikrosio, y estuvo siempre a su lado: en las luchas contra los jinetes de la estepa, en las campañas del Sur. Ahora, le faltaba un ojo y tenía la barbilla hendida por una cicatriz violácea que le impedía lucir barba. Volodioso le distinguía con su rara intimidad.
Contrariamente a su padre, Volodioso procuraba huir lo más posible de la promiscuidad. Todos sabían que los silencios y la soledad del Rey eran tan sagrados como sus decisiones y mandatos. Sin embargo, nadie hubiera podido asegurar que Volodioso sentía afecto por el Barón Ranio, o si ponía su confianza en él. Estos sentimientos en Volodioso fueron siempre un misterio. Ni tan siquiera el Conde Tuso, su Consejero Real, podía vanagloriarse de gozar de ellos -y su astuta prudencia le guardaba muy bien de hacerlo-. Sólo el medio-hermano del Rey, el Príncipe Almíbar, tendría sólidos motivos para jactarse de su absoluta confianza, pero ni lo hacía ni se aprovechaba de ello, ni tal vez se apercibía enteramente de la magnitud de tal honor.
El Rey Volodioso se frotó los ojos y hundió la cabeza en el agua; a su contacto, se estremeció, como si se tratara de hielo o nieve. Aunque se moriría sin confesarlo, no sólo el frío había entrado en su ser, sino que otro fenómeno le turbaba más aún: ante sus ojos los objetos se hacían más borrosos cada día. Intentó ahuyentar con otros pensamientos la amarga sensación que estos descubrimientos le despertaban. «Olar es un hermoso nombre: no sólo es el de esta ciudad y este Reino, no sólo el de mi estirpe. Es el nombre de mi gran razón.»
De improviso, en el redondo caparazón del recipiente, del agua misma, parecía brotar un rostro: al fondo de un negro y reluciente Reino, flotaba su propia cabeza decapitada. El terror paralizó un instante los movimientos del Rey. Luego, de un brusco manotazo, derribó la jofaina, que rodó con estrépito. El resplandor del fuego arrancaba chispas rojizas de su pulido cobre y el agua se desparramó sobre las pieles de Hukjo, que parecieron beberla con sed. Volodioso se sentía zozobrar en una suerte de remoto asombro, tan remoto como el oscuro origen de la vida, ante el fantasma de su propia decapitación. «No tengo miedo. Sólo he visto el rostro de un anciano a quien no conozco.» Pero no era un anciano. «La ancianidad -solía decirse él a menudo- no es compatible con los hombres de mi raza.» Se vistió, deprisa, evitando que Ramo viera el temblor de sus manos.
Ahora, en tiempos de paz, practicaba la caza con asiduidad un tanto obsesiva, y el otoño era la época más propicia para ir al jabalí. No había batalla alguna que ganar, nadie de quien defenderse, no se ofrecía otra presa más tentadora que atrapar. La caza del jabalí iniciaba también aquella madrugada, y este pensamiento devolvió el sosiego y el buen ánimo a su espíritu. No volvería a mirar el fondo del agua, pensó. Podría ocurrir que, de improviso, surgieran espectros de viejos reyes, o quizá de algún marchito, o tal vez perdido sueño. Deseó encararse a las cabezas esculpidas en su cabecera y preguntarles si un gran Rey -o un viejo Rey- puede sufrir alucinaciones o agoreros presagios. Pero no estaba solo, ya habían descorrido los gruesos tapices y a través de la ventana llegaba el cautivador susurro de la madrugada.
Una vez más se iniciaba, con el nuevo día, la cacería real. El aire traía mezclados olores desde los cercanos bosques. En el patio aguardaban los caballeros y las damas convocadas, y alguno de sus hijos.
En aquel momento Volodioso oyó el ladrido impaciente de los perros, y sonrió. Aún podía -se dijo- lanzar muy lejos la jabalina, sin errar el blanco. Pero no sabía que para nadie resultaba un secreto la creciente cortedad de su vista. Los aduladores cortesanos ponían los blancos tan cerca de sus narices, que ciego debería estar para no alcanzarlos. Aparte de esta debilidad, las fuerzas no le habían abandonado, hasta el punto de que en la Corte tres mujeres gozaban de sus favores, mucho más repetidamente de lo que su edad y venerables canas hacían presumir.
El paso del tiempo, no obstante, se acusa para todos de uno u otro modo, y había en él algo mucho más indicativo de ese paso, que el frío o la ceguera. Algo que a todas luces anunciaba su declive. Y quizás era su amor, su ternura -ciertamente insólita- hacia uno de sus hijos: el Príncipe Predilecto.
Como los otros cuatro príncipes -los hermanos Soeces-, Predilecto era hijo bastardo. Y aunque el Rey tenía uno legítimo -que en aquellos días apenas llegaba a los seis años-, este niño era tan despreciado e ignorado por él, a causa de la aversión que la Reina le inspiraba, que, en la mañana que nos ocupa, Volodioso aún no había decidido quién de entre sus hijos debía sucederle en el trono. La ley de sucesión aún no había sido decretada en Olar, y Volodioso -que gustaba imaginar a la muerte agazapada en un recodo aún muy lejano de su camino- dejaba siempre este detalle para última hora. Tenía para ello muchas y explicables razones, y era causa para él de muchas dudas.
Cuando bajó la escalera que llevaba al patio arrastrando su manto rojo -del que ahora, cosa extraña en él, casi nunca se desprendía- entre la doble fila de pajes con antorchas encendidas, nadie, ni sus más adictos cortesanos ni sus hijos, sospechaban que veían descender por última vez al Rey.
En el patio piafaban los caballos, y el ladrido de la jauría se perdía hacia los bosques. Aún el cielo no había logrado desprenderse enteramente de la noche y todavía alguna estrella asomaba tímidamente entre el viento. Los que solían acompañarle en estas cacerías no eran numerosos, pero sí muy elegidos. Jamás faltaba su Real Consejero.
Si bien anciano y con paso lento, no era corriente, ni en los más grandes monarcas, su imponente majestad. Entre la doble hilera de antorchas, bajo las últimas estrellas, contempló a sus hijos, y algo como un frío resplandor le llenó el pecho. Se dijo entonces que dejaría zanjado en muy breves días, y para siempre, el dilema aún sin veredicto de su sucesión. Y con este pensamiento entre las cejas, oyó la llamada de los cuernos de caza y los impacientes ladridos de los perros. Bajóse el puente sobre el foso y la comitiva de Volodioso partió para su última cacería -con semejante Rey, al menos.
Como bien demostró a lo largo de su vida, Volodioso era muy aficionado a las bebidas espirituosas, y como esta afición se le agudizara con los años -especialmente con el raro frío que llegó a sus huesos en aquel otoño-, el preciado mosto le acompañaba allí donde fuere y, naturalmente, también en las cacerías.
El jabalí -animal que abundaba en los bosques de Olar- era capturado según la astucia y medios de que cada uno disponía. Pero cosa muy distinta era la cacería real. Especialmente en los últimos años, requería grandes preparativos y artimañas. Aunque él lo ignorara, todos sabían -como quedó dicho- que el anciano Volodioso andaba muy flojo de la vista. Por tanto, habían llegado a la siguiente solución: se conducía al Rey hasta un lugar denominado el Puesto Real. Este puesto había sido antes muy estudiado por los cazadores y los sirvientes expertos en el oficio, y era desde donde mejor -y con más seguridad- podía considerarse infalible el blanco. Generalmente situado en alto, el Puesto Real dominaba un estrecho pasadizo hábilmente practicado, y hacia el cual, ojeadores, sirvientes, campesinos y toda clase de gentes diestras en tales artes, conducían -de grado o por fuerza- la perseguida y preciada bestia. Y cuando la tal bestia entraba en aquella zona de modo que el caduco ojo del Rey lograba localizarla, Volodioso, ignorante de tales engaños, lanzaba prestamente la jabalina. Y entonces, herido o muerto, el animal rodaba ante aplausos y murmuraciones de admirativa sorpresa por parte de quienes le acompañaban.
Sólo Predilecto permanecía mudo y pálido de secreta humillación y pesar ante tales escenas. A menudo se mordía los labios, y sus ojos acechaban, prestos a adivinar y atajar cualquier añagaza que pudiera dar al traste con tan bien planeada estupidez, sólo por si de tales cosas resultara dañado el padre que, en su cándida intimidad, amaba, pero a quien, aun sin confesárselo, admiraba cada día un poco menos.
El Rey se instaló aquella madrugada en su puesto de espera habitual, sentándose sobre mullido almohadón aun entre ramajes. Tras él, en sillitas más o menos lujosas -según su alcurnia, riqueza o vanidad lo permitían-, se instalaban Consejero, nobles cortesanos, caballeros y damas. Más allá, convenientemente esparcidos, soldados, cazadores y sirvientes, amén de un par de jóvenes coperos que se ocupaban de llenar el vaso del Rey y cuidar de los odres que, a lomos de un borriquillo, contenían el preciado líquido.
Salvo raras ocasiones, las damas solían aburrirse, por el obligado silencio. Enjugaban en sienes y puños un fingido o auténtico sudor de miedo, y, veladamente, despellejaban, descuartizaban y maceraban a cuantos alcanzaba su lengua. Pocas entre ellas amaban en verdad la caza, y no por ello desplegaban menos ostentación de espuelas de plata, carcaj de marfil finamente tallado u otras cinegéticas fruslerías. Halcones ornados de collares y piedras se erguían en sus puños. Y así, pertrechadas de forma más o menos pintoresca, todas y cada una de ellas aprestaban sus flechas o jabalinas, según tuvieran por mejor arma o se creyeran más diestras en ella.
No les iban a la zaga los caballeros, aunque con mayor rigor y celo. Un muchachito de raza negra, regalo de la Reina Leonia -hábil y misteriosa mujer, soberana y mercader, de turbia historia, pero muy respetada, y quizás admirada, por Volodioso-, retenía a dos fieles lebreles que, con ojos rebosantes de desengaño, contemplaban todo aquel ajetreo. Frotábanse uno a otro con la cabeza, y murmuraban misteriosamente en su lengua. En ocasiones emitían un ladrido que en realidad sólo significaba gentil cumplido o prurito de lo que consideraban deber; si bien su mirada reflejaba fatigada ironía. Cuando se fijaban en su Rey, a quien durante largos años acompañaran en más severos tiempos, sus pupilas rebullían discretamente, y si se detenían en Predilecto, el amarillo pálido de sus iris dorábase como miel. Por lo demás, y en tanto el sol avanzaba en el cielo, ambos canes dormitaban; y si abrían un ojo, entre bostezos, y este ojo recorría el resto de los que al Rey acompañaban, inundábase de tal hastío, que presto se cerraba; tal vez para regresar a la visión de otros tiempos que, a juzgar por el nostálgico runruneo de sus sueños, consideraba más dignos de contemplar que la realidad circundante.
Hacía rato que el sol lucía sin rebozo -aunque al Rey, acurrucado en su manto y pieles, se le antojaba que ningún calor emanaba de él-, y disponíase Volodioso a llevar por vez incontable la copa a sus labios, cuando un vigilante apostado al efecto emitió la señal convenida que remedaba, de forma totalmente falsa dado lo inapropiado de la estación, el cloqueo de la perdiz. Esto indicaba al Rey y a sus acompañantes que el malhadado jabalí, sañudamente azuzado por zapadores, ojeadores y demás sirvientes, había decidido, de una vez, tomar el camino destinado a situarlo en el lugar propicio donde podría recibir digna muerte -ya que de real mano venía-. No obstante, tan alto honor no era siempre apreciado por aquellas bestias, pues a menudo no mostrábanse partidarias de tomar la bien estudiada ruta que, a palos, pedradas y con lo que mejor apañaban y podían, instábanles a seguir los sudorosos y desgraciados ojeadores: villanos, campesinos y demás ralea recolectada para tales ocasiones.
Aun a despecho del acoso de los perros, el jabalí opinaba a menudo de distinta manera respecto a los planes adoptados para tal efecto. Y entonces, la jornada de caza, si bien reputada como apasionante, sana y excitantemente placentera para los cazadores de la colina real, no resultaba así para los encargados -a menudo sin previa consulta- de convencer al animal de su correcto destino. De todas formas -acosado y exhausto-, a la larga o a la corta, el jabalí solía emprender al fin el camino de la muerte. Sólo entonces descansaban los forzados y poco entusiastas ojeadores: incluso llegaban a abrazarse y, de pura alegría, lloraban juntos, ya que -por aquella jornada, al menos- todas sus fatigas finalizaban. Más de uno entre ellos -únicamente armados con piedras, horcas y palos, y con frecuencia descalzos- salió mal parado de tal empresa: si no por los colmillos del molestado e iracundo jabalí, estaba prohibido, bajo ninguna excusa, darle por su mano muerte, sí por la impaciencia o el mal humor del augusto cazador del altozano.
Apenas se amortiguó la algarabía de los ojeadores -que tan peregrina idea evidenciaban del cloqueo de la perdiz-, se pudo comprobar que el jabalí en cuestión -una bestia grande y negra que por aquellos parajes usufructuaba prestigio y vejez paralelos a los del Rey-, al igual que Volodioso, era animal de gran valor y baqueteada experiencia. Sin gran esfuerzo, imbuido de una suerte de fatídica aceptación -también los reyes del bosque sienten el peso o hastío de un reinado demasiado largo, el desprecio por un mundo que ya no desean o no tienen fuerza para defender-, el Rey del Bosque tomó aquella mañana, de buen grado, la ruta maldita. Y ya empezaban a abrazarse algunos esperanzados ojeadores, cuando un grito desgarrador -en verdad varios gritos, aunque amalgamados en gutural y estrepitoso sonido de muchas gargantas- detuvo las efusiones de aquellos infelices.
El Jabalí Rey, que tan sorprendentemente y sin apenas hostigación tomó la ruta hacia una muerte doblemente real -como sin duda le correspondía-, llegado al punto justo donde según los cálculos debía ofrecer fácil blanco a la jabalina, dio un súbito viraje. Y, cosa jamás vista, con ímpetu sólo comparable al de Volodioso en sus mejores días, se lanzó cuesta arriba y así, sin vacilación alguna, embistió el Real Puesto y a su real ocupante.
Tan rápidamente ocurrió todo, y con tal certeza en su blanco atacó el jabalí, que en menos tiempo del que se precisa para narrarlo prescindió de los burdos ramajes que pretendían escamotear su pieza. Con fiereza, de Rey a Rey, derribó a Volodioso de su asiento, le clavó en garganta y pecho sus enormes colmillos, y al sol otoñal relucieron juntas las armas de la bestia Rey y la copa de oro del viejo guerrero. Volodioso apenas pudo, no ya lanzar la jabalina, sino tan siquiera apurar el vino. Rodó por el suelo, bajo las feroces embestidas del animal, sin tiempo de propagar al aire un lamento.