Olvidado Rey Gudú (36 page)

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Authors: Ana María Matute

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Y ya que tanta confianza me demostráis, Señor, ¿por ventura ya ha sido elegida la esposa de vuestro corazón, o aún no habéis reparado a tal efecto en ninguna mujer?

—Oh, no dijo Gudú-. Ya que tan bueno os mostráis, y tan comprensivo, quisiera pediros un último favor: escoged vos a la futura esposa, y me uniré a ella. Pero sólo por guardar las apariencias, una vez aceptada la proposición por la Asamblea, estimo que debéis, antes que a nadie, proponer a mi madre la elegida, y saber si es de su agrado.

«Buen pájaro está hecho -se dijo Tuso, cada vez más satisfecho-. Sabes, como yo, que la opinión de tu madre te tiene sin cuidado, para esto como para cualquier otra cosa. Pero no entiendo cómo, tan avisado como pareces para tantas cosas, tan cándido te muestras en lo que a mí respecta... ¡Ah, ardores de la juventud! -reflexionó, con reminiscencias de alguna cosa oída o leída-, cuántos males puede acarrear la ceguera de la pasión, tanto a los más sabios y cuerdos en apariencia, como a los más astutos.»

Y muy satisfecho, se retiró a urdir planes, en vistas a un sonrosado porvenir que reverdeciera sus antiguas glorias y poderío: cuando verdaderamente era el Consejero de un Rey sensual, violento e inculto, aunque valiente y astuto.

Así las cosas, pidió permiso a la Reina para reunir a la Asamblea de Nobles, pues debía tratarse una delicada cuestión que afectaba al Rey y al Reino. Algo se olió la avispada Ardid, y llamó en su auxilio al Trasgo, encargado de seguir de cerca los pasos del Rey. Presto acudió el Trasgo, pero tan borracho estaba, que nada inteligible salió de sus labios. Disgustada, pero con la benevolencia que todas sus actuaciones le inspiraban, prescindió de él y llamó al Hechicero. Cuando estuvieron a solas, le confío sus cuitas.

—Señora -dijo después de una larga reflexión el anciano-, como fiel servidor y Maestro vuestro, podéis solicitar mi asistencia en la Asamblea junto a vos, y utilizando las señales de vieja inteligencia que nos unen, podré ir aconsejándoos oportunamente cuál deberá ser vuestra actitud en el transcurso de la reunión. En cuanto a este desdichado -añadió señalando al Trasgo-, bueno será que, en cuanto se despeje, lo tengamos bien alerta e informado de las cosas que pudieran ocurrir o comprometernos.

Pero cuando el Trasgo se despejó, tan desfallecido y amoratado estaba, que quedaron sobrecogidos de su grado de contaminación.

—Insensato -dijo la Reina-, ¿cómo has llegado a este estado? ¿No ves el mal que estás haciéndote a ti mismo?

El Trasgo suspiró largamente, y murmuró:

—Es por culpa de vuestro hijo Gudú, que con su desvío e incapacidad para verme, me entristece y empuja a locuras inconcebibles.

—Pues si de Gudú se trata -dijo la Reina, entre benévola e impaciente-, bien harías contándonos cuáles han sido sus idas y venidas en los días pasados.

—No he podido -dijo el Trasgo-. No me es posible verle sin que mi ser se estremezca de pesadumbre. ¡Ah, humanos, humanos!..., ¿qué habéis hecho de mí?

Y abriéndose el pecho con ambas manos, mostró, ante el horror de sus dos amigos, algo que les hizo enmudecer: en el lugar donde los humanos suelen alojar el corazón, habíale crecido al Trasgo del Sur un racimo, todavía pequeño, de uvas negras.

—¿No véis? -dijo-. ¿No es éste acaso el síntoma de la temida raíz, donde anidan los sentimientos más humanos?

—Querido -dijo la Reina sentándolo en sus rodillas; y por vez primera se apercibió de lo menudo que era: pues, cuando le miraba, lo tenía en su memoria tal como lo veía de niña: aquel tiempo en que ambos tenían una estatura casi igual-, no tengas miedo. No es un corazón: es un racimo de uvas, y tan tierno, que si te enmiendas, mucho me malicio que no llegue a madurar.

—Ah, querida niña -dijo el Trasgo, apoyando su roja cabeza en el pecho de su amiga-, tú no sabes lo que dices. No es en el corazón, donde se aloja vuestra creencia, el lugar que contiene tales malas raíces. No, no es la vasija lo que importa, sino la sustancia en sí. Eso, como Trasgo, lo sé mejor que ninguno de vosotros: lo contemplé tantas veces en vuestra especie, transparente para mí, con indiferente asombro...

Mas aún, no había llegado su contaminación al grado suficiente para que pudiera desbordar su amargura en llanto. únicamente un raro gemido, tan ronco como su risa de borracho empedernido, brotó de su ser.

—Ea, no te apesadumbres tanto -dijo el Hechicero conmovido-. Repórtate, baja de las rodillas de la Reina, y ayúdanos a cavilar sobre nuestras nuevas preocupaciones: pues parece que éstas no van a tener nunca fin.

Y así, convinieron que, cada uno desde el lugar más propicio, asistirían a la temida y misteriosa Asamblea.

Y cuando llegó el día, revestido de gran solemnidad, Tuso expuso su parecer respecto a las cualidades físicas que en el Rey venía apercibiendo, y la solución que, a su entender, no agravaba en lo sustancial el cumplimiento de la ley dictada por Volodioso. Y como aquellos que componían la Asamblea, excepto la Reina, eran nobles varones, sintieron todos una punzada de compasivo regocijo ante las zozobras que se atribuían al joven Rey. Hasta en los corazones más indiferentes o poco simpatizantes hacia la real persona, se despertó una ligera ola de simpática tolerancia.

—En verdad -dijo el más anciano (se trataba del Barón Leorinaldo, cuya rijosidad era de todos conocida, si bien en lo demás, aunque ignorante, era hombre sensato y de gran experiencia)-, no veo que la cosa deba ser contemplada con excesivo escrúpulo. En sí mismo, el hecho de que el Rey case antes de su coronación no altera sus compromisos y sus deberes, ni la ley misma. Así pues, si deliberamos con buena voluntad, no creo que lleguemos a un completo desacuerdo...

Ante el estupor de la Reina y sus amigos, que, mudos de sorpresa, asistían a lo que ni más remotamente hubieran imaginado presenciar y oír, quedaron del todo anonadados cuando Tuso, volviéndose hacia Ardid con la más lisonjera de las ceremonias -que sabía tanto agradaban a Ardid-, manifestó:

—Si la decisión es favorable a que el matrimonio del Rey se verifique, es obligación moral de la Asamblea obtener el beneplácito de vuestra augusta Majestad: pues si bien el Rey, en muy íntima conferencia, me ha pedido que sea yo quien elija a la futura desposada (en el caso de que la Asamblea asienta a este deseo), yo someteré a vuestro consentimiento la aprobación de la elegida.

Sólo entonces, la Reina recordó las palabras de su hijo, y la luz se hizo en su cerebro: al igual que la chispa que Gudú le había asegurado iba a encender, prendió en su entendimiento. Con los ojos brillantes y el rostro sonriente y firme que todos acostumbraban a ver en ella, dijo:

—Tengo para mí muy acertadas todas estas proposiciones. Y así, espero que una vez hayáis deliberado sobre el caso (del cual me permitiréis ausentarme, para no cohibir con mi presencia de madre y mujer vuestras disquisiciones), tengáis a bien comunicármelo con la mayor prontitud.

Y con una encantadora sonrisa, se levantó y abandonó la sala seguida de cerca por el Hechicero. Sólo el Trasgo permaneció entre las cenizas de la gran chimenea. Y oyó cómo la Asamblea, una vez la Reina hubo partido, se entretuvo en proferir chanzas más o menos groseras o atinadas sobre la precocidad del monarca. Y luego de ordenar que les fueran servidas algunas copas, libaron en abundancia, mientras decidían, con gran alborozo no exento de nostálgica campechanía y comprensión -no en vano todos habían dejado atrás, no sólo la fogosa juventud, sino también la más sazonada madurez-, que el Rey hiciera cuanto le viniese en gana con su persona, si con ello no alteraba para nada la sustancia de aquella ley sobre la coronación, edad, enfermedad, locura, imbecilidad y prodigalidad, que, en puridad, ninguno de ellos conocía profundamente, y en lo más hondo de sus corazones les tenía sin cuidado.

Cuando todo acabó, el Trasgo enteró de la decisión de la Asamblea a Ardid, aun antes de que el Consejero y el Barón se lo comunicaran oficialmente. De manera que ella ya tenía muy bien meditada la contestación:

—Si así lo decidió la Asamblea, nada tengo que oponer. Y si así os lo ha encarecido mi hijo, andad presto, consultad El Libro de los Linajes, y decidme cuanto antes el nombre de la candidata que proponéis.

«¿El Libro de los Linajes?, ¿qué demonios de libro es ése? ... », se preguntó Tuso, inquieto. Pero, por el momento, prefirió darse por enterado, y asintió sin comentarios.

Ardid firmó el pergamino que -como bien sabía- había rubricado la Asamblea en peso. Y cuando se quedaron solos ella, el Trasgo y el Hechicero, se miraron los tres con malicia. Prescindiendo de toda pomposa ceremonia, la Reina manifestó, llanamente:

—Buen pájaro de cuenta está hecho mi hijo. Sin duda alguna, tenemos que habérnoslas con un verdadero Rey.

Y como le aconsejara Gudú, se apresuró a armarse de atizadores y soplillos, ya que la paja había ardido y ahora debía prender el leño. Comprendió que, tal como le indicó su hijo, le llegaba a ella el turno.

No tardó mucho en recibir la visita de su hijo, esta vez absolutamente desprovista de todo protocolo. Tanto es así que experimentó un gran sobresalto, cuando, creyéndose sola en su cámara, y disponiéndose a descansar de la fatigosa jornada, Gudú apareció ante ella con agilidad propia del mismo Trasgo. Vestía de forma tan estrafalaria que le costó reconocerlo.

—¿Qué hacéis, hijo mío? -dijo, soliviantada-. ¿Y por qué vais vestido como un criado o un vendedor de ajos? -Para ella un vendedor de ajos era alguien ataviado de forma inusual. Así los recordaba, cuando los viera deambulando por los mercados del Sur.

—Callad, madre -murmuró Gudú, poniéndose un dedo sobre los labios-. Sabed que así puede pasarse más desapercibido por pasillos y camarillas, y más aún si uno carga con esto -y le mostró una gran bandeja con servicio de copas, como solían transportar los encargados de la bodega que eran requeridos por la gente del Castillo-. Y así también se oyen y ven muchas cosas que, de otro modo, y con el boato del Rey, no llegarían jamás a conocerse.

—Es cierto -dijo Ardid, respirando aliviada-. Como sé también que no sois el primero en usar tales artimañas. Pero ¿qué es lo que os trae aquí a tales horas y con tal misterio?

—Madre -dijo Gudú, y tal vez por la fuerza de la costumbre, fue a sentarse en el escabel que siempre usaba para hablar con ella-, dentro de poco tiempo recibiréis a una Princesa o dama de alcurnia, presentada como candidata a mi boda. En tal caso, y aunque se tratara de la más alta y linajuda Princesa (cosa que desde luego me apresuro a negaros, dado que conozco bien a Tuso y la calaña de sus relaciones), negaos en redondo a aceptarla sea como sea. Y como tan estúpido ha sido al fiarse de vuestra docilidad como de mis rubores de adolescente impetuoso e idiota, no es un secreto para nadie que de vuestro puño y letra habéis firmado el pergamino en el que se os confiere, además del asentimiento a mi pronta boda, el derecho a rechazar o aceptar a la futura Reina de Olar. Así pues, manteneos firme y airada en vuestra negativa, y ponedle en trance de desesperación y furia sin límites: pues ya va siendo hora de que desahoguéis vuestros sentimientos y los liberéis, y dejéis de fingirle una consideración que está muy lejos de inspiraros. Entretanto, yo iré con Predilecto al viejo Castillo que fue de mi noble tío Almíbar, y allí aguardaré vuestras nuevas. Que serán el resultado de vuestra negativa, y del estado de cosas y enrarecidas furias que habréis sabido levantar en Tuso (y tal vez en algún otro). Diréis entonces que, al fin y al cabo, yo debo ser el que decida si me place o no la maldita novia, por lo que, revestida de gran ostentación, vendréis a consultarme a tal efecto. Pero antes, y mientras tanto, id procurándome una verdadera y auténtica esposa, pues si la coronación llega a efectuarse por anticipado, como espero, bueno será que también tengamos una Reina adecuada, de la que, lo más pronto posible, pueda tener descendencia y asegurar la dichosa cuestión de la sucesión de Olar; y, con ello, crear a la vez mis leyes y llevar a cabo mis proyectos.

Mucho esperaba Ardid de su precoz retoño, pero en esta ocasión sintió temor, y dijo:

—Pero ¿has meditado bien lo que dices? ¿Sabes con seguridad si todo esto no será, al fin, un desastroso paso que nos pierda para siempre?...

—Madre, tened confianza en mí -dijo Gudú-. Tanta confianza en mi astucia como yo en la vuestra. Sabed que las gentes como Tuso y mis hermanos Soeces son fáciles de manejar por seres como tú y yo, pues no nos resulta difícil adelantarnos a la mala intención y la doblez. Otra cosa sería -dijo, y con ello llenó de asombro aún mayor a su madre- si hubiéramos de habérnoslas con seres como Almíbar o Predilecto: pues te confieso que ellos, a menudo, son más enigmáticos para mí, con su simplicidad, que los enrevesados manejos de Tuso y compañía.

—En verdad, hijo -dijo Ardid-, que no sólo eres maduro en cuerpo, sino también en entendimiento. Y mucho me alegra que seas así, pues superas en mucho mis esperanzas. No dudes que todo lo que me dices será cumplido al pie de la letra. Ve, pues, tranquilo, y mañana mismo, con gran secreto, entre tu tío Almíbar, el Maestro querido y yo, revisaremos con todo cuidado El Libro de los Linajes, y te juro que no te propondré mujer despreciable ni entorpecedora, ni de vil cuna ni de fea catadura. Anda tranquilo, que en nada te defraudaré, ya que tú en nada me defraudas.

Y con tan buen entendimiento se separaron, que Ardid, por vez primera, pensó que tal vez el amor no era tan indispensable en un hijo, como su confianza y respeto.

Pero Ardid no era mujer que supiera conformarse con medias palabras y secretos a medias compartidos. Apenas quedó sola, llamó al Trasgo, suplicando al cielo que no se hallara demasiado embriagado. No lo estaba, por fortuna, pues aún le duraba el horror de lo que en los últimos tiempos le había acaecido. Usaba ahora con cierta moderación de lo que creía la mayor de sus perdiciones, cuando sólo era la menor de ellas.

—Trasgo querido -dijo Ardid, sentándolo en su regazo, como ya iba teniendo costumbre, a medida que le veía más diminuto y más débil-, te encarezco con todo mi corazón que no pierdas de vista ni un segundo al Consejero, que espíes todos sus movimientos y me los comuniques lo más pronto posible. Es de mucha gravedad esto que te pido, y también que, si es cierto el afecto que nos tienes a mí y a mi hijo Gudú, no bebas ni una sola gota de vino en este tiempo, para que tu mente se mantenga despejada y alerta a cuanto veas y oigas. Y una vez sepamos cuáles son sus maquinaciones, apresúrate a acudir en nuestra ayuda: he de hallar en muy corto tiempo una Princesa digna de ser la esposa de Gudú. Y la quiero de tan noble cuna, y tan indudable y regia estirpe, como no haya otra. Pues hora es ya que esta rama se vea entroncada con verdaderos reyes, y deje de ser una ruda dinastía de guerreros ambiciosos y advenedizos.

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