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Authors: Ana María Matute

Olvidado Rey Gudú (35 page)

BOOK: Olvidado Rey Gudú
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—Madre -respondió pensativamente Gudú, con lo que dio a entender que había calculado todas las posibilidades-, estas cosas deben afrontarse como son y sin hurtar cobardemente el bulto. Así que, si me lo permitís, en primer lugar os diré que jamás he visto ni oído, ni tengo noticia alguna de que exista en el mundo mujer menos indefensa y débil que vos, ni más inteligente y astuta, y me alegro de que esta mujer sea mi madre, y no mi esposa. Por otro lado, tengo la impresión de que hay una manera absolutamente decisiva de cortar de raíz los desmanes que atribuís al Consejero Tuso y a mis desagradables hermanos. Pienso que sería una buena medida, sin preámbulo alguno ni detalle que les pueda hacer presumir el hecho, encerrar prisioneros a los seis -con la misma consideración que hace años lo fuimos nosotros-, bajo guardia permanente a cargo de mi tío Almíbar. Si a mi regreso lo juzgo oportuno, les volveré a libertar, so pretexto de haber sido mal informado sobre sus actividades. Pero como tales actividades, tanto vos como yo sabemos más que probables, no tendrán excesivo aliento para rebelarse o elevar sus quejas de forma demasiado evidente.

La Reina sintió repentinamente seco su paladar, y humedeciéndose los labios con lentitud, ordenó sus pensamientos lo más rápidamente que le fue posible. Al fin, dijo:

—Hijo mío, entre tus muchas virtudes no se cuenta precisamente el tacto de la diplomacia.

Gudú la miró con asombro interrogativo:

—No entiendo esas palabras, madre. Haced el favor de explicarlas con presteza, antes no me colme la curiosidad o la impaciencia.

—No debéis hablar así a quien ha tenido ocasión de conocer los entresijos de esta Corte y padecer su crueldad. No por más sabia, sino por más vieja os diré que tales decisiones, si bien no las descarto para un tiempo más propicio (máxime cuando coinciden con las vuestras), no son oportunas en un Rey que aún no ha sido coronado y permanece aún bajo la tutela (aunque vos y yo sabemos, puramente formularia) de una madre regente, que, por otro lado, no os ha dado motivo de disgusto.

—Cierto -interrumpió Gudú, con serenidad pero inquebrantable decisión-. Hace tiempo que vengo meditando ese punto, y creo que debemos adelantar ese detalle tan nimio, pero que entiendo necesario: la coronación, que ya debería haberse llevado a cabo desde que tengo uso de razón.

—Pero ocurre -continuó la Reina, matizando el tono cada vez más lento y suave de su voz- que entre las pocas leyes que tuvo a bien instituir vuestro padre, de muy respetada y prudente memoria, hay una en la que se ordena que esto que deseáis adelantar no ocurrirá hasta que el heredero cumpla dieciocho años. Y si mis cálculos no fallan -y vos sabéis que mis cálculos me han llevado a este trono, y tal vez a vuestra existencia misma-, os faltan aún tres años, tres meses y veinticinco días para cumplir la edad requerida. No creo necesario recordaros que si un Rey no respeta por sí mismo las leyes establecidas, mal podrá hacerlas respetar con la fuerza necesaria a quienes están bajo su mando. Pues si bien el Rey puede y debe conducir su voluntad por encima de la voluntad de los que componen su Reino (y un Reino no está hecho solamente de tierra, agua y piedras, sino de leyes y de hombres: y éste es su elemento más indispensable), ha de hacerlo de modo que todos crean que esa voluntad coincide con la de sus súbditos... Para terminar, hijo (y dejo a vuestro albedrío seguir o no los consejos de una mujer que habéis reconocido como nada tonta), no creáis que para otra cosa se ha creado lo que llamamos Asamblea de Nobles. Esta denominación tan brillante envuelve en su resplandor la vanidad de quienes componen ese invento. Si yo he dado prerrogativas a esa Asamblea y restituido unos derechos que en los últimos años vuestro padre olvidó (y a punto estuvo por ello de perder el Reino), no fue por otra razón que la de aplacar sus ambiciones y codicias, con las migajas de un pastel que estaban deseosos y dispuestos a devorar de un solo bocado. No creáis ni por un solo momento (y ya que parecéis conocerme tan bien, no dudo así lo entenderéis) que hice esto por blandura, ni por justicia ni por espíritu bondadoso, cualidades que si en un tiempo existieron o anidaron en mí, muy pronto las circunstancias se cuidaron de segármelas de raíz. Huelga, pues, puntualizar (y con ello termino), que si os empeñáis en no cumplir uno de los pocos requisitos indispensables para llegar a gobernar (oficialmente, se entiende) este país, la vanidad herida de quienes os he hablado hace un momento reverdecerá sobre el relumbrón de las palabras, los cargos y las prebendas. Ya que tanto habéis sido instruido en la gloria y la ruina de otros reinos, otros reyes, otras tierras, por los que tanto y tan laudable interés demostráis, no olvidaréis tampoco cuán belicosos y descontentadizos son los hombres que componen, necesariamente, la Corte de un Reino, su más sólido, aunque también más escurridizo apoyo. Pues la nobleza y fidelidad que la fortuna nos ha proporcionado al dar con hombres como vuestro tío Almíbar y vuestro hermano Predilecto, creedme si os digo que no son frecuentes: ni aquí ni en parte alguna. Y es evidente que ni el uno ni el otro tienen madera de reyes.

Dicho lo cual, la Reina guardó prudente y amable silencio, con aire aparentemente confiado. Gudú, a su vez, permaneció largo rato -tal vez menos largo de lo que a la Reina le pareció en silencio. Al fin, riendo inesperadamente, manifestó:

—En verdad, madre, que sois astuta como la raposa y ladina como el zorro. Hombre y mujer juntos no darían mejor resultado que vos, por sabios que fueran sobre la tierra.

Y levantándose, salió de la estancia con paso firme, y -al parecer de su madre- contento.

Gudú no fue a los países del Sur, por aquella vez. Pero tampoco -y su madre estaba segura de ello- había desechado en modo alguno tal propósito.

Algunos días más tarde, el Rey volvió a visitar a su madre, y sentándose nuevamente en el escabel, dijo:

—He estado observando con detenimiento cómo se prende el fuego que nos da calor y que tan necesario nos resulta en invierno como molesto en verano.

—Os escucho -dijo la Reina, reprimiendo su inquietud con la mejor de sus sonrisas.

—Pues bien, primero es necesario frotar el pedernal y la yesca, hasta que brote la chispa. La chispa prende la paja, la paja el leño. Así, como buena entendedora que sois, sólo me resta deciros que estoy dispuesto a prender la chispa para que prenda en la paja. Y una vez prendida la paja vos aventaréis la llama hasta que arda el leño. Y crecida la hoguera, sólo espero de vos la ayuda necesaria para que entre los dos la sofoquemos hasta reducirla a cenizas, que pronto se esparcirán en el viento. Y como nada más tengo que comunicaros, salvo que me dispongo a frotar el pedernal, tened preparado el fuelle y el atizador, para cuando os llegue el turno.

Saludó con una inclinación a su madre y salió de la estancia, dejando a la Reina perpleja y, acaso por primera vez en su vida, absolutamente ignorante de cuanto le había sido confiado.

Poco después de esta escena, el joven Rey aún no coronado hizo llegar al Consejero Tuso una misiva en la que, con maneras más suaves de lo que jamás le conociera nadie, le comunicó su deseo de verle con urgencia: pues deseaba consultarle algo de gran importancia.

Extrañado y receloso, al tiempo que íntimamente espoleado por cierta esperanzada curiosidad, el Consejero se apresuró a acudir a la llamada del Rey. Éste le recibió en su alcoba, al parecer frívolamente entretenido en un necio juego de salón, aprendido de las damas, que consistía en hacer solitarios con una baraja de marfil, obsequio de la Reina Leonia.

—Mi estimado Consejero, tened a bien sentaros -dijo amablemente, aunque por lo común lo mantenía en su presencia derecho como un mástil, sin reparar en que los años habían abultado de forma indecorosa los juanetes del Conde-, y oídme con mucha atención, pues os tengo por leal amigo y buen Consejero que fuisteis de mi padre y sois ahora de mi madre, a quien tan leal y juiciosamente habéis servido largos años. Ahora, llegado el momento en que preciso a mi vez de vuestra mucha sabiduría, no he dudado en haceros confidente de algo que turba mi ánimo y me llena de confusión.

Mucho recelo levantaron en el ánimo de Tuso tanta ceremonia e insólitas palabras. Dirigió la mirada bicolor de sus ojos -que, para su mal, iban apagándose- escrutadoramente a los del Rey: y tan prístino candor reflejaban éstos que, por un instante, meditó: «No olvidemos que, al fin y a la postre, el Rey es todavía un niño, o poco menos». Así pues, con gran solemnidad tomó asiento donde el Rey le indicaba, y, con el mayor respeto de que era capaz, dijo a su vez:

—Mucho estimo vuestras palabras, noble Gudú, mi buen Rey y Señor, y tened por seguro que me esforzaré en ofreceros cuanto, a mi humilde entender, sea lo mejor, y mi más meditado consejo.

—Así lo creo -dijo Gudú, con una sonrisa repleta de candor, donde parecía ocultarse un insospechado pudor-. Es el caso que como por delicadeza no puedo acudir a mi madre en este trance, y ya que no tengo la dicha de que viva mi padre, ni hallo a mi alrededor varón más apropiado que vos para mis confidencias, deseo deciros que de un tiempo a esta parte, y pese a mi corta edad (habréis observado lo robusto de mi naturaleza, que me aparenta más maduro de lo que cuento), como mi mente no se ha desarrollado de acuerdo con la precocidad de mi carne, el caso es que me debato en una gran perplejidad y zozobra, al sentir unas apetencias que, tal vez, en otro muchacho de mi edad no se manifiestan con tanta pujanza.

Y calló, mirando tímidamente al suelo. El Consejero sintió algo, como un viento fresco que disipara las nubes de una tormenta presentida y temida. Y se aprestó a responder, con prudencia y tacto:

—Aunque ya soy viejo y marchito, Señor, entiendo bien a qué os referís. Y juzgo que tales cosas tienen remedios fáciles y placenteros, Señor: pues aunque mi carne está seca, no así mi memoria, y a veces trae ráfagas de muy bellos recuerdos juveniles. Por tanto, no puede parecerme inaudita vuestra revelación, sino todo lo contrario; máxime teniendo en cuenta que sois hijo de quien sois.

—Agradezco vuestra comprensión, mi buen Consejero. Bien comprendo que un Rey no debe permitirse vanidades ni regocijos que puedan ser causa de murmuración y malas interpretaciones por parte de quienes confían en mí. Por tanto, he pensado que la más oportuna solución sería tomar esposa. Pero no se me oculta que para que esto sea posible, es costumbre -o ley- haber sido antes coronado. Y tampoco ignoro que la coronación deba ser llevada a cabo ni un solo día antes de cumplir los dieciocho años. Como no estoy dispuesto ni deseo de ningún modo quebrantar esa ley, ni ninguna otra, así de turbado me halláis, y a vos confío mis angustias y zozobras: por si vuestra probada inteligencia y lealtad hallaran alguna solución decente y lícita, que resolviera mis torturas y no quebrantase ninguna respetable institución.

El Conde Tuso quedó sobrecogido de placer y de perplejidad al oír tales palabras, que, a decir verdad, jamás esperó oír de Gudú ni de ningún otro Rey -ni con un Ancio en el trono-. Meditó un rato, y al fin manifestó:

—En verdad, Señor, que me ponéis en un grave aprieto. Pero, por otra parte, no veo nada malo en lo que decís, y sí comprendo mucho, en cambio, la crueldad que puede representar para vos una espera a todas luces tan desproporcionada, como evidencian la contradicción entre vuestra naturaleza y la edad reglamentaria. Entiendo que para un mozo lleno de vida como vos, tres años de abstinencia son muchos años, ya que tan pundonoroso y reacio os veo a llevar a cabo lances fuera del matrimonio.

—Tened por seguro que así es -dijo Gudú, con un suspiro tan hondo que a poco estuvo de conmover seriamente al cauteloso Conde-. Así pues, amigo mío -y estas palabras jamás las había oído Tuso ni tan siquiera a Volodioso-, ¿qué es lo que puedo hacer para no caer en la locura o el desatino?... Me gustaría saber si habría alguna forma de celebrar mi matrimonio antes de la coronación sin violar la ley: esta última sí que, bajo ningún pretexto, ni la muerte me haría quebrantar.

«Pues ésta es la única cosa que me importa», se dijo Tuso, frotándose mentalmente las manos como las moscas las patas. «Ten por seguro, lúbrico mocoso, que tu problema tendrá solución, a fe mía: ni más oportuna ni mejor tarea podías recomendarme que la de unirte a mujer elegida por mí, cosa que, no lo dudes, haré lo más pronto que sea posible.»

—Señor -dijo tras una fingida meditación-, veo dos soluciones, a saber: primera, que según entiendo, vuestros escrúpulos se centran más en el bien parecer, como es lógico en un Rey, que en la naturaleza misma del hecho; por lo tanto, pienso que si llevamos las cosas con tacto y discreción, esta primera solución puede consistir en que podáis aplacar vuestra naturaleza en absoluto secreto, de manera que no pueda ser motivo de comentarios sobre el particular, en tanto llega el momento de elegir esposa.

—Oh no, no -Gudú se tapó los ojos con las manos-. Si eso sucediera, como joven e inexperto que soy, podría aficionarme demasiado a quien se prestara a calmar mi sed, y llegado el matrimonio, sería mal esposo con la que eligiese por compañera de por vida. Desechad tal idea, os lo ruego, y no la repitáis en mi presencia.

«Pues sí que sale remilgado», pensó Tuso, con desconfianza. «A fe mía que su padre jamás se planteó al respecto tamañas insensateces. Pero en fin, si tan cándido y escrupuloso es como parece, tanto mejor para mí.» Así pues, dijo:

—En tal caso, no queda más que una solución: que yo mismo como si a espaldas de vuestra Majestad se tratara, proponga a la Asamblea que, en virtud de las razones expuestas, se lleve a cabo vuestro matrimonio antes de la coronación. Sin que esto suponga que la coronación deba supeditarse inexorablemente a tal matrimomo. Es decir: que si vuestro padre así lo mandó, fue por si antes de los dieciocho años el heredero mostraba síntomas graves de enfermedad, locura, idiotez o despilfarro. Así consta en su oportuno lugar, como no ignoráis, pero no sucede lo mismo respecto a la celebración del matrimonio. Más bien fue una simple formalidad, que si se reforma convenientemente, nada puede alterar la verdadera razón de ese mandato.

—Entiendo bien -dijo el Rey-. Es natural que en estos tres años, si, aun a pesar de haber tomado esposa, no acredito poseer las cualidades requeridas, puede quedar aplazada, o incluso anulada, la coronación. Y como tal, firmaré de buen grado cuanto se me presente al respecto.

«Pues eso está mejor -se dijo Tuso, sintiendo renacer sus viejas ilusiones, tan inesperadamente propicias-. Y bien estúpido eres, criatura, si te avienes a tales cosas con tal de dar rienda suelta a tus antojos, tan fáciles de resolver por otros medios.» Pero, con súbita alarma, indagó:

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