Waxman se encogió de hombros.
—Da igual. En cualquier caso, Gregory y su pandilla quieren lo que tenemos, o lo que creen que podemos tener. Esto es lo primero que debemos resolver.
—¿Por qué te importa tanto? —preguntó Caleb, volviéndose hacia Waxman—. Quiero decir, si la cripta no guarda riquezas, ni oro, ni nada por el estilo; si resulta que no es otra cosa que una colección de libros, ¿no te sentirás estafado? Habrías desperdiciado toda tu vida.
Helen se inclinó sobre la mesa:
—Caleb, si esto es lo que crees que es, transformaremos el planeta. Seremos héroes.
—Héroes ricos —añadió Phoebe, con una sonrisita maliciosa.
—Con eso me basta —repuso Waxman, cruzando los brazos sobre el pecho.
—De acuerdo —sentenció Helen—. Caleb, ¿volverás con nosotros para ayudarnos? Será como en los viejos tiempos.
Caleb intentó esbozar una sonrisa:
—No lo sé. Supongo, mientras no sea como cuando éramos niños, y Phoebe y yo nos quedábamos en nuestro cuarto en tanto los mayores se divertían.
—Esta vez no será así —le prometió su madre.
Caleb bajó la cabeza y suspiró:
—Contad conmigo.
Rímini, Italia
El valle abrazaba la falda de una escarpada cordillera montañosa, con sus puntas amortajadas por oscuras nubes. En aquel escenario cortado a cincel y aquellas colinas prominentes, Caleb podía ver el lugar en el que Dante había recibido la inspiración para describir el purgatorio de
La Divina Comedia
. A poca distancia de Rímini se encontraba la fortaleza de San León. Caleb podría haber subido hasta sus dependencias para visitar el museo, la antigua prisión y el cuartel militar, pero, por los detalles obtenidos de la visión de Phoebe, allí no iba a encontrar nada de utilidad. En la época en la que Cagliostro fue encarcelado en San León, el conde ya se había deshecho del pergamino. Quizá había sido torturado en el castillo, y aunque Caleb podría intentar echar un vistazo a su confesión, la posibilidad de dar con el pergamino se le antojaba ciertamente remota.
Por eso decidieron adentrarse en la ciudad, hasta la iglesia que Phoebe había contemplado en su visión, aunque nadie les había puesto sobre aviso acerca de la peculiar conducción de los taxistas italianos. En aquella escarpada carretera montañosa, su conductor y guía tomaba las curvas a velocidad suicida. Finalmente, cruzaron un enorme arco romano coronado de almenas medievales. Era el primero de ese tipo construido al norte de Roma, les explicó el hombre, consagrado al emperador Augusto en el año 27 antes de Cristo. Atravesaron un puente de mármol blanco, construido por Tiberio, y luego siguieron su camino hasta el concurrido centro turístico, justo cuando el sol se sumergía tras los tejados rojos y las colinas veteadas de viñas.
Cafés, hoteles y clubes nocturnos discurrían por sus ventanillas a medida que el conductor enfilaba los estrechos caminos a velocidad de crucero, mientras miraba por encima del hombro y les decía a sus pasajeros dónde comer, cómo encontrar los rincones menos transitados en las playas vecinas y dónde conseguir los mejores vinos. Les dijo:
—La mayor parte de quienes vienen a pasar sus vacaciones se han marchado, así que la ciudad estará muy tranquila esta noche. No hay más celebraciones.
—Qué mal —dijo Caleb.
Luego, y aun cuando no le habían pedido que lo hiciera, el conductor les dio una rápida lección de historia, relatándoles cómo Rímini había emergido de la dominación bizantina en el año 1320 como ciudad independiente, y cómo fue gobernada por la familia Malatesta durante doscientos años. En 1477, el último gobernante, Segismundo Malatesta, se había echado a la espalda la enorme labor de expandir la capilla franciscana emplazada en el centro de la ciudad, pues había decidido guarecer en ella los restos de sus ancestros. El gran arquitecto florentino y precursor de Da Vinci, León Battista Alberti, había diseñado el exterior, que incorporaba arcos romanos y grandes pilastras. El interior, sin embargo, era lo que había causado consternación y discusiones durante los siglos venideros. En el interior de sacristías y capillas, una serie de esculturas paganas, emblemas zodiacales y diseños místicos se mezclaban con escenas cristianas, crucifijos y
madonnas
.
Malatesta no llegó a terminar la reconstrucción, pues su suerte política cambió de la noche a la mañana y se vio acechado por el papado, que le confiscó sus tierras y su poder:
—Hay quien dice que su verdadero motivo al rediseñar la iglesia era el amor de su vida, la
signora
Isotta, su tercera esposa. —El conductor se volvió y les dedicó una ancha sonrisa, que provocó que su aceitoso bigote se extendiese por su rostro—. Por todas partes verán esculturas con una «I» y una «S» entrelazadas, cuyo significado no es otro que «Isotta» y «Segismundo». Es como esos corazones traspasados por una flecha que los jóvenes graban en los árboles, ¿saben?
Caleb asintió, sonriendo, pero aquella imagen le había hecho pensar en otra cosa.
Una «S» entrelazada… como una serpiente… alrededor de una «I», que semeja el báculo…
Durante doscientos años, los eruditos no habían cesado de elaborar infinidad de teorías acerca de aquella iglesia y aquel símbolo, preguntándose qué cifra había pretendido Malatesta describir con tan extraño símbolo. La idea, ya aceptada, de que se trataba de un tributo a su esposa resultaba ciertamente romántica, pero Caleb tenía la sensación de que en aquella decisión habían influido otras razones, las mismas que habían llevado a Cagliostro a confiar que allí su secreto estaría a salvo.
Por fin, atravesaron la
piazza
Tre Martiri y ascendieron hacia la
via
Garibaldi.
—Allí está —dijo el conductor—. Tempio Malatestiano. La vieja capilla San Francesco.
Helen dio las gracias al conductor y le dio una buena propina, al tiempo que le pedía que no les esperase. Se acercaron a la puerta arqueada y admiraron la enorme fachada con el campanario al fondo.
—¿Ahora qué? —preguntó Caleb, mirando su reloj. Eran las seis en punto.
—Entraremos —dijo Waxman, echando una mirada a la puerta, y luego miró alrededor, a los monumentos históricos, a la manera en que un general hubiera reconocido unas almenas antes de proceder al ataque—. Cierran a las siete, así que sólo tenemos una hora para comprobar si está ahí.
—¿Y si lo está?
Waxman dedicó a Caleb una mirada de reojo.
—Ya se me ocurrirá algo.
Caleb aguardó en el exterior durante unos minutos, observando la intrincada arquitectura, la enorme y variada cantidad de símbolos que poblaban el lugar: coronas de laurel, viñas y flores, un elefante —por lo visto, era el símbolo de la familia Malatesta—, y luego, por supuesto, la imagen con la «S» y la «I» entrelazadas, repetida diversas veces.
De nuevo pensó en el caduceo.
—¿De qué se trata? —le preguntó Helen por encima del hombro. Se le había acercado, y podía oler su perfume: se le antojaba a Caleb demasiado excesivo, una combinación de distintas flores que trataba de ocultar en su abundancia algo mustio, viejo.
—Estaba pensando en algo. Parece una serpiente enroscada a un báculo. O, por ejemplo, ¿recuerdas el Jardín del Edén? La serpiente fue demonizada porque ofreció a Eva el don del conocimiento.
—El bien y el mal —susurró—. El conocimiento de todas las cosas. Todo ello por el fruto del árbol.
—Exacto —Caleb señaló el símbolo—. Todo procede del miedo; miedo a que sepamos demasiado del mundo, de nosotros mismos. Recuerda la historia de la torre de Babel: Dios nos castigó cuando todos nos unimos y hablamos un lenguaje común, y…
—… construimos una torre que desafió a los cielos. —Helen le desordenó el cabello como si todavía fuera un niño—. Tú y tus teorías. Eres tan parecido a tu padre… Has leído demasiados libros, ¿sabes? Igual que él.
—¿Realmente esperabas que fuera tan diferente a papá?
—Para nada —respondió Helen con una reconfortante sonrisa—, y tampoco querría que cambiases. Vamos, entremos.
Caleb la siguió al interior de la iglesia, alargando el cuello para mirar el enorme arco mientras avanzaba por la capilla, cargada con el olor del incienso; a izquierda y derecha se repartían algunas sacristías, mientras que su parte central se veía asaltada por varias hileras de velas, que temblaban ante algunos lugareños aferrados a sus rosarios y a unos cuantos turistas que fotografiaban el lugar. El crucifijo que se alzaba sobre el altar principal era la imagen más solemne de la iglesia. El resto de obras artísticas —encajes, esculturas y pinturas de querubines romanos y niños que retozaban con ingenua alegría, escenas de ángeles bailando sobre las columnas y los signos del zodíaco rodeando los planetas— resultaban mucho más festivas.
Caminaban lentamente, con Waxman abriendo la fila, hacia el altar. Por la rotundidad de sus pisadas, a Caleb le parecía que se detendría en cualquier momento, esperando que madre o hijo se postrasen sobre sus rodillas en el trance de alguna fastuosa visión. Pero nada sucedió al detenerse en cada nicho, cada capilla, para admirar sus intrincados ornamentos y maravillarse ante la consistencia de los temas clásicos, sintiendo que la gracia de la arquitectura romana era hasta para el más grande de los hombres toda una lección de humildad.
Media hora después, ya habían dado dos vueltas al interior. Caleb dejó a Helen y Waxman intercambiando susurros cuando llegó un ujier para decirle que la iglesia cerraría en quince minutos.
Caleb continuó dando vueltas hasta que se detuvo ante una capilla consagrada al arcángel Miguel, donde se reproducía la muerte de la serpiente maligna en sus manos. Bajo una multitud de ángeles, la tumba de Isotta, bellamente esculpida, se hallaba engastada a la pared.
Sin prisas, Caleb contempló el sarcófago de mármol durante mucho, mucho rato. Parecía que la luz de las velas se iba haciendo más y más intensa, barriendo los muros con un manto ámbar. En la pared que había a su izquierda reconoció una imagen de Diana conduciendo un carro, con una luna creciente entre las manos, sobre dos caballos. Parecía dirigirle hacia adelante, urgiéndole a apresurarse.
Cuando Caleb retornó su atención a la tumba, vio algo que no había estado allí antes…
la sombra de un hombre envuelto en una túnica, arrodillado, que empuja la tapa del lugar de descanso de Isotta
. Un resplandor rojo en su manto fue todo lo que Caleb alcanzó a ver antes de que, tras un fugaz pestañeo, la visión desapareciese.
Pero con eso fue suficiente.
—Vamos, tenemos que irnos —le dijo Helen, que de pronto se hallaba a su lado—. Supongo que tendremos que volver a intentarlo mañana.
—No es necesario —susurró Caleb—. Está aquí, en la tumba de Isotta.
Waxman ahogó un gemido:
—¿Lo has hecho, muchacho? ¿Lo has visto?
Ignorando el deseo de decirle que ya no era ningún muchacho, Caleb asintió y se apartó de allí bajo la vigilante mirada de la serpiente moribunda y la expresión triunfante del arcángel.
Caleb y Helen comían bajo la luz de unos faroles en la terraza de un restaurante de la
piazza
Cavour, al otro lado del recién remodelado ayuntamiento, de estilo gótico. Una fuente circular construida por el papa Pío III se alzaba en el centro de la
piazza
ante un hermoso teatro neoclásico.
—¿Dónde está tu marido? —preguntó Caleb cuando Helen, tras abandonar el hotel, se reunía con él. Llevaba un vestido veraniego azul con un chal negro sobre los hombros, cerrado por el broche de una mariposa dorada.
—Está descansando. Dijo que empezáramos a cenar sin él.
Caleb le cogió las manos. Al principio Helen se resistió, tan abrupto fue el gesto:
—Quiero disculparme…
—Caleb…
—… por el modo en que me he comportado. Por haberme alejado de ti y dejarte con Phoebe.
—No te alejaste de nosotras.
—Sí que lo hice —susurró—. Fue culpa mía. Estaba enfadado, confundido y perdido.
—Lo único que hacías era asimilar la pérdida de tu padre.
—Había perdido a mi padre. Pero aún tenía a mi madre y mi hermana. —La acercó un poco más y la abrazó, estrechándola hasta que Helen comenzó a sollozar—. Papá nunca habría querido que os abandonase. Yo… creo que ahora lo he entendido.
—Pero tus visiones…
Sacudió la cabeza.
—Creo que papá sabía que ya era demasiado tarde para él. Estaba enviando un aviso, eso es todo. No era un grito de ayuda.
—¿Un aviso?
Caleb asintió y se retrepó contra el respaldo de la silla, mirando a su madre a los ojos:
—Todavía no lo entiendo del todo. Estuve cerca, en mi prisión. Mi consciencia se abrió, mi espíritu viajó a lugares que ni siquiera podría empezar a imaginar. No recuerdo mucho de aquello, pero vi mi vida desde una perspectiva completamente diferente.
Helen miró a Caleb de reojo mientras se enjugaba las lágrimas.
—¿Te lavaron el cerebro los Hare Krishna mientras estuviste allí?
—No —rio Caleb—, pero sentí como si hubiera pasado por una suerte de reinicio espiritual. Y vi lo estúpido que había sido cuando por primera vez emprendimos la búsqueda. —Bajó la cabeza, y la imagen de una de las cartas del tarot osciló en su mente: el personaje de un vagabundo, lleno de insensata confianza en sí mismo y de sueños absurdos, envalentonado y egoísta—. He sido muchas cosas desde entonces, pero ahora espero que me perdones.
Helen alargó una mano hacia él:
—Gracias.
Se fundieron en un reconfortante abrazo, pero, con todo, Caleb tenía la terrible convicción de que esa sería la última vez que la abrazaría antes de que una nueva tragedia cayera sobre ellos. Antes de que el faro reclamase una nueva víctima entre los seres a los que amaba.
—Bueno, ¿y qué es lo que retiene a George en su cuarto? ¿Tan cansado está?
Helen bajó la vista a las migas que se esparcían por su plato.
—Caleb…
Justo entonces un taxi rodeó la
piazza
y se detuvo con un chirrido. La puerta del copiloto se abrió de par en par. Waxman sacó un brazo y abrió la puerta de atrás:
—¡Entrad!
Helen se levantó y espolvoreó unos billetes sobre la mesa.
—No digas nada —alertó a su hijo cuando vio la mirada perpleja de Caleb.
—Pero él no…
—Basta —insistió Helen.
Waxman se dio unos golpecitos en el bolsillo interior de su chaqueta, tras lo cual apretó un objeto con forma bulbosa: en lo único en lo que Caleb pudo pensar era en una iglesia allanada, una desgualdrajada obra de arte, una tumba profanada.