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Authors: Karin Fossum

Tags: #Intriga

No mires atrás (35 page)

BOOK: No mires atrás
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—Cuénteme lo que pasó.

—Magne entró un momento en la cocina para despedirse. Se fue hacia el autocar con la mochila a la espalda. Fuera era de noche. Unté otra rebanada de pan con mantequilla y le puse salchichón encima. La corté incluso en pequeños dados, aunque el niño podía comer la corteza sin ningún problema. Él no paraba de dar golpes en el hule con su jarrita, gritaba y chillaba, ni de pena ni de alegría; no era más que un chorro constante de ruido. De repente descubrió los gofres que estaban sobre la encimera desde el día anterior. Enseguida empezó a pedirlos, y aunque yo sabía que él se saldría con la suya, le dije que no. Esa palabra era como agitar un paño rojo delante de sus ojos. No se dio por vencido, siguió dando golpes con la taza y se tambaleaba en la silla, a punto de volcarla. Yo estaba de espaldas y comencé a temblar. Me fui hacia un lado, cogí el plato, quité el plástico que cubría los gofres, y saqué una placa de cinco corazones. Tiré los trozos de salchichón al cubo de basura y le puse delante el plato de los gofres. Arranqué un par de corazones. Sabía que no se limitaría a comerlos, que ahí no acabaría la cosa. Lo conocía bien. Eskil quería mermelada. Unté a toda velocidad y con manos temblorosas dos corazones con mermelada de frambuesa. En ese momento el niño sonrió. Recuerdo muy bien su última sonrisa. Estaba contento consigo mismo. Yo no soportaba que él estuviera tan contento cuando yo me encontraba al borde de un ataque de nervios. Levantó el plato y empezó a dar golpes con él en la mesa. No quiso los gofres, no le importaban los gofres, lo único que quería en este mundo era salirse con la suya. Los gofres se cayeron al suelo, y tuve que ir a buscar un trapo para limpiarlo. No encontré ninguno, de modo que doblé los gofres. Me miró con curiosidad mientras hacía con ellos una bola. Su cara no mostraba ningún temor por lo que se avecinaba. Yo hervía por dentro. Tenía que dejar escapar algo de vapor, no sabía cómo, pero de repente me incliné sobre la mesa y le metí los gofres dentro de la boca, empujándolos lo más adentro posible. Recuerdo todavía sus ojos asombrados y las lágrimas que brotaron de ellos.

»¡Y ahora! —grité loco de ira—. ¡Ahora vas a comerte estos malditos gofres!

Johnas se puso tieso como un palo.

—¡No quería hacerlo!

El cigarrillo se estaba consumiendo en el cenicero. Sejer tragó saliva y dejó vagar su mirada en dirección a la ventana, pero no encontró nada capaz de eliminar de su retina la imagen del niño con la boca llena de gofres y los ojos grandes y aterrados. Miró a Johnas.

—Debemos aceptar a los hijos que tenemos, ¿no cree?

—Eso nos decía todo el mundo. Los que no sabían. Nadie sabía. Ahora me acusarán de malos tratos y muerte accidental. En ese caso llega usted demasiado tarde. Me he acusado y condenado a mí mismo hace ya mucho tiempo. Usted no puede hacer nada para cambiarlo.

Sejer lo miró.

—¿En qué consiste exactamente esa acusación?

—Fui culpable de la muerte de Eskil. Yo era el responsable de él. Para eso no hay ni disculpas ni explicaciones. Solo que no quise hacerlo. Fue un accidente.

—Tiene usted que haber sufrido mucho —dijo Sejer en voz baja—. No tenía a nadie con quien hablar de su dolor. Y al mismo tiempo siente que ya ha recibido el castigo por lo que hizo, ¿verdad? —Johnas callaba. Su mirada vagaba por la habitación—. Primero perdió a su hijo pequeño, luego su mujer lo abandona, llevándose a su hijo mayor. Usted se quedó solo, sin nadie.

Johnas rompió a llorar. Sonaba como si tuviera una papilla en la garganta que quisiera salir.

—Y sin embargo luchó por continuar viviendo. Tiene la compañía de su perro. Ha ampliado la tienda, que funciona cada vez mejor. Se necesita mucho esfuerzo para volver a empezar de la manera en que lo ha hecho usted.

Johnas asintió con la cabeza. Las palabras le llegaban como agua tibia.

Sejer había apuntado; en ese momento disparó de nuevo.

—Y entonces, cuando por fin todo empieza a funcionar de nuevo, aparece Annie. —Johnas se sobresaltó—. ¿Le lanzaba miradas acusatorias cada vez que se encontraban en la calle? Usted debió de preguntarse por qué Annie era tan poco amable con usted, de manera que cuando vio que bajaba la cuesta corriendo con la mochila a la espalda, pensó que debía averiguarlo de una vez por todas. ¿No fue así?

Una chica bajaba corriendo la cuesta. Me reconoció enseguida y se detuvo en seco. Su cara se contrajo y me miró como dudando. Todo su ser me rechazaba: era una postura arisca, casi agresiva, que resultaba inquietante
.

Empezó a andar de nuevo a paso rápido, sin mirar hacia atrás. La llamé. ¡No quise darme por vencido, tenía que averiguar de qué se trataba! Por fin accedió y subió al coche, abrazando con fuerza la mochila que tenía sobre las rodillas. Yo iba despacio. Quise formular una frase, pero no sabía muy bien cómo empezar. Tenía miedo de hacer algo que pudiera ser peligroso para los dos. Seguí conduciendo mientras la miraba de reojo, con la sensación de que toda ella era una acusación enorme y vibrante
.


Necesito hablar con alguien —empecé vacilante, apretando el volante—. Lo estoy pasando mal
.


Ya lo sé —contestó, mirando por la ventanilla
.

Pero de repente se volvió y me miró un instante. Lo tomé como una pequeña concesión e intenté relajarme. Aún tenía la posibilidad de retirarme, de dejarlo estar, pero ella estaba sentada allí, a mi lado, escuchándome. Tal vez fuera lo suficientemente adulta para comprenderlo todo, y tal vez eso fuera todo lo que quería: una especie de confesión, una súplica de perdón. Annie y toda su palabrería sobre la justicia
.


¿Podemos ir a algún sitio y hablar un poco, Annie? Aquí dentro, en el coche, resulta muy difícil. Solo unos minutos y luego te llevo a donde tú quieras
.

Mi voz era como un hilo fino, suplicante, y pude ver que la había conmovido. Asintió lentamente con la cabeza y se relajó un poco, reclinándose en el asiento y mirando por la ventanilla. Al cabo de un rato pasamos por delante de la tienda de Horgen y allí vi una moto aparcada
.
El motorista estaba inclinado sobre algo que tenía sobre el manillar, tal vez un mapa. Subí lenta y cuidadosamente por la mala carretera que llevaba hasta la colina y aparqué donde se puede dar la vuelta. De repente Annie parecía preocupada. La mochila se quedó en el suelo del coche. Intento recordar qué pensé en ese momento, pero no soy capaz, solo sé que fuimos andando lentamente por el sendero blando. Annie caminaba erguida a mi lado, joven y terca, pero no inamovible. Me acompañó hasta el agua y se sentó vacilante sobre una piedra. Se tocaba los dedos. Recuerdo sus uñas cortas y la pequeña sortija en la mano izquierda
.


Te vi —dijo en voz baja—. Te vi por la ventana en el momento de inclinarte sobre la mesa y me fui corriendo. Luego papá me contó que Eskil había muerto
.


Sabía —contesté—, sabía por tu forma de comportarte que me acusabas. Cada vez que nos encontrábamos en el camino, en los buzones o en el garaje me acusabas
.

Rompí a llorar. Me incliné hacia delante sollozando, mientras Annie seguía sentada muy quieta a mi lado. No decía nada, pero cuando por fin me hube desahogado, levanté la vista y descubrí que ella también estaba llorando. Me sentí mejor que en mucho tiempo, de verdad que sí. El viento era suave y me acariciaba la espalda; aún había esperanzas
.


¿Qué tengo que hacer? —susurré—. ¿Qué tengo que hacer para dejar esto atrás
?

Me miró con sus grandes ojos grises, como sorprendida
.


Entregarte a la policía, claro. Decir lo que pasó. ¡Si no, jamás volverás a tener paz!

En ese instante me miró. El corazón me pesaba en el pecho. Metí las manos en los bolsillos e intenté mantenerlas allí
.


¿Se lo has contado a alguien? —pregunté
.


No —dijo en voz baja—. Todavía no
.


¡Debes tener cuidado, Annie! —grité desesperado
.

De repente sentí como si emergiera desde el fondo, desde la oscuridad, para entrar en la claridad. Un solo pensamiento paralizador me vino de pronto a la mente. Que solo Annie y nadie más en el mundo lo sabía. Fue como si el viento cambiara de rumbo; sentí un gran zumbido en los oídos. Todo estaba perdido. En su rostro se dibujó la misma expresión de asombro que en el de Eskil. Luego atravesé el bosque rápidamente. No me volví ni una vez para mirarla
.

Johnas estudiaba las cortinas, y el tubo fluorescente del techo mientras sus labios formulaban sin cesar palabras que nunca llegaron a verbalizarse. Sejer lo miró.

—Hemos registrado su casa y tenemos pruebas técnicas. Será usted acusado de homicidio por imprudencia en la persona de su hijo, Eskil Johnas, y de homicidio intencionado en la persona de Annie Sofie Holland. ¿Entiende lo que le digo?

—¡Se equivoca!

La voz era un débil gemido. Varios vasos sanguineos rotos conferían un color rojizo a sus ojos.

—No soy yo el que va a juzgar su culpabilidad.

Johnas se metió una mano en el bolsillo de la camisa. Temblaba con tanta vehemencia que parecía un anciano. Por fin volvió a sacar la mano, que asía una pequeña caja plana de metal.

—Tengo la boca muy seca —murmuró.

Sejer miró la cajita.

—Pero no habría hecho falta que la matara, ¿sabe?

—¿De qué está hablando? —dijo con un hilo de voz.

Dio la vuelta a la caja y dejó caer en su mano una pequeña pastilla blanca para la garganta.

—No necesitaba matar a Annie. Habría muerto de todos modos, si hubiera esperado un poco.

—¿Está bromeando?

—No —contestó Sejer—. Nunca bromearé con el cáncer de hígado.

—Ahí se equivoca. Annie tenía una salud de hierro. Estaba de pie junto a la laguna cuando me marché, y lo último que oí fue el ruido de una piedra que tiró al agua. No me atreví a decírselo la primera vez, que vino conmigo hasta la laguna, quiero decir. ¡Pero así fue! No quiso bajar conmigo en el coche. Prefería andar. ¿No comprende que alguien llegó mientras ella estaba junto al agua? Una chica joven, sola en el bosque. Hay montones de turistas en la colina. ¿Se le ha ocurrido pensar alguna vez que se está equivocando?

—Se me ocurre muy rara vez. Pero la batalla está perdida, ¿sabe? Hemos encontrado a Halvor.

Johnas hizo de repente una mueca, como si alguien le pinchara con una aguja en el oído.

—¿Resulta amargo, verdad?

Sejer estaba sentado muy quieto, con las manos sobre las rodillas. Se sorprendió dando vueltas a su alianza. No había mucho más que hacer. Además, la pequeña habitación estaba silenciosa y casi en penumbra. De vez en cuando miraba el rostro destrozado de Halvor, un rostro lavado y aseado, pero totalmente irreconocible, con la boca medio abierta y varios dientes hechos añicos. La vieja cicatriz de la comisura de los labios ya no era visible. Su rostro había reventado como una fruta madura. Pero la frente estaba entera, y alguien le había peinado el pelo hacia atrás dejando a la vista la piel lisa, como una pequeña indicación de lo guapo que había sido. Sejer inclinó la cabeza y puso las manos sobre la sábana. Se veían con más nitidez en el círculo de luz que emitía la lámpara de la mesilla. No oía nada más que su propia respiración y un ascensor que sonaba débilmente a lo lejos. Un repentino movimiento bajo sus manos le hizo sobresaltarse. Halvor abrió un ojo y le miró. El otro estaba cubierto de una bola gelatinosa de esparadrapo flotante, parecido a una medusa. Quiso decir algo, pero Sejer se puso un dedo sobre los labios e hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Me encanta ver esa mueca malhumorada, pero no debes hablar. Pueden saltar los puntos.

—Gacias —masculló como pudo Halvor.

Permanecieron un instante mirándose el uno al otro. Sejer movió la cabeza un par de veces, Halvor pestañeó una y otra vez con el ojo verde.

—Ese disquete —dijo Sejer—, que encontramos en el piso de Johnas, ¿es una copia exacta del de Annie?

—Mmm.

—¿No se ha borrado nada?

Halvor negó con la cabeza.

—¿Nada ha sido cambiado o corregido?

Más movimientos negativos.

—Entonces lo dejamos así —dijo Sejer lentamente.

—Gacias.

Los ojos de Halvor se llenaron de agua y empezó a moquear.

—¡No llores! —exclamó Sejer—. Se te pueden saltar los puntos. Tienes mocos, iré a buscar papel.

Se levantó, cogió papel del lavabo, e intentó limpiar los mocos y la sangre que le salían de la nariz de Halvor.

—Annie te parecería algo difícil de vez en cuando. Pero ahora ya entiendes que tenía sus motivos. Todos solemos tenerlos —añadió—. Para Annie era una carga demasiado pesada para ella sola. Sé que lo que voy a decir es una tontería —prosiguió, tal vez en un intento de consolar a ese muchacho que yacía con la cara destrozada y que le inspiraba tanta compasión—, pero tú aún eres joven. Acabas de perder mucho. En este momento sientes que Annie era la única persona con la que querías estar. Pero el tiempo pasa, y las cosas cambian. Algún día pensarás de otra manera.

Demonios, qué afirmación, pensó de repente.

Halvor no contestó. Miró las manos de Sejer sobre el edredón, la ancha alianza de oro en su mano derecha. Su mirada era acusadora.

—Sé qué estás pensando —dijo Sejer en voz baja—, que me es fácil hablar, con esta grande y ostentosa alianza de diez milímetros. Pero ¿sabes? —dijo con una triste sonrisa—, en realidad se trata de dos alianzas fundidas. —Volvió a dar vueltas al anillo—. Ella ha muerto —dijo en voz baja—. ¿Lo entiendes?

Halvor bajó la vista de su único ojo, y otro reguero de sangre y mocos le chorreó por la cara. Abrió la boca, y Sejer pudo ver los raigones destrozados.

—Pedóneme —dijo.

Por fin apareció el sol mientras Sejer y Skarre se paseaban por las calles con el perro entre ellos. Kollberg andaba a sus anchas, con el rabo muy erguido, como una bandera.

Sejer llevaba un ramo de flores, que le colgaba de un cordel enrollado en la muñeca: anémonas blancas y rojas en papel de seda. Llevaba la chaqueta por encima de los hombros y su eccema estaba mejor de lo que había estado en mucho tiempo. Andaba a su habitual paso ligero, mientras que Skarre iba dando saltitos a su lado. El perro caminaba sorprendentemente bien, a un paso digno. No iban demasiado deprisa, porque llevaban las camisas recién planchadas y no querían sudar demasiado antes de llegar.

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