Me pone de los nervios saber que hay quienes se han salvado de varios años de cárcel porque su delito prescribe. En los últimos meses hemos asistido a casos de políticos y empresarios de tronío. ¡Pero cómo puede ser! Uno llega a pensar si no estarán preparadas las dilaciones de los juicios precisamente para evitar que gentes de cuello duro vayan a la cárcel.
Tengo una experiencia personal en este sentido. Hace cuatro años se celebraba una regata de traineras y bateles en Castro Urdiales, con participación de varias tripulaciones vascas y cántabras. Yo me encontraba con el presidente de la Cofradía de Pescadores y varios concejales contemplando los preparativos. Varios remeros hacían footing para preparar la competición. De repente, uno de los remeros, que llevaba una gorra con la ikurriña, abandonó la formación y avanzó unos veinte metros hacía mí gritándome: «¡Hijo puta, esto no es España!».
Inmediatamente me fui en busca de la Guardia Civil y, sin perder de vista al remero, que ya se había metido en el bote, les pedí que le identificaran, porque quería presentar una denuncia en su contra. Como presidente de Cantabria, no podía tolerar semejantes palabras. Al acabar la regata, el remero fue requerido para identificarse, lo que originó un revuelo de solidaridad en su entorno. Costó bastante, pero al final se consiguió averiguar su identidad. Me personé en las dependencias de la Guardia Civil y presenté la denuncia, avalado por tres testigos. Pasaron los días y los meses. Recibí presiones y amenazas, igual que los testigos, para retirar la acusación, pero me negué en redondo. El remero pertenecía al mundo abertzale.
Por fin, dos años después, se celebró el juicio. La sala estaba abarrotada de jóvenes con distintivos independentistas, que venían a apoyar al acusado. Me miraban con caras y gestos que denotaban agresividad.
Me sentaron en una silla en el pasillo. La prensa publicó una foto de ese día, en la que parezco yo el reo. El juez, que no debía tener más allá de veintisiete años, me pregunta si me ratifico en los hechos. Naturalmente, le respondo. Me pide que me ponga de pie e identifique al autor de los insultos. Sin la menor duda me levanté y, señalándole con el dedo, dije: «Ese».
—¿Está usted seguro? —me inquirió el juez.
—Señoría, le identificaría aunque me lo encontrara en Nueva York, y eso que se ha quitado la barba.
Los testigos ratificaron la denuncia que yo había presentado. En ese momento toma la palabra el abogado defensor. «Señoría, según el artículo ‘x’, en concordancia con el ‘y’ y vista la jurisprudencia del Tribunal Supremo, reiterada suficientemente…, bla, bla, bla… al cumplirse dos años y siete días desde la presentación de la denuncia, el caso ha prescrito y por lo tanto se pide la libre disolución de mi patrocinado». El juez, sin cara de mucha sorpresa, consultó un minuto con el que estaba a su lado y dijo: «Queda absuelto el acusado por haber prescrito el delito».
Se me quedó una cara de tonto que aún me dura. No solo me llamaron «hijo puta» y me dijeron que Castro Urdiales no era España, es que la carcajada que soltaron en la sala aun la oigo en sueños. ¡Vamos que al abertzale le ocurrió lo que a Fabra!
Situaciones como esta crean alarma social y desmoralización. Y contribuyen a que se generalice entre los ciudadanos el sentimiento de que todo está amañado.
Creo que los ciudadanos tampoco entienden la anulación como pruebas de cintas grabadas en las que se reconoce la voz de los intervinientes y se habla de cobro de comisiones. Se anulan cuando la grabación carece de autorización judicial. Ya sé que es primordial preservar la intimidad y que la ley tiene que otorgar garantías. Pero es indignante oír grabaciones donde se proponen todo tipo de chanchullos y que quienes los proponen queden impunes por falta de cobertura legal.
Algo hay que hacer para recuperar la credibilidad y garantizar que quien la hace la paga, y con mayor rigor si quien la hace es una persona que está al frente de organismos públicos.
Me voy a permitir algunas sugerencias, porque detesto a los que denuncian y no proponen soluciones, aunque sean descabelladas. Estamos asistiendo a algunas causas de lo que llamamos corrupción. Ha empezado el juicio por el caso Matas en la Audiencia de Palma de Mallorca, se ha juzgado a Camps en Valencia. El presidente del Sevilla ha sido condenado a siete años de cárcel. Han imputado a Iñaki Urdangarin… Pero no se puede ocultar que los procedimientos por estos delitos se atascan. La tecnología no ha llegado a los juzgados como a otros estamentos. Un abogado no puede comunicarse por e-mail con un juzgado. El abogado tiene que entregar el escrito a un procurador que, a su vez, lo lleva al juzgado para que le pongan un sello, dicten una resolución con otro sello para que la otra parte lo pase a recoger y haga alegaciones oportunas. El procedimiento es de 1889, cuando no había ni teléfono ni coches.
Aunque se han hecho reformas, en su mayoría siguen respetando el modelo antiguo, con mucho escrito de abogados y muchos recursos. Es necesaria una nueva ley. Todos los gobiernos coinciden en ello, pero ninguno se atreve a ponerla en marcha.
El último gobierno socialista llegó a elaborar un proyecto de ley, pero lo presentó tres meses antes de las elecciones, cuando no había tiempo para tramitarlo. A pesar de que es algo absolutamente prioritario, todos escurren el bulto, tal vez porque no les conviene esa reforma.
Si la herramienta es buena, el operario trabaja mejor y, sobre todo, más rápido, que si la herramienta es mala. Por eso, algunos tenemos la impresión de que en materia judicial no hay interés en que las cosas funcionen bien y rápido. Además, contamos con un sistema de nombramiento de jueces y fiscales que no invita precisamente a la independencia. Los nombrados aparecen siempre tácitamente abocados a una suerte de sintonía con quien los propone. En consecuencia, asistimos a espectáculos un tanto bochornosos y sabemos por anticipado cuál va a ser el resultado de una decisión o de un nombramiento, en función de la adscripción ideológica de los magistrados.
No menos importantes son los medios disponibles. El juez que lleva el caso de Matas en Mallorca, por poner un ejemplo extensible a todos los jueces de instrucción de España, tiene que resolver todas las semanas otros juicios, desde peleas entre vecinos a robos en El Corte Inglés, que aunque sean fáciles de zanjar son muchos y absorben un montón de tiempo que debiera dedicarse a investigaciones. Es necesario, por ello, crear juzgados especializados en delitos económicos y dedicados solo a eso. No les iba a faltar trabajo.
Otro tema conflictivo es el indulto. Y sobre todo, que en esta materia el Tribunal Constitucional, que está para resolver si las leyes son o no constitucionales, le enmiende la plana al Tribunal Supremo en materia de delitos. El ejercicio del indulto por el Gobierno debiera limitarse a casos verdaderamente excepcionales. Y el presidente, o el portavoz del Gobierno, tendrían que estar obligados a dar explicaciones razonadas al Parlamento y a la opinión pública.
Habría que volver, además, al nombramiento del Consejo del Poder Judicial anterior a la ley de 1985. Es decir, que doce de sus miembros se elijan por sufragio de los jueces y no como ahora, por los partidos políticos. Sería muy conveniente también un Fiscal General del Estado nombrado por el Parlamento con una mayoría amplia, de manera que no estuviese directamente asociado al Gobierno como pasa ahora. Y con un mandato improrrogable, finalizado el cual volviera a su puesto anterior.
Los magistrados del Tribunal Supremo, una vez nombrados, no deberían optar a otros cargos. Hay que evitar que estando en el Supremo, que es lo máximo, quieran «hacer méritos» para ser nombrados también miembros del Constitucional o del Consejo de Estado. El Tribunal Supremo tendría que ser incompatible con otras instituciones.
Y muy importante, habría que crear unidades de Policía Judicial adscritas de manera exclusiva a los juzgados, sin dependencia del Ministerio del Interior. A ser posible, unidades mixtas con funcionarios de Hacienda solo dependientes de los jueces para la investigación de los delitos. Seguro que la creación de esta unidad sería muy rentable para las arcas públicas, pues conseguirían repatriar muchos fondos delinquidos.
Cuando yo estudiaba la asignatura de Hacienda Pública en la Facultad de Ciencias Económicas, los profesores nos explicaban que una de las principales pistas para detectar el fraude fiscal eran los «signos externos». Todos conocemos en nuestro entorno a personas que en muy poco tiempo han pasado de tener un piso de protección oficial y un coche utilitario a una mansión, un yate, uno o dos coches de alta gama y veraneos en lugares de lujo. La lotería toca a unos pocos. Algunos de ellos han podido tener visión empresarial y hacer negocios de éxito. Pero hay muchos que tendrían complicado justificar tan rápido y drástico cambio en sus vidas. Al que se hace rico mediante el robo o el fraude, se le nota. Porque seguro que no disfruta, como «el avaro» de Molière, contando los billetes por la noche. Por regla general, quien busca el enriquecimiento por esas vías lo hace para disfrutarlo. Y deja pistas. Los signos externos le delatan.
Muchos de los sumarios en curso en España se basan en el enriquecimiento sin justificación aparente. Los Roca, Matas, Bárcenas, Urdangarin… disfrutan todos de palacetes, varias mansiones, yates, cuadros de pintores famosos… Los signos externos son un rastro infalible.
Identificarlos podría ser uno de los cometidos principales de la Policía Judicial adscrita a los juzgados y sin dependencia del Gobierno que yo propongo crear. Pero ¿hay verdadero interés político por una medida así? Lo dudo, aunque la mayoría de los ciudadanos lo exigimos.
Otro asunto que indigna a la mayoría de los españoles son las prebendas que disfrutan los políticos en España. En general, los sueldos son moderados si los comparamos con los de ejecutivos de grandes o medianas empresas. Pero también es cierto que la política no debe ejercerse para ganar dinero, sino por vocación. Yo abandoné el Gobierno de Cantabria después de haber tenido como presidente una retribución mensual de tres mil doscientos euros, en doce pagas, y me consideraba un privilegiado. Es más, de haber tenido otra manera de garantizar el sustento de mi familia, lo hubiera hecho gratis. ¡Qué mayor honor que ser presidente de la tierra donde naciste y a la que quieres como a una madre!
Por ello hay cosas que indignan y más en tiempos como el actual, con cinco millones de personas en paro y un millón de hogares sin ningún de ingreso. Porque los expresidentes del Gobierno y la mayoría de los expresidentes autonómicos gozan cuando dejan el cargo de un estatus que es un auténtico chollo.
Los expresidentes de España pasan a ser miembros natos de ese panteón de «gente ilustre» llamado Consejo de Estado. Retribución, más de cien mil euros al año. Un gabinete de servidores, asesores, secretarias, oficina, coche oficial con conductor, guardaespaldas… Todo ello podría admitirse por la dignidad del cargo que ostentaron. Lo malo es que, además, estos expresidentes participan luego en un montón de Consejos de Administración, que literalmente les hacen ricos. ¡Las dos cosas, no! Si a un expresidente se le garantiza esa retribución con cargo a los contribuyentes, debe abstenerse de cualquier otra actividad. Y si opta por ganarse la vida en la iniciativa privada, que renuncie a la retribución pública.
Más polémicos resultan los privilegios de algunos expresidentes autonómicos. La mayoría se ha garantizado, vía leyes de sus Parlamentos, jubilaciones de lujo. Y en algún caso en autonomías que no tienen más población que algún populoso barrio de Madrid. Al cesar en el cargo, pasan a ganar más que cuando estaban en activo. Yo siempre me opuse en Cantabria a cualquier privilegio para los expresidentes más allá del inmenso honor de haber ostentado el cargo. Y cuando cesé, me fui al Parlamento, donde presido mi grupo parlamentario y recibo, como diputado, dos mil doscientos euros al mes. Nada más y nada menos. Incluso, a los veinte días de mi cese, la Consejería de Economía me requirió con urgencia la devolución de cuatrocientos veinte euros que me habían abonado de más en la última nómina, por un error de cálculo en los días trabajados en el mes de junio. Naturalmente, en las cuarenta y ocho horas siguientes hice el abono de esa cantidad.
Pero en este descrédito de la clase política, no toda la culpa es de los políticos. También los ciudadanos tienen su cuota de responsabilidad. Causa perplejidad contemplar imágenes en televisión de presidentes, alcaldes o concejales imputados por delitos de corrupción saliendo de los juzgados vitoreados por el respetable. ¡Qué perversión de la ética! Yo he escuchado a algunos una frase aterradora: «¡Roba pero hace cosas!». Así no vamos a ningún sitio.
En mi opinión, lo primero que hay que exigirle a un político es la honradez. Y luego, que no sea tonto. En otro apartado de este libro he dicho que, tras el fracaso de los economistas, sería bueno que irrumpieran en escena psicólogos y sociólogos, además de un buen número de gobernantes sin ataduras. El objetivo debe ser un mundo más habitable, donde el éxito sea algo más que acaparar riqueza y poder. Es legítimo, y casi obligado, luchar por una vida digna. Pero en este mundo estamos cuatro días. Tenemos que sensibilizarnos con el planeta, porque nos lo estamos cargando, y no es tolerable que una parte de la humanidad despilfarre mientras otra se muere de hambre. La felicidad relativa no es tan cara. Debemos desterrar la envidia y no tener como referencia a los que tienen mucho, sino aquellos que tienen menos que nosotros.
A veces pienso en esas personas que aparecen en el ranking de los mil más ricos del mundo. ¿Qué pensarán cuando un médico les dice que les quedan unos meses o unos días de vida? Seguro que si aún conservan un mínimo de lucidez, la amargura les tiene que invadir y no digamos el cabreo por dejar este mundo.
En la consideración pública de la clase política tiene también mucho que ver la Ley Electoral española, una ley que crea perplejidad. La definición de la democracia como el sistema en el que un hombre equivale a un voto es más teoría que realidad. ¿Cómo puede explicarse que un partido político con un millón de votos pueda no sacar ni un solo diputado en las Cortes mientras otro con sesenta mil votos en Ceuta y Melilla obtiene dos? ¿Por qué a quien opta a la Presidencia de España no le puedan votar todos los españoles, como ocurre en Estados Unidos, Francia o Alemania?