Altadis mima a los que fumamos y más si tenemos cierta popularidad. Un número escaso de personas pertenecemos a la Asociación de Embajadores del Habano. Privilegios: asistir a actos donde se presenta alguna novedad en materia de puros y, de vez en cuando, algún viaje a La Habana. Yo solo he acudido a un encuentro que se celebró en Cantabria, tres en mi querida Asturias y uno en Valencia, donde uno de los socios es íntimo amigo mío.
El día 29 de enero de 2009 me llamó el organizador de estos actos, un alto directivo de Altadis, Manuel López Camacho, y me invitó a un acto el domingo siguiente en el hotel Covadonga de Cangas de Onís.
—¡Qué casualidad!, donde empieza la Reconquista y el origen de España, vamos a investir a un nuevo cofrade del puro. ¡No puedes faltar!
—¿Quién es?
—Joan Laporta, presidente del Barça, y lo hacemos el domingo porque su equipo juega con el Racing el sábado a las ocho de la tarde.
Sin dudarlo, le dije que me diera de baja del club.
—¡Pero hombre! ¿Qué dices? —me preguntó asombrado.
—Mira —le expliqué—, soy radical en pocas cosas, pero hay dos en las que sí lo soy. Contra los asesinos de
ETA
y, respetando todas las opiniones, me siento profundamente español. Con el señor Laporta tengo una relación amistosa, sobre todo porque preside un club al que admiro, pero lleva un mes apoyando referéndums ilegales sobre la independencia de Cataluña. Respeto sus opiniones, pero me siento en las antípodas de ellas y a la hora de comer, o de fumar un puro, no quiero tener broncas que me amarguen la reunión.
—¿Cómo nos vas a hacer esto, si ya le hemos comunicado el nombramiento?
—Mi decisión es definitiva —recalqué.
El asunto trascendió. Recibí la llamada de los hermanos Sordo, propietarios del hotel Covadonga, que también pertenecen al Club del Habano. Son los mejores anfitriones que conozco y hacen gala a su tierra de origen.
—Revilla, aquí en Asturias se está formando un gran revuelo, nos increpan que si preferimos a Laporta o a ti. ¡Nos pones en un aprieto!
Volví a los argumentos que le expuse a Camacho.
No habían pasado dos horas cuando me comunicaron que habían retirado el nombramiento a Laporta y que, por lo tanto, debía acudir a Covadonga. Así lo hice.
Pidieron también mi autorización para explicarle a Laporta que la decisión estaba motivada por mi veto como socio. «Naturalmente», les contesté.
El problema gordo tuvo lugar el sábado, a las ocho de la tarde, en el palco de El Sardinero, donde jugaban el Racing y el Barcelona. En cuanto llegué a la sala que antecede al palco, Laporta vino hacia mí como una flecha. En alto e indignado, me dijo «¡Gracias por vetarme!». Intercambiamos algunas frases que prefiero no reproducir.
El expresidente del Racing, Francisco Pernía, hizo de muro entre los dos en los asientos del palco. El Barça ganó 0-3. A Laporta le di la mano al concluir el encuentro para expresarle mi enhorabuena. Nunca he vuelto a verle.
Mi afición a los puros ha provocado recientemente casi un incidente de Estado. Soy diputado del Parlamento de Cantabria desde 1983. Los plenos se celebran todos los lunes a las cinco de la tarde. El edificio del Parlamento está en la calle Alta de Santander. Fue un hospital para gente pobre en el siglo
XIX
, quedó en ruinas y, con la llegada de la democracia y de las Autonomías, se acordó con buen criterio rehabilitarlo como sede de los que representamos la voluntad popular. Frecuento ese edificio desde su inauguración e incluso hubo un tiempo en que podía fumar un puro en pleno debate de cualquier asunto en el hemiciclo. Naturalmente, hace ya varios años que está prohibido.
Cuando termino de comer, tengo la costumbre de fumar un puro. Todos los días, incluidos los lunes. Cuando llego al Parlamento para asistir al pleno, a veces no he consumido ni la mitad. El puro es caro y no me gusta desperdiciarlo. En el exterior del edificio, hay unas ventanas de piedra de sillería con una repisa de unos treinta centímetros. Y allí solía yo depositar el puro, protegido del viento y la lluvia, a mi llegada al Parlamento, para recogerlo al terminar el pleno y concluir la faena. Lo he hecho durante años y nunca sufrió mi puro sustracción o deterioro alguno, entre otras razones porque era muy difícil divisarlo.
Hasta el mes de septiembre de 2010. Un lunes, al salir del pleno, fui a recoger los restos de mi habano… y no estaba. Al lunes siguiente el puro sí estaba, pero habían derramado no menos de medio litro de agua encima. Me alarmé y hablé con el jefe de seguridad del edificio para pedirle que las cámaras que graban lo que ocurre en el entorno del Parlamento enfocasen al lunes siguiente la ventana donde dejaba mi preciado tesoro. Así lo convinimos.
Ese lunes, yo había comido con la ministra de Innovación y Tecnología, Cristina Garmendia, que participaba en una conferencia-almuerzo en el restaurante del Casino de Santander. A las cuatro y media me despedí de ella para cumplir con mis obligaciones como parlamentario. Salía ya del Casino, cuando el presidente del Colegio de Economistas, Enrique Campos, fumador de puros como yo, me obsequió con un espléndido habano que prendí nada más entrar en el coche.
El trayecto desde el Casino al Parlamento es de apenas siete minutos, por lo que deposité en el ventanal el puro casi entero. Celebrada la sesión plenaria, salí acompañado de varios diputados y otras personas. El puro yacía en el suelo hecho fosfatina. Se notaba que lo habían pisoteado con saña.
En mis elucubraciones sobre el posible autor del vandalismo, jamás llegué a pensar que se tratara de un compañero diputado. A los plenos de los lunes suele asistir público. En la parte superior de la sala, hay una tribuna que se llena cuando se debaten asuntos que afectan a colectivos ciudadanos. Sabido que en el ejercicio del poder se toman decisiones que no siempre son del agrado de todos, llegué a sospechar que alguien me había cogido manía y se vengaba con el puro.
En compañía de otros diputados, me dirigí a la sala donde estaban los responsables de seguridad y les pregunté si habían grabado las imágenes de la persona que me había pisado el puro. Me dijeron que sí. Con voz potente pregunté quién era. Se miraban unos a otros, pero no respondían. A mi lado había una docena de personas. «Exijo el nombre inmediatamente», les urgí. Y entonces el jefe de seguridad me dice que las imágenes ya las tiene en su poder el presidente del Parlamento.
Mi cabreo iba subiendo por momentos. Volví a exigir que me dieran el nombre de la persona que había sido filmada ensañándose con el habano. Y a la tercera, pronuncian su nombre: Ignacio Diego, portavoz del Grupo Parlamentario Popular y candidato a la Presidencia del Gobierno de Cantabria. Yo no daba crédito.
Allí mismo les conté a los periodistas lo ocurrido. En un principio, el autor de los hechos lo negó todo, al desconocer que había sido cazado como un conejo. Pero había imágenes de la tropelía, que no habría grabado mejor ni el mismísimo Spielberg. Se me ve a mí llegar a las 16.56 y depositar el puro con mimo en el fondo de la ventana. Se ve llegar al resto de compañeros. A las ocho de la tarde, unos segundos antes que los demás, abandona el edificio Ignacio Diego. Se le ve, ya en la calle, avanzar hacia la ventana, pararse un momento, mirar hacia los lados, introducir la mano en la repisa, coger el puro, tirarlo al suelo y pisotearlo repetidamente. Consumada la acción, sale apresurado hacia el aparcamiento.
El asunto tuvo mucho eco. Algunos me decían que era un tema menor, pero yo les respondía con una pregunta: «¿quien te hace eso, si no le ven, sería capaz de pincharte las ruedas del coche?». Y otra consideración más. Si esta escena entre el presidente de Cantabria y el jefe de la oposición fuese entre el presidente de España y el líder nacional de la oposición, ¿hubiese sido noticia de portada? ¿Alguien se imagina que hubiesen cazado a Zapatero destruyendo los puros de Rajoy? Está claro que el señor Diego, además de las discrepancias políticas lógicas entre dirigentes de distintos partidos, tiene contra mí una inquina patológica. Seis meses después el tsunami del
PP
en toda España llevó al «pisapuros» a la Presidencia de la región.
Lo que van a leer a partir de aquí es la reflexión de alguien con años de experiencia y que, como ya he comentado en otras partes de este libro, se cree dotado de algo que no se aprende en la universidad, el sentido común. Conozco a personas en posesión de varias carreras y varios másteres a quienes jamás consultaría asuntos elementales. Y también conozco a pastores de mi tierra cántabra que me han dado auténticas lecciones de sensatez sin haber pasado casi por la escuela. Pero entremos en materia.
Si hay una palabra que define de manera breve y acertada la economía, esta es la palabra «ciclos». Ciclos de auge, de estancamiento y de recesión. Al hablar de esta materia, podría presumir de cualificaciones académicas y he sido durante quince años profesor de Economía Aplicada en la Universidad de Cantabria. Me libraré mucho de hacerlo por el descrédito en el que está sumida mi profesión. En mi disciplina es casi una constante escuchar a premios Nobel diagnosticar la crisis y darle salida con recetas absolutamente contradictorias. En la última cena de fin de año del Colegio de Economistas, comenté con mis colegas el deterioro que sufre nuestra profesión en la consideración popular. Ha llegado a tal punto que me avergüenza decir que soy economista. Por regla general, a los médicos no se les mueren los pacientes en las anestesias. A los arquitectos no se les caen las casas, ni a los ingenieros los puentes. Pero a los economistas se nos ha caído la economía. Y solo hay uno que hoy podría salir con orgullo a la calle. Sería John Maynard Keynes, un inglés que llegó a Estados Unidos en 1930 y logró sacar a ese país de la mayor recesión de la historia.
En enero de 2007, el diario americano Wall Street Journal y el Foro de la Nueva Economía me invitaron a pronunciar una conferencia de contenido económico en el hotel Ritz de Madrid. El auditorio impresionaba. Más de quinientas personas, entre ellas Elena Salgado, Emilio Botín, Florentino Pérez, Juan Miguel Villar-Mir, embajadores de países como China, Japón, Rusia…
Comencé mi intervención anunciando que se iba a producir una crisis bancaria de enormes proporciones en Estados Unidos y expliqué que los bancos americanos se dividían en ese momento en tres: los que estaban mal y lo decían, los que estaban mal y no lo decían, y los que no sabían cómo estaban. Mis palabras provocaron perplejidad. Pero a los cinco meses quebraba uno de los mayores bancos americanos, Lehman Brothers, y en cadena varios más. El contagio se extendió por todo el mundo. El Gobierno americano y la Reserva Federal tuvieron que destinar cantidades ingentes de dinero a taponar los agujeros y garantizar los depósitos de los ahorradores. Lo mismo tuvieron que hacer la mayoría de los países europeos. Estuvimos a punto de acabar con la moneda como medio de intercambio y volver a la época del trueque.
El pánico bancario es más contagioso que la malaria o la tuberculosis. De hecho, se dice que un banco es un 10 por ciento de liquidez y un 90 por ciento de confianza. Recogen los depósitos de los ahorradores públicos y privados, pero su negocio no es guardarlo en las cajas fuertes. A corto plazo, un banco no puede reunir más allá de un 10 por ciento de los fondos necesarios para hacer frente a la demanda de depósitos. El negocio bancario consiste en retribuir esos depósitos a un interés y prestarlos luego a un interés más alto. En sus cajas solo hay un mínimo de liquidez para atender las peticiones del día. Bastaría pues que, ante el rumor de problemas en una determinada entidad, un 10 por ciento de los depositantes de ahorros solicitara el reintegro de sus fondos para que ese banco entrara en suspensión de pagos si no atendiera a sus ahorradores.
Ante una realidad de este tipo ya no hay bancos buenos o malos. El riesgo se contagia de unos a otros y la insolvencia es total. Por esa razón, en cuanto se origina un problema de este tipo, los Gobiernos intervienen de inmediato garantizando los depósitos de los ahorradores.
Yo viví en primera persona una situación de estas características. En 1982 era director del Banco Atlántico en Torrelavega. Acababa de llegar al poder Felipe González. Un día, en el telediario de las nueve de la noche, el ministro de Economía, Miguel Boyer, anunció la expropiación del banco, que en estos momentos era de José María Ruiz-Mateos. Lo que ocurrió al día siguiente, a las ocho de la mañana, quedará imborrable en mi retina y en mi memoria. Cuando me iba acercando a mi oficina, en la calle José María de Pereda, más de quinientas personas rodeaban la sucursal bancaria. Me temblaban las piernas. Todos me exigían su dinero.
No les pude convencer. Un furgón del Banco de España se encargaba de introducir el papel moneda en la caja para atender los reembolsos. Cuando los cien primeros cobraron, muchos se volvieron a casa al comprobar que los depósitos estaban garantizados. Pero si los clientes no hubieran cobrado, la psicosis y el pánico habrían contagiado a todos y las colas se habrían producido en unas horas en todos los bancos. No hay nada más temeroso que el dinero.
He dicho que la crisis empezó con la insolvencia de la banca americana. Todos admiten hoy que así fue, en el origen, una crisis financiera en Estados Unidos desatada por tres razones: la liberación financiera internacional, los abusos y la rapiña de las innovaciones financieras con productos que jamás habíamos conocido y la política monetaria.
Así como parece razonable para la economía mundial la liberalización de bienes y servicios, en el caso de los mercados financieros la cosa no está tan clara. De entrada, los flujos de capital no fueron de los países ricos a los países pobres, sino al revés. Se acumularon en los países ricos cantidades ingentes de dinero que las entidades financieras tenían que colocar, vía crédito, donde fuese, sobre todo en el sector inmobiliario. Lo hicieron sin las garantías pertinentes, prestando ingentes masas monetarias a insolventes y creando una burbuja especulativa.
He mencionado como segunda razón la revolución tecnológica de las finanzas, que ha permitido a los bancos trasladar los riesgos crediticios a inversores y entidades financieras de todo el mundo. Esta revolución tecnológica ha hecho posible una sofisticación en la oferta de productos bancarios que uno recibe en casa y que a mí, que soy del oficio por formación y experiencia, me causa asombro y desconcierto. Hace unos años, las ofertas bancarias eran créditos, obligaciones, acciones. El cliente optaba por la cuenta corriente, la libreta de ahorro o el plazo fijo. Ahora te ofrecen elementos híbridos entre la renta fija y la variable, entre préstamos y bonos. Productos como las opciones futuras y una cosa que llaman swaps, en inglés, para que comprendas menos.