Todo esto en manos de una jungla de listos, que eufemísticamente se llaman «especuladores-operadores de oído» y que trasladan las turbulencias financieras por todo el mundo como si fuesen ciclones. Son una nueva casta de piratas, que sin plantilla laboral, a veces sin ni siquiera oficina, ganan en un día más de lo que gana en un año un empresario con quinientos trabajadores fabricando bienes de equipo, por no hablar de ganaderos o agricultores trabajando de sol a sol para sacar adelante una cosecha de trigo, de aceituna o millones de litros de leche. Estos individuos son los poseedores de las auténticas armas de destrucción masiva y no Sadam Hussein.
El tercer factor que hizo estallar las finanzas americanas fue la política monetaria. La guerra de Irak provocó un momentáneo crecimiento de la economía, superior al 4 por ciento del
PIB
. En esa coyuntura aparece el gurú de la economía mundial, Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal Americana. ¿Se acuerdan de él? Hagan memoria. Nariz larga, gafas de culo de botella, caminaba siempre mirando para abajo. Solía llevar una gabardina tres cuartos y una gran cartera que casi tocaba el suelo. Los jefes de Gobierno inclinaban la cabeza a su paso. Le llamaban el mago, el sabio, el gurú de la economía. Lo que decía Greenspan era dogma de fe. Hoy es el tonto de su pueblo, que la verdad no sé cuál es.
Colocó los intereses al cero por ciento cuando la economía crecía al cuatro y permitió una barra libre sin controles que acabó en el estallido. A ese mago de las finanzas, a quien hoy ya todos critican, le denosté yo cuando estaba en la gloria y tenía entre otras misiones el control regulatorio de la banca americana. Permitió la creación de un sistema financiero, paralelo a la red bancaria tradicional, que actuaba con opacidad, con desprecio al riesgo, con traslado doloso de su actividad a medio mundo. Y no podemos pasar por alto el papel de las agencias de rating, que nos tienen en vilo y que suben o bajan la categoría de la solvencia de un país mientras se toman una cerveza.
Con este caldo de cultivo de permisividad y barra libre que ponen en marcha Bush y Greenspan, la codicia consustancial al ser humano no tardó en aparecer. Llegó unos metros antes que la corrupción. Bancos que nos parecían a los españolitos sinónimo de seguridad cayeron como naipes dirigidos por avariciosos y corruptos. Merrill Lynch, Goldman Sachs, Lehman Brothers, J.P. Morgan. ¿Cómo fue posible que otro venerado sabio de las finanzas, Bernard Madoff, a quien invitaban a la Casa Blanca y al que las agencias de rating daban la triple
AAA
en solvencia, fuera un chorizo que llegó a estafar cincuenta mil millones de dólares?
Lo malo de estas estafas es que fueron colectivas, no afectaron solo a Estados Unidos. De esos cincuenta mil millones, cuatro mil eran españoles. La tendencia a estafar y especular se instaló en esos años y aún no ha desaparecido, como analizo en otro capítulo de este libro.
La crisis que ha detonado las actuaciones temerarias de los bancos americanos de inversión empezó creando problemas de liquidez, trajo la desaceleración de la economía americana y, rápidamente, se extendió por Europa. En una economía global como la actual, no quedó al margen ningún país desarrollado. Se dice que cuando Norteamérica estornuda, Europa coge un catarro. Y España pilló la pulmonía.
¿Por qué nos ha golpeado la crisis de manera más brutal? Entre 1997 y 2007, España vivió una etapa que muchos denominaban de milagro económico. Se creció a ritmos anuales superiores al 3,5 por ciento, algunos años incluso por encima del 4 por ciento (1999). España logró crear en esa década tres millones de nuevos empleos. Hubo años de seiscientos cincuenta mil nuevos puestos de trabajo. Empezaron a llegar millones de inmigrantes a nuestro país. Todo era un espejismo. España era un coloso con pies de barro.
Mientras el
PIB
aumentaba a tasas anuales de casi el doble de la media europea, la economía española perdía productividad y competitividad a chorros, porque el crecimiento estaba basado en emplear más máquinas, ladrillos y trabajadores de baja cualificación para hacer más de lo mismo. Teníamos una economía basada fundamentalmente en el boom inmobiliario residencial. Hubo años en que se llegaron a construir un millón de viviendas. Una locura.
Con actividad desmesurada, el sector de la construcción genera a corto plazo un empleo masivo, pero que tiene lógicamente fecha de caducidad. No se podía mantener aquel ritmo de construcción de viviendas. Además, España sufría un enorme déficit en las cuentas públicas (-11,30 por ciento del
PIB
) y en la balanza corriente (-10 por ciento). Pero había otro factor que agravó la crisis: el fuerte endeudamiento de las instituciones públicas (Gobierno central, autonómicos y ayuntamientos), las familias y las empresas y, sobre todo, el sistema financiero.
Se habla mucho del endeudamiento de las Administraciones Públicas. No es el mayor problema. Representa el 65 por ciento del
PIB
de un año y es inferior a la media de endeudamiento de nuestros socios europeos. El problema está en los endeudamientos de las familias, empresas y bancos. Sumados todos ellos, debemos tres billones de euros, o lo que es lo mismo, la producción de España de tres años. Una barbaridad.
Es la consecuencia de las políticas de instigación del consumo. Con los intereses a tipos entre el 1 y el 2 por ciento, las familias se lanzaron al endeudamiento. Los bancos te buscaban para darte créditos. No era suficiente tener vivienda habitual, había que tener otra en la playa, o en la montaña. Viajar de vacaciones por el mundo era casi una obligación.
Yo suelo contar alguna anécdota al respecto. Una vez me encontré con un amigo en la calle y me preguntó si había estado en Petra:
—¿Dónde está ese bar? —le contesté.
—No hombre, te hablo de Petra en Jordania. Yo ya he estado dos veces.
Se sorprendía de que yo no lo conociera.
Recordarán que hace tres años miles de manifestantes con camisetas rojas bloquearon el aeropuerto de Tailandia para exigir la dimisión del Gobierno. No sé cómo, pero algunos consiguieron mi número de móvil y recibí más de veinte llamadas de socorro:
—Revilla —me decían—, tú que eres amigo de Zapatero habla con él para que nos saquen de aquí. Somos quinientos españoles.
—¿Pero qué hacéis en Tailandia? —preguntaba yo.
—De vacaciones —respondían.
—¿Y por qué no os habéis venido a Cantabria, que es más seguro?
La gente pedía créditos para ir de vacaciones. En cualquier lugar del mundo donde ocurría un incidente había siempre un español. Todavía hace un mes he recibido una carta del banco donde tengo la cuenta: «Estimado cliente, el banco y la agencia de viajes equis le ofrecemos unas vacaciones en Turquía, ocho días y siete noches en un hotel de cuatro estrellas por quinientos sesenta euros, que el banco le financia a cuatro años, descontándole módicas cantidades mensuales». Yo no salía del estupor. Uno se puede endeudar para pagar la vivienda familiar o para que los hijos estudien. ¿Pero para ir de vacaciones?
En 2006 tuve la oportunidad de conocer a Lionel Jospin, quien fuera primer ministro de Francia. Hay una organización llamada el Club de Madrid, integrada por exjefes de gobierno y primeros ministros de todo el mundo. Se reúnen una vez al año en diferentes lugares y en aquella ocasión se encontraban en Cantabria. Tuve el honor de ser su anfitrión y compartir con ellos la cena inaugural de las jornadas, sentado al lado de Jospin. Habla bastante bien español, lo que nos permitió una gran sintonía.
Le vendí tanto Cantabria que se quedó un día más para que yo le enseñara los lugares más emblemáticos de mi tierra. Recuerdo que estábamos comiendo en Santillana del Mar cuando me dijo: «Revilla, para mí España es un misterio. En los años sesenta y setenta, llegaban a Francia trenes abarrotados de emigrantes españoles, que llevaban una maleta amarrada con una cuerda y aspecto humilde y desaliñado. Hoy los españoles inundan París, ya no como emigrantes, sino como turistas. Son los preferidos de la hostelería francesa. Cuando un español entra en un restaurante, los camareros dejan tirados a los compatriotas, porque saben que comerá a la carta, pedirá un vino de categoría y dejará la mejor propina. Estoy alucinado por cómo vivís los españoles».
Las palabras de Jospin, tan en consonancia con lo que he comentado antes, me incitan a realizar un descanso en esta árida narración de la crisis para compartir con los lectores un relato que también le conté al exministro francés.
Era el año 1970. Yo soy un hombre muy peculiar y de costumbres fijas. Por ejemplo, desde los veinte años siempre me corta el pelo el mismo peluquero, Emilio. Lleva quince años jubilado, pero a mí sigue atendiéndome. Tomo el café siempre en el mismo sitio y mi mejor amigo se llama Lin Argos Cano, de Noja. Desde hace cuarenta y dos años, el día de Nochebuena comemos los dos mano a mano. No hemos fallado nunca. Lin fue poco a la escuela, pero es más inteligente y sabio que el ya mencionado Greenspan. Tiene un camping en Noja y es soltero.
En 1970 me dijo un día que teníamos una cosa a la que no damos aprecio y que volvía locos a los franceses, los caracoles.
—Mira, Revilla, yo tengo en el camping a un francés que tiene un puesto de venta muy importante en Burdeos y que nos paga a sesenta y ocho pesetas el kilo todos los caracoles que seamos capaces de llevarle. Ellos no los llaman caracoles, sino escargotes, pero son iguales. Al lado del camping tengo un terreno de dos mil metros cuadrados. Voy a ponerme en contacto con los niños de las escuelas para comprarles a veinticinco pesetas todos los caracoles que me apañen. Pongo una red metálica y los voy almacenando hasta que tengamos tres mil kilos. Yo no entiendo de papeles, pero tú que has estudiado mira a ver qué hay que hacer para salir con ellos y llegar a Burdeos.
Me mandó el contrato. Necesitábamos una furgoneta, carta verde, sanidad, licencia de exportación, etc. Exportar en el año 1970 en España era más raro y complicado que dedicarte a la investigación. En cuatro meses, Lin había reunido los tres mil kilos de caracoles. Yo tenía todo el papeleo. Compramos una furgoneta Avia de tercera mano por cincuenta mil pesetas. Llegó el día. Primer negocio y primera salida de España. Inolvidable.
La víspera, Lin recorrió todas las fruterías de la comarca para recoger cajas de madera y meter en ellas a los caracoles. Teníamos que estar en Burdeos a las doce del mediodía, en el mercado central. A las cuatro de la mañana ya estaban los caracoles en el vehículo. Al ser de tercera mano, la cerradura de atrás estaba rota y tuvimos que cerrarla con una cuerda. Conducía yo, porque Lin no tenía carnet.
Salimos de Noja, pasamos Castro Urdiales, después Bilbao, Eibar y a las ocho y media estábamos en Irún. En aquella época España no tenía autovías. Una hora de control. Lo teníamos todo en regla. Allí mismo cambiamos diez mil pesetas en francos para gastos corrientes. Recuerdo que por cada veinticinco pesetas nos dieron un franco. Todo iba sobre ruedas.
Dejar España y transitar por Francia en aquellos años me impactó. ¡Qué urbanismo! ¡Qué llanuras! Las Landas me parecieron interminables, entre pinos majestuosos. Los coches que veíamos eran de lujo comparados con los que circulaban en España. Y ocurrió algo sorprendente. A mitad de Las Landas, los coches que nos cruzábamos empezaron a pitarnos. Yo no entendía nada. Iba a 60 kilómetros por hora, por el carril de la derecha, la temperatura de la furgoneta era normal, las ruedas…
Le digo a Lin:
—¿Qué pasará, que nos pitan?
Y me responde:
—No hagas caso, son estos H.P. franceses, que ven la matrícula y no nos pueden ver a los españoles.
La cosa iba en aumento. Ya no solo pitaban, también asomaban la cabeza por la ventanilla y se reían. «Lin, voy a parar, que aquí ocurre algo». Vi un área de descanso y aparqué la furgoneta. Cuando salimos del coche, el espectáculo era el siguiente: por la ranura del cierre de la puerta trasera habían salido la mitad de los caracoles, que invadían la carrocería. No se veían los faros, ni la matrícula. Los escargotes tapizaban el coche.
No llegamos a Burdeos hasta las dos de la tarde. El mercado estaba cerrado y hasta las seis no localizamos al comprador. Pero logramos culminar la primera exportación. Y para celebrarlo nos fuimos al cine a ver El último tango en París, que estaba prohibida en España.
Al acabar mi relato, Lionel Jospin, que tiene aspecto de serio, incluso de huraño, pero posee un gran sentido del humor, me dijo: «Normal lo de los caracoles. Huían de la dictadura y llegaban a la democracia».
La masiva publicidad incitando al consumo, los bancos ofreciendo dinero a intereses desconocidos para los españoles, la lógica apetencia por vivir bien… Todo ello ha llevado a muchas familias a financiar casas, viajes, electrodomésticos, bodas, y hasta la compra de alimentos en las grandes superficies. Y las familias españolas son en este momento las más endeudadas del mundo. Deben ochocientos treinta mil millones de euros, lo cual me recuerda el refranero popular: no puede ponerse el carro delante de los bueyes.
La mayor responsabilidad en esta vorágine gastadora la tienen los bancos. Con una barra libre de dinero barato, la tentación de prestarlo con un buen diferencial hizo que se persiguiese a los clientes con ofertas de crédito de dudosa garantía. Cuando yo era bancario, los créditos se concedían por el 70 por ciento de la garantía hipotecaria, e incluso a veces se exigía como aval la firma de la parentela. En la época del boom del ladrillo, cuando se vendía todo a precios astronómicos, los créditos se daban sobre el valor inflado del inmueble.
Y la gente se pregunta por qué se ha cerrado ahora el grifo. La respuesta es muy fácil. La banca española debe quinientos cuarenta mil millones de euros. De esta gigantesca cantidad, cien mil millones los tienen prestados a empresas inmobiliarias, algunos de muy dudoso cobro. En este momento, la banca ya es la mayor agencia vendedora de pisos. Tienen en su propiedad, fruto de embargos, propiedades inmobiliarias por valor de sesenta mil millones de euros. Cuando entras por la puerta de un banco y ven que vas a ingresar dinero, no te hablan del tipo de interés que vas a recibir, te enseñan un álbum de fotos de pisos e intentan colocarte uno.