Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
♦♦♦
Gálvez regresó al colegio con la pierna enyesada desde la ingle hasta el talón y asistido por un par de muletas. Entró en el aula, y los compañeros se amontonaron para saludarlo y palmearle la espalda. Se había ganado el respeto de sus pares al declarar ante los medios periodísticos que la culpa había sido de él, que él había convencido a Camila de acompañarlo, que le había prometido que regresarían pronto para unirse al grupo nuevamente y que había fanfarroneado al asegurarle que conocía muy bien el parque, cuando hacía años que no lo visitaba. “Le debo la vida a mi compañero Lautaro Gómez. Sin él, creo que Camila y yo no habríamos contado el cuento”, remató.
Gálvez demostró que hablaba con el corazón cuando le pidió a su padre –después de años de ausencia, había reaparecido al enterarse por la televisión de la tragedia vivida por su hijo–, un hombre muy rico, que se hiciese cargo de los gastos en los que había incurrido el gobierno de la provincia de Córdoba para rescatarlos, ya que, por la ley 9.856 de 2010, los que se extravían en las sierras deben hacerse cargo del costo de las tareas de rescate. El padre, que deseaba compensar al hijo por los años de abandono, consintió a su pedido y extendió un cheque por una cifra con varios ceros, aunque esa suma constituía solo una parte de las erogaciones incurridas para buscarlos; del resto, se harían cargo las instituciones públicas.
Las declaraciones de Gálvez terminaron de catapultar a la fama a Lautaro Gómez, que se convirtió en el héroe del momento. Era el chico que había ganado el Primer Maratón de Matemáticas y Física y el que le había salvado la vida a sus compañeros. Imágenes de él resolviendo los desafíos matemáticos y físicos durante el maratón se repetían en los noticieros, intercaladas con otras en el Centro de Visitantes de la Quebrada del Condorito o en el Hospital Regional de Alta Gracia. Se hacía hincapié de su participación en el movimiento scout y se pasaban filmaciones caseras con Lautaro, en el típico uniforme, y sus compañeros haciendo obras de bien. Los videos que Brenda había subido a Youtube en los que Gómez aparecía con el karate-gui (el pijama, como lo llamaba Camila), dando muestras de su habilidad en esa disciplina, se convirtieron en los más visitados por esos días. Lo invitaban a participar en programas de radio y de televisión; lo querían entrevistar las revistas y los diarios; hablaban de él en los programas de política y de interés cultural como un ejemplo de integridad y de valores. Gómez aceptó hablar por teléfono en dos oportunidades con periodistas radiales a los que respetaba. Lo demás, lo rechazaba.
Su popularidad le significaba que lo detuviesen en la calle, en el supermercado, en la puerta del cine, en la heladería, para saludarlo y colmarlo de halagos. Las chicas le coqueteaban y le pedían autógrafos y le entregaban papelitos con sus nombres y sus números de celulares. Camila temblaba de celos y de inseguridad, y se aferraba a lo que Alicia le había explicado cuando volvieron a encontrarse en Buenos Aires.
—¿Qué aprendiste con todo esto, Cami?
—Que soy una boluda.
—No. Que sos más fuerte de lo que creías; yo diría, que sos poderosa, y que tu desconfianza en vos misma, que, por ende, proyectás en Lautaro, tiene que terminar. La vida está insistiendo en que te hagas con el poder con el que naciste y que camines tranquila y confiada. Siempre atenta, por supuesto, pero segura de que vos sos Camila, una gran persona, y de que, adonde vos entres, nada será igual porque tu luz lo cambia todo. Si no entendiste este mensaje tan manifiesto, la vida volverá a cachetearte hasta que lo entiendas. Así será.
Con esas palabras
in mente
, Camila apretaba la mano de Gómez, sonreía a quienes lo saludaban y se dedicaba a admirarlo y a amarlo. Era un ejercicio difícil, pero, como también aseguraba Alicia, el secreto para conseguir que se volviese una costumbre radicaba en la práctica.
—Camila, esta fama no es nada —le aseguró Gómez en una oportunidad en que un grupo de chicas lo asedió en un
shopping
para pedirle autógrafos; si bien ella no le había reprochado nada, él la conocía y sabía de sus dudas y temores—. Esta fama es igual que la niebla que tuvimos que bancarnos en el Condorito: hoy está, mañana desaparece. Y yo no soy tan idiota de aferrarme a algo que no existe. —La atrajo hacia él rodeándole la cintura con ambos brazos—. ¿Pensás que arriesgaría lo que tenemos por una de esas? Pueden ser buenas minas, no lo niego, pero ¿quién es como mi Camila?
Era sabio su Lautaro, y tenía sentido del humor también, el que demostró la mañana del regreso de Gálvez al colegio, cuando este, después de saludar y responder preguntas, se acercó a su banco, apoyado en las muletas, y le dijo:
—¡Ey,
boy
scout! ¿A cuántas ancianitas salvaste hoy?
—A ninguna. Pero ¿no te contaron del boludo al que le salvé la pierna?
Las carcajadas se elevaron como un rugido, a las que le siguieron aplausos y vítores, mientras Gálvez, Gómez y Camila se estrechaban en un abrazo.
Enero de 2012
Camila pasaba una temporada en la casa de veraneo de los Gómez, en San Justo, una construcción de una planta, amplia, fresca y luminosa, en la que siempre flotaban las esencias que Ximena quemaba en los hornitos depositados en lugares estratégicos. A esa quinta, como la llamaban, la había construido el padre de Lautaro en un barrio cerrado, cercano a la fábrica, por eso para él tenía un valor especial. Se lo pasaba buscando rincones con la pintura descascarada, problemas de humedad, puertas que no cerraban, tablitas del parqué sueltas, ventanas que no corrían, y se empeñaba en arreglarlas o en hacerlas arreglar. Se levantaba antes que el sol para cortar el césped, podar los ligustros y limpiar la piscina.
Esa mañana, Camila y Ximena lo observaban desde sus cómodas posiciones en la galería, mientras compartían mate, palmeritas y biscochos. Max caminaba junto a Gómez, al ritmo de la cortadora de césped.
—Lo imita a Héctor —comentó Ximena—. Me parece estar viéndolo, empujando esa misma máquina para cortar césped y con ese pañuelo en la cabeza.
Camila sonrió ante la mención del pañuelo con el que Gómez se había envuelto la cabeza; lo había atado con cuatro nudos, como hacen los hinchas en los partidos de fútbol. Se quedó quieta, y el pecho se le agitó a causa del anhelo que Lautaro le provocaba, aun cuando el sueño todavía la amodorraba. Habría considerado un sacrilegio levantarse a las siete en vacaciones si no hubiese sido porque quería compartir con él cada instante de ese último día juntos. Por la tarde, sus padres vendrían a buscarla para ir a pasar una quincena en una playa de Florianópolis, en Brasil.
Eran las primeras vacaciones en mucho tiempo y, sobre todo, las primeras después del período de separación, que se prolongó durante varios meses luego del rescate de Camila. Sin embargo, ese hecho había colocado un mojón en la relación de Josefina y Juan Manuel, a partir del cual las cosas empezaron a cambiar para bien. Nunca olvidaría la tarde de finales de noviembre, días después del cumpleaños de Lautaro, en que, de vuelta de lo de Alicia, se topó con la valija de Juan Manuel en el comedor. Oyó las voces y las risas de Nacho y de sus padres, provenientes del dormitorio, y se tapó la boca para refrenar el llanto. Sin delatar su presencia, cruzó corriendo la cocina y se encerró en su habitación para llamar por teléfono a Gómez.
—¿Lautaro?
—Hola, mi amor.
—Yo… —alcanzó a pronunciar, antes de que se le cortase la voz.
—Camila, ¿estás ahí? —Camila sollozó—. Ah, sí, ya entiendo. Te acabás de enterar de que tu viejo volvió a tu casa.
—Sí —fue lo que consiguió articular.
—Nacho me llamó hace diez minutos para contarme.
—¿Sí?
—Sí, ya sabés cómo es de ansioso. Estoy feliz por vos, mi amor.
—Gracias —susurró, porque, gracias a él, había soportado aquel domingo espantoso en el que Juan Manuel abandonó el hogar familiar, y también, gracias a él, había aprendido a conocerse y a ser mejor persona. Solo con él quería compartir una de las mejores noticias del año.
El recuerdo le llenó los ojos de lágrimas, y también se le mezcló con la tristeza que le causaba imaginar el sufrimiento de Gómez por la ausencia del padre. ¡Cómo lo había querido! ¡Cómo lo seguía queriendo! A veces, la fastidiaba que existiese un aspecto en la vida de Lautaro que a él le provocase una pena tan honda y que ella no pudiese solucionar. En ocasiones, cuando sus partes oscuras prevalecían sobre las luminosas, sentía celos del padre de Lautaro, y, enseguida, se avergonzaba. No era fácil perder las mañas.
Lo observó con ávido interés, mientras él empujaba la cortadora de césped. Solo llevaba traje de baño y ojotas. Le estudió la espalda bronceada, los brazos largos y flacos, aunque fibrosos, las piernas peludas y el perfil de nariz tan peculiar. “Tan de Lautaro”. Él detuvo la máquina y se dio vuelta para mirarla, como si hubiese oído que ella estaba llamándolo con la mente.
—Ximena, ¿puedo llevarle un mate?
—Por supuesto.
Se ajustó la salida de baño, se calzó las ojotas y se lo llevó, además de dos biscochos de grasa, que a él le encantaban. Gómez la besó en los labios antes de succionar la bombilla. Camila se acuclilló para acariciar a Max.
—Hola, tesoro mío. Sos el perro más lindo del mundo, ¿sabías? —Max ladró; movía la cola sin cesar—. Sí, claro que sos el mejor y el más lindo.
—Te levantaste temprano —comentó Gómez—. Qué raro. ¿No me dijiste que a los de Tauro les gusta dormir?
—Sí, pero hoy es nuestro último día juntos y me sacrifiqué por vos, porque quiero aprovecharlo para estar con vos todo el tiempo.
—Pero estabas con mi vieja, no conmigo —le reprochó.
—Estaba desayunando. Mi amor por vos es inmenso, pero no subestimes la necesidad taurina de comer. —Extendió la mano para recibir el mate y, cuando estaba por agarrarlo, Lautaro lo apartó.
—Llevalo y volvé —le ordenó.
—Ximena, te abandono —le anunció Camila, que, desde hacía un tiempo, la tuteaba, a pedido de la madre de Lautaro.
—Me parece muy bien.
Gómez la ubicó delante de él, le colocó las manos sobre la empuñadura de la cortadora de césped y se las cubrió con las suyas.
—Ayudame a cortar el césped —le susurró al oído, y arrancó la máquina.
—Te ayudo porque te amo, porque otra cosa que no te dije es que las taurinas somos cómodas y un poco vagas.
Se desplazaban con pasos cortos y torpes, y Camila soltaba risitas nerviosas para disfrazar la inquietud que le causaba ese contacto con el cuerpo de Lautaro.
—Hablame de los escorpianos.
—Ya te dije todo lo que sé. Que son los más complejos e hinchas del Zodíaco.
—Yo leí algo el otro día que vos nunca me contaste.
—¿Sí? ¿Qué?
—Que Tauro y Escorpio, en la cama, son una explosión de placer. Así decía.
Las uñas de Camila se hundieron en la gomaeva de la empuñadura.
—No lo sabía —mintió.
—Bueno —suspiró Gómez—, supongo que, algún día, lo descubriremos.
El rugido del motor de la cortadora llenó el silencio. Semanas atrás, Camila y Josefina habían sostenido una conversación seria, profunda y madura acerca de las relaciones sexuales, tal vez la primera conversación con el corazón en la mano que Camila sostenía con su madre. Días más tarde, Josefina sacó un turno con la ginecóloga, y fueron a la consulta. La médica, de unos cincuenta años, le habló de muchas cuestiones, y Camila salió mareada a causa del exceso de información. Al otro día, Alicia la ayudó a clasificarla y a procesarla.
—¿Por qué todavía no tuve relaciones con Lautaro? —se preguntó, con una mueca de fastidio—. Lo amo con toda mi alma. ¿Por qué, si el deseo que siento por él a veces me deja estúpida?
—¿Hay alguna ley que dice que ya deberías haber tenido relaciones con él? —Camila sonrió con desgano y negó con una agitación de cabeza—. Entonces, no te des manija con eso. Todavía sos muy chica, Cami. Tenés dieciséis años. Y hacer el amor no es juego de niños, aunque ahora esté de moda entre ustedes, los adolescentes. Después, vienen los embarazos precoces y los abortos. Una mala experiencia a tu edad puede trastornarte. Ustedes son juiciosos. Sabrán cuándo ha llegado el momento. Y serán felices. Algo que me gustaría pedirte es lo siguiente: la primera vez que hagan el amor será tan difícil para vos como para Lautaro. Te ruego que no te pongas nerviosa.
Camila se estremeció al evocar la recomendación.
—¿Qué pasa? Temblaste —le habló Gómez al oído.
—Nada —susurró—. Estoy bien.
Brenda irrumpió con su consabido buen humor, y Gómez detuvo la cortadora.