Read Nacida bajo el signo del Toro Online
Authors: Florencia Bonelli
—¿Vamos a la pile?
Camila le envidió el espíritu libre y osado, mientras la observaba correr, solo con la bikini encima, y arrojarse al agua como un bombazo. Ella se despojó de su salida de baño en el borde de la pileta para revelar su traje de baño entero por un instante antes de entrar raudamente en el agua. Le quedaba muy bien, lo sabía, y las margaritas en tonos rosas, naranjas y blanco contrastaban con su piel tenuemente bronceada. No obstante, lamentaba que sus complejos le hubiesen impedido dar el gusto a Lautaro y usar una bikini.
Él se tiró de cabeza desde el trampolín y nadó por debajo del agua hasta tocarle las piernas. La arrinconó contra la pared, y Camila le quitó el pelo de la cara. Gómez le dijo:
—Ahora me alegro de que no te hayas comprado una bikini.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Porque todos en la playa de Brasil te querrían levantar, y yo estaría aquí, muriéndome de bronca.
—Aunque todos en la playa de Brasil quisieran levantarme, lo cual me parece un poco exagerado, pero bueno… Aunque todos quisieran levantarme, yo no le daría bola a ninguno.
—Pero, tal vez, si alguno con un lomo bien trabadito, todo bronceadito, insistiera mucho… No sé, tal vez, lo conseguiría, ¿no?
Camila le lanzó un vistazo furibundo y se removió para salir de la piscina.
—¡Ey, quieta ahí! No te ofendas.
—No sé cómo podés pensar que sería capaz de traicionarte. ¡Ni aunque viniese Brad Pitt lo haría! Parece que no sabés cuánto te quiero. ¿O lo decís porque, si a vos te coquetease una chica con bikini y un lomazo, me serías infiel?
—¡Sabés que no! ¡Estaba haciéndote una joda! ¡Lo decía para hacerte un chiste!
—No me gustó tu chiste, Lautaro.
—Ya me di cuenta. Perdoname.
—¿Por qué lo dijiste, entonces? Me heriste.
—Lo dije porque ya estoy loco de celos pensando que vas a estar lejos de mí quince días, mostrándote en la playa…
—No voy a estar
mostrándome
, Lautaro. Sabés cómo soy de vergonzosa. Me lo voy a pasar leyendo debajo de la sombrilla.
—¿Sí? ¿En serio me lo decís?
Él rara vez desvelaba sus temores, en gran parte, porque no los tenía; pero, cuando alguno lo asolaba, circunstancia que lo irritaba y ponía de pésimo humor, se esforzaba por disimularlo. Por eso, porque él estaba mostrándole su pena y su inseguridad sin disfrazarlas, el corazón se le llenó de ternura y compasión. Le encerró la cara entre las manos y le dijo sobre los labios:
—Te lo prometo.
—¿Y me vas a llamar todos los días?
—¿Todos los días? —lo provocó.
—¡Camila, para eso te regalé el celular en Navidad y ayer te puse un montón de guita de crédito!
—Sí, pero ¿no te parece mucho, todos los días?
—Camila —la apremió, con impaciencia.
—¡Sí, sí! —claudicó ella—. Todos los días. Te lo prometo.
—¿Y me prometés que vas a caminar con la vista al suelo y que no vas a mirar a ninguno?
—No, eso no te lo voy a prometer, pero te prometo que te voy a amar toda mi vida, y que te voy a ser fiel siempre, en cualquier situación.
Él parecía sobrecogido en su silencio de mirada intensa.
—¡Bueno, bueno! —vociferó Brenda—. ¿Acaso soy de palo? Dejen de hacerse mimos y vamos a jugar a la pelota, que estoy más aburrida que un hongo.
♦♦♦
Los Pérez Gaona pasaron la tarde en la quinta de los Gómez. Ximena y Juan Manuel hablaron mayormente de trabajo, mientras Josefina los acompañaba y los escuchaba con interés. Nacho se metió en la pileta para abandonarla solo cuando sus padres le anunciaron que se marchaban.
Entonces, Gómez tomó de la mano a Camila y la condujo a la parte trasera de la casa, a un sector solitario donde había una casilla, en la que guardaban las herramientas y los utensilios de jardinería. Cerró la puerta de chapa y la besó locamente.
—Llamame todos los días. Por favor —le rogó—. No quiero mensajitos. Quiero oírte la voz, aunque sea un minuto por día. Con el crédito que te puse, nos va a alcanzar. Y, si te quedás sin crédito, yo te hago una recarga virtual desde acá, no te preocupes.
—Nunca tengas apagado el celular —le pidió ella.
—Nunca lo voy a apagar, ni de noche. No quiero dejarte ir.
—No quiero irme.
—No te vayas.
—Voy a pensar en vos todo el tiempo, a cada minuto. Lo sé. Va a ser horrible.
—¿Qué día vuelven?
—El 1 de febrero, a la tarde. Yo te llamo cuando estemos llegando.
—¿Puedo ir a esperarte a la puerta de tu edificio?
—¡Sí, por favor!
—Prometeme de nuevo todo lo que me prometiste esta mañana, en la pileta.
—Te prometo que te voy a amar siempre, y que te voy a ser fiel toda mi vida, en todas las circunstancias. Y te prometo también algo más: cuando vuelva de Brasil, vamos a comprobar eso que dicen de Tauro y de Escorpio, que, juntos, en la cama, son una explosión de placer.
Lo besó en los labios y, aprovechando el aturdimiento de él, abandonó la casilla y corrió hacia el automóvil de su padre. No quería una despedida; no quería decirle “chau”; no quería verlo de pie en medio de la calle, mientras ella se alejaba; no quería pensar en el sufrimiento de una separación de quince días. ¡Qué tortura era amar!
♦♦♦
Miércoles, 1 de febrero de 2012, en las inmediaciones de Buenos Aires.
—¿Pa?
—¿Sí, hija?
—¿Cuánto falta para llegar a casa?
—Si no hay mucho tráfico, en media hora estaremos allí.
Camila se pegó a la ventanilla del automóvil, apretó una tecla del celular y contó las llamadas. Al oír la voz de Lautaro, que, sin saludarla, le preguntó “¿Dónde estás?”, se le aceleraron las pulsaciones.
—Estamos llegando. En media hora estaremos en casa.
—Salgo para allá —declaró, y cortó sin más.
Camila cerró los ojos y apoyó el celular sobre su sonrisa. Tan solo media hora para volver a verlo. Aunque Florianópolis había resultado un lugar divertido, ella solo pensaba en volver y en el reencuentro con Gómez.
Hurgó en la mochila y extrajo el portacosméticos para embellecerse. Se puso desodorante sin mayor problema porque usaba una musculosa. Se cepilló el pelo y se lo recogió con dos prensitas. Se perfumó con Euphoria, lo que causó el enojo de Nacho, que le recriminó que estuviese ahogándolo. Y, por último, se pintó los labios con un brillo rosa que realzaba el bronceado de su piel y el celeste de sus ojos. Se echó un último vistazo en el espejito y concluyó: “Estás muy bien”.
Soltó un gritito de felicidad al verlo junto a la puerta de su edificio. A duras penas esperó que Juan Manuel detuviese el automóvil y se arrojó fuera para correr a sus brazos. Gómez la tomó por la cintura y la hizo dar vueltas en el aire. No les importó que los padres y el hermano de Camila, como también Aníbal, el portero, y los transeúntes los contemplasen con los ojos como platos. Gómez la apoyó sobre la vereda y la besó en los labios.
Juan Manuel Pérez Gaona se detuvo junto a la pareja con un bolso en la mano.
—Me parece, Jose, que el año que viene Lautaro tendrá que venir con nosotros de vacaciones, así nuestra hija no sufrirá tanto.
—Buenas tardes —saludó Gómez, y extendió la mano.
—¿Cómo estás, Lautaro?
—Muy bien, señor.
—Han hablado por teléfono todos los días —alegó Josefina, mientras se aproximaba para besar a su joven yerno.
—¡No es lo mismo, ma! —se quejó Camila.
—Lo sé, lo sé —acordó la mujer, y siguió su camino hacia el interior del edificio.
—¡Lauti! —exclamó Nacho, y le ofreció la mano para ejecutar el tradicional saludo que, tiempo atrás, habían inventado. Después, se dieron un abrazo.
—¿Qué tal, Nachito?
—Te traje un regalo copadísimo.
—¿Ah, sí? —se sorprendió Gómez.
—Yo también —susurró Camila, en puntas de pie, y le sonrió con gesto cómplice, y le apretó la mano que no había soltado por un instante.
Gómez la miró con fijeza, sin devolverle la sonrisa; parecía concentrado en analizarla.
—Vamos —dijo al cabo—, los ayudo a entrar las valijas.
Permaneció el resto de la tarde en casa de los Pérez Gaona. Nacho lo acaparó para darle su regalo —una gorra de béisbol y un llavero de caucho en forma de L— y relatarle sus aventuras, mientras Camila aprovechaba para vaciar el bolso, poner a lavar la ropa y preparar los presentes para su novio.
—Hola.
Se incorporó, sobresaltada, y se dio vuelta. Desde la puerta, Gómez le destinaba una media sonrisa y una mirada chispeante.
—¡Qué bien te queda la gorra que te trajo Nacho! Me encanta cómo te va el azul con el bronceado.
Gómez se quitó la gorra y la arrojó sobre la cama antes de apresar la cintura de su novia y obligarla a estirarse para besarla.
—Camila… —pronunció sobre los labios de ella y soltó un suspiro, como de alivio—. No tenés idea de cuánto te extrañé.
—No tanto como yo, te aseguro. ¡Lautaro, no volvamos a separarnos nunca más! No lo aguanto. No lo paso bien sin vos.
—Yo tampoco, mi amor.
Camila le llenó de besos la cara y el cuello mientras le juraba que lo amaba más que a la vida, que él era el mejor del mundo y ella, la chica más afortunada. A Gómez, los arrumacos le hacían cosquillas, por lo que acabaron echados de costado sobre el lío de ropa en la cama. Agitados y risueños, se miraron en silencio. Camila extendió la mano y pasó la punta de los dedos por las mejillas y el mentón de él, y un escalofrío de placer la recorrió al comprobar que no se había afeitado. Él era un hombre, aunque tuviese diecisiete años; él tenía el corazón y la sabiduría de un hombre. “Mi hombre”, pensó.
—Te quiero dar mis regalos.
Gómez asintió, todavía callado y circunspecto, y se incorporó para recibir una bolsa de las
lojas
Hering.
—Espero que te gusten.
—Claro.
Había una remera blanca, de manga corta y escote en V, en cuya pechera destacaban varios símbolos del alfabeto japonés bordados en azul; debajo de estos, en letra más pequeña, también bordada en azul, se hallaba su escritura fonética en el alfabeto latino:
Karate ni sente nashi
.
—¡Está buenísima! Pero ¿cómo la conseguiste?
—La hice bordar para vos. En la tienda Hering tienen ese servicio. Busqué en Google para ver cómo se escribe la frase en japonés. Espero que esté bien.
—¡Perfecta! Está copadísima. Gracias. Me encanta, de verdad.
—¿Te parece que el talle está bien?
Gómez se la colocó sobre el torso y Camila verificó que la sisa diera sobre el filo del hombro.
—Sí, creo que te va a quedar perfecta. Es corte
denim
, más bien ajustado. —Su mirada encontró la de él, y de pronto se sintió intimidada por la energía que despedían esos ojos oscuros. Siguió hablando de prisa, sin hacer contacto visual—. Y también te compré esto. —Le entregó un paquete—. Es un perfume. Una vez, vi un frasco vacío en tu casa.
Se trataba del Ferrari, el mismo que había descubierto en su mesa de luz el año anterior.
—Me encanta. Gracias, mi amor.
—Te compré otro regalo, pero te lo voy a dar en otro momento —añadió, y sonrió con gesto secretista.
La actitud comedida, casi enigmática, de Gómez contrastaba con el ánimo inquieto de Camila, y la ponía incómoda y nerviosa, por eso se apresuró a aceptar cuando Josefina les pidió que fuesen al supermercado por pan, leche y otros víveres. El confinamiento de su habitación estaba volviéndose insoportable.
En el palier, antes de apretar el botón para encender la luz, Camila reprimió un grito cuando Gómez la aprisionó contra la pared y, en la oscuridad, le dio un beso que expresaba la frustración experimentada durante los últimos quince días; también comunicaba los celos, la inseguridad y la añoranza que lo habían seguido como compañeros fieles. Camila comprendió su desazón y abrió la boca en un acto de entrega y fidelidad. Pero también ella había sufrido durante esas dos semanas de distanciamiento, por lo que, en puntas de pie, ajustó sus brazos en torno al cuello de Gómez y le respondió con igual ardor.
—Me pareciste tan diosa cuando bajaste del auto —comentó él. Sus manos se desplazaban por el cuerpo de Camila, casi con violencia, y reclamaban zonas que antes no se habían atrevido a tocar, como sus glúteos y sus senos. La tensión en los músculos de Gómez parecía desafiarla a oponerse—. Y pensé que otros te habían visto así, tan linda, y tuve ganas de matar a alguien.
—Vos sabés bien que no hubo nadie.
—¿Y esos dos pelotudos que te abordaban en la playa todos los días? —Camila sonrió en la oscuridad y lo besó en los labios—. Nacho me lo contó, así que no me lo niegues. Uno de Rosario y otro de acá.
—¿Te contó también cómo les cortaba el rostro todos los días? ¿Te dijo eso también?
—Sí —farfulló, a regañadientes.
—Además, Nacho, que jugaba a la paleta con ellos todos los días, no hacía otra cosa que hablar del novio de su hermana, que es cinturón negro, primer dan. Así que los chicos no volvieron a mirarme por miedo al novio karateca, supongo.
Gómez rio a su pesar.
—No lo creo —refunfuñó—, seguro que siguieron mirándote. —Tras una pausa, sentenció—: No vas a volver a irte sin mí. ¿Entendido?
—Entendido, mi general.
Volvió a reír con desgano.
—¿Qué es ese regalo que vas a darme en otro momento? ¿Tiene que ver con la promesa que me hiciste antes de irte?
Camila experimentó alivio y pánico al mismo tiempo. Alivio, porque él no olvidaba la promesa, a pesar de que jamás la hubiese mencionado por teléfono, y porque a ella la habría avergonzado sacar el tema. Pánico, porque no sabía si estaba preparada. Asintió con la cabeza en la oscuridad y en deliberado silencio, y Gómez captó la afirmación al percibir el roce de su frente sobre la de él.
—Mañana te paso a buscar a las once y media.
—¿Adónde vamos? —susurró.
—A un lugar adonde puedas darme el otro regalo.