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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (92 page)

BOOK: Musashi
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—Yoshino no es como el resto de nosotras. Tiene muchos clientes y no está a la entera disposición de cualquiera que la llame.

—Claro que vendrá... ¡Lo hará por mí! Dile que estoy aquí y que venga, no importa con quién se encuentre. ¡Ve a llamarla!

Shōyū se levantó, miró a su alrededor y llamó a las muchachas que acompañaban a las cortesanas y estaban tocando música en la habitación contigua:

—¿Está Rin'ya ahí?

La misma Rin'ya le respondió.

—Ven aquí un momento. Eres tú quien atiende a Yoshino Dayū, ¿no es cierto? ¿Por qué no está aquí? Dile que ha venido Funabashi y que debe presentarse en seguida. Si la traes contigo, te haré un regalo.

Un tanto perpleja, Rin'ya se quedó mirándole con los ojos muy abiertos, pero al cabo de un momento asintió. Ya mostraba signos de que llegaría a ser una gran belleza, y era casi seguro que en la próxima generación sería la sucesora de la famosa Yoshino. Pero sólo tenía once años. Apenas había salido al pasillo y cerrado la puerta corredera, cuando batió palmas y llamó a voz en grito:

—¡Uneme, Tamami, Itonosuke! ¡Mirad afuera!

Las tres muchachas salieron corriendo y empezaron a palmotear y chillar alegremente, encantadas al ver la nieve que había empezado a caer.

Los hombres se asomaron para ver a qué obedecía aquella conmoción y, excepto a Shōyū, les divirtió ver a las jóvenes asistentas charlando excitadamente sobre si la nieve cuajaría y el suelo estaría blanco por la mañana. Rin'ya, ya olvidada su misión, salió al jardín para jugar con la nieve.

Impaciente, Shōyū envió a una de las cortesanas en busca de Yoshino Dayū.

Cuando la mujer regresó, le susurró al oído:

—Yoshino ha dicho que estaría encantada de reunirse contigo, pero su visitante no se lo permitiría.

—¡No se lo permitiría! ¡Eso es ridículo! Hay aquí otras mujeres que pueden verse obligadas a obedecer la voluntad de sus clientes, pero Yoshino puede hacer lo que le plazca. ¿O acaso últimamente se deja comprar por dinero?

—¡Oh, no! Pero el visitante con quien se encuentra esta noche es especialmente testarudo. Cada vez que ella le dice que le gustaría marcharse, él insiste con obstinación en que se quede.

—Humm. Supongo que nunca ninguno de sus clientes desea que se marche. ¿Quién está con ella esta noche?

—El señor Karasumaru.

—¿El señor Karasumaru? —repitió Shōyū con una sonrisa irónica—. ¿Está solo?

—No.

—¿Está con alguno de sus compinches habituales?

—Sí.

Shōyū se dio una palmada en la rodilla.

—Esto podría resultar interesante. La nieve es buena, el sake es bueno y sólo que tuviéramos aquí a Yoshino todo sería perfecto. Kōetsu, escribamos una carta a su señoría. Oye, joven dama, tráeme una piedra de tinta y un pincel.

Cuando la muchacha dispuso los materiales de escritura ante Kōetsu, éste preguntó:

—¿Qué voy a escribir?

—Un poema estaría muy bien. La prosa podría pasar, pero el verso sería mejor. El señor Karasumaru es uno de nuestros más celebrados poetas.

—No sé muy bien cómo hacerlo. Veamos, se trata de un poema para persuadirle de que nos ceda a Yoshino, ¿no es eso?

—Exactamente.

—Si no es un buen poema, no le hará cambiar de idea, y los buenos poemas no pueden escribirse fácilmente en un abrir y cerrar de ojos. ¿Por qué no escribes tú los primeros versos y yo haré los siguientes?

—Humm. Veamos lo que podemos hacer.

Shōyū tomó el pincel y escribió:

Hasta nuestra humilde choza

permite que venga un solo cerezo,

un árbol de Yoshino.
[6]

—Hasta aquí está muy bien —comentó Kōetsu, y escribió:

Las flores tiemblan de frío

en las nubes por encima de las cumbres.

Shōyū estaba inmensamente satisfecho.

—Maravilloso —dijo—. Esto tiene que arreglar las cosas con su señoría y sus nobles compañeros, la «gente por encima de las nubes». —Dobló pulcramente el papel y se lo entregó a Sumigiku, diciéndole con seriedad—: Las demás muchachas no parecen tener la dignidad que tú posees, y por eso te nombro mi enviada al señor Kangan. Si no me equivoco, tal es el nombre por el que se le conoce en este lugar.

El apodo, que significaba «altanero risco montañoso», era una referencia a la eminente categoría social del señor Karasumaru.

Sumigiku no tardó en regresar.

—Aceptad la respuesta del señor Kangan, por favor —les dijo, depositando con reverencia una caja de cartas primorosamente forjada ante Shōyū y Kōetsu. Ambos miraron la caja, que implicaba formalidad, y luego intercambiaron sus miradas. Lo que había comenzado como una pequeña broma estaba adquiriendo unos visos más serios.

—¡Caramba! —dijo Shōyū—. La próxima vez debemos tener más cuidado. Esto debe de haberles sorprendido. Sin duda no sabían que estaríamos aquí esta noche.

Confiando todavía en sacar el mejor partido del intercambio, Shōyū abrió la caja y desdobló la carta. Consternado, no vio más que una hoja de papel color crema en la que no había una sola palabra escrita.

Pensando que debía de habérsele caído algo, miró a su alrededor, en busca de una segunda hoja, y luego miró de nuevo la caja.

—¿Qué significa esto, Sumigiku?

—No tengo la menor idea. El señor Kangan me dio la caja y dijo que os la entregara.

—¿Acaso trata de burlarse de nosotros? ¿O era nuestro poema demasiado inteligente para él y está alzando la bandera blanca de la rendición?

Shōyū solía interpretar las cosas de manera que se adaptaran a su conveniencia, pero esta vez parecía inseguro. Tendió el papel a Kōetsu y le preguntó:

—¿Qué sacas en claro?

—Creo que pretende que lo leamos.

—¿Que leamos una hoja de papel en blanco?

—Creo que puede ser interpretada de alguna manera.

—¿Ah, sí? ¿Cuál podría ser su significado?

Kōetsu se quedó un momento pensativo. —La nieve..., la nieve lo cubre todo.

—Humm. Tal vez tengas razón.

—Como respuesta a nuestra petición de un cerezo de Yoshino, podría significar:

Si contemplas la nieve

y llenas tu taza de sake,

incluso sin flores...

En otras palabras, nos está diciendo que, como esta noche nieva, deberíamos olvidarnos del amor, abrir las puertas y admirar la nieve mientras bebemos. O, por lo menos, ésa es mi impresión.

—¡Qué irritante! —exclamó Shōyū, disgustado—. No tengo intención de beber de una manera tan inhumana, y tampoco voy a quedarme sentado aquí en silencio. De uno u otro modo, trasplantaremos el árbol de Yoshino a nuestra habitación y admiraremos sus flores.

Ahora excitado, se humedeció los labios con la lengua.

Kōetsu le siguió la corriente, confiando en que se sosegaría, pero Shōyū no dejaba de acuciar a las muchachas para que trajeran a Yoshino, y durante largo tiempo se negó a cambiar de tema. Aunque su insistencia no aseguraba la satisfacción de su deseo, finalmente resultó cómica, y las muchachas se desternillaron de risa.

Musashi abandonó discretamente su asiento. Había elegido el momento oportuno, pues nadie reparó en su salida.

Reverberaciones en la nieve

Musashi deambuló por los numerosos corredores, evitando las salas delanteras brillantemente iluminadas. Encontró una habitación oscura que contenía ropas de cama y otra llena de herramientas y utensilios. Las paredes parecían exudar un tufo de comida cocinada, pero aun así no dio con la cocina.

Salió una asistenta de una habitación y extendió los brazos para impedirle el paso.

—Señor, los huéspedes no tienen que venir aquí —le dijo con firmeza, sin un ápice del encanto infantil que podría haber mostrado en las habitaciones de los huéspedes.

—¿Cómo? ¿No debería estar aquí?

—¡Por supuesto que no! —Le empujó hacia la parte delantera de la casa y ella misma avanzó en la misma dirección.

—¿No eres la chica que se cayó en la nieve hace un rato? Rin'ya, ¿verdad?

—Sí, soy Rin'ya. Supongo que te has extraviado cuando tratabas de encontrar el excusado. Te enseñaré dónde está.

Le cogió de la mano y tiró de él.

—No se trata de eso, no estoy bebido. Me gustaría que me hicieras un favor. Llévame a una habitación vacía y tráeme algo de comer.

—¿Comida? Si eso es lo que deseas, te llevaré a la sala delantera.

—No, ahí no. Todo el mundo se lo está pasando bien y no quieren que les recuerden la cena todavía.

Rin'ya ladeó la cabeza.

—Puede que tengas razón. Te traeré algo. ¿Qué te apetece?

—Nada especial. Bastará con dos bolas grandes de arroz.

La muchacha regresó poco después con las bolas de arroz y se las sirvió en una habitación sin luz.

Cuando hubo terminado, Musashi le dijo:

—Supongo que puedo salir de la casa a través del jardín interior.

Sin esperar respuesta, se levantó y dirigió a la terraza.

—¿Adonde vas, señor?

—No te preocupes, volveré pronto.

—¿Por qué te marchas por la parte trasera?

—La gente se quejaría si saliera por delante. Y si mis anfitriones me vieran, les molestaría y daría al traste con su diversión.

—Te abriré la puerta, pero no dejes de volver en seguida. Si no lo haces, me echarán la culpa.

—Comprendo. Si el señor Mizuochi preguntara por mí, dile que he ido a la vecindad del Rengeōin para ver a un conocido y que tengo intención de regresar cuanto antes.

—Debes volver pronto. Tu compañera de esta noche será Yoshino Dayū. —Abrió la puerta plegable de madera, cargada de nieve, y le dejó salir.

Delante mismo de la entrada principal al barrio de placer había una casa de té llamada Amigasa-jaya. Musashi hizo un alto allí para pedir un par de sandalias de paja, pero no tenían. Como el nombre implicaba, el principal negocio del establecimiento era la venta de grandes sombreros de junco a los hombres que deseaban ocultar su identidad cuando entraban en el barrio. Tras enviar a la dependienta a comprarle unas sandalias, se sentó en el borde de un taburete y tensó su obi y el cordón que estaba debajo. Se quitó el amplio manto, lo dobló pulcramente, pidió recado de escribir y escribió una breve nota, la dobló y deslizó en la manga del manto. Entonces llamó al anciano que estaba acuclillado delante del fuego, en la trastienda, y que parecía ser el propietario.

—¿Podrías guardarme este manto? Si no estoy de regreso hacia las once, te ruego que lo lleves a la Ōgiya y se lo entregues a un hombre llamado Kōetsu. Hay una carta para él dentro de la manga.

El hombre respondió que le ayudaría gustosamente y, cuando Musashi le preguntó la hora, le dijo que eran sólo las siete, pues el vigilante acababa de pasar por delante anunciándolo.

Cuando la dependienta regresó con las sandalias, Musashi examinó las correas para asegurarse de que el trenzado no estaba demasiado tenso, y entonces se las ató sobre sus calcetines de cuero. Le dio al dueño de la tienda más dinero del necesario, eligió un sombrero de juncos nuevo y salió. En lugar de atarse el sombrero bajo el mentón, lo sostuvo sobre la cabeza para evitar la nieve, que caía en copos más suaves que las flores de cerezo.

A lo largo de la orilla del río, en la avenida Shijō, brillaban las luces, pero al este, en los bosques de Gion, la oscuridad sólo estaba interrumpida por las luces de unas pocas farolas de piedra diseminadas. De vez en cuando rompía el profundo silencio el ruido de la nieve que se deslizaba de una rama.

Delante del portal de un templo se habían congregado unos veinte hombres, que estaban arrodillados y rezaban de cara a los edificios desiertos. Las campanas de los templos en las colinas cercanas acababan de tocar cinco veces, señalando la octava hora. Aquella noche, en especial, el sonido fuerte y claro de las campanas parecía llegar hasta las entrañas de quienes lo oían.

—Basta de rezos —dijo Denshichirō—. Vámonos ya.

Cuando se pusieron en marcha, uno de los hombres preguntó a Denshichirō si las correas de sus sandalias estaban bien.

—En una noche helada como ésta, si están demasiado tensas se romperán.

—Están bien. Cuando hace frío, lo único que se puede hacer es usar cordones de tela. Será mejor que lo recordéis.

Denshichirō había completado sus preparativos de combate en el santuario, desde la cinta para la cabeza hasta la correa de cuero en la manga. Rodeado por sus partidarios de aspecto torvo, caminaba a zancadas por la nieve, aspirando hondo y exhalando nubéculas de vapor.

El desafío entregado a Musashi especificaba la zona detrás del Rengeōin a las nueve en punto. Temiendo, o aparentando temer, que si daban a Musashi algo más de tiempo podría huir y no regresar jamás, los hombres de Yoshioka habían decidido actuar con rapidez. Hyōsuke había permanecido en las proximidades de la casa de Shōyū, pero había enviado a sus dos camaradas para que informaran de la situación.

Cuando se acercaban al Rengeōin, vieron una hoguera a poca distancia de la parte trasera del templo.

—¿Quién está ahí? —preguntó Denshichirō.

—Probablemente son Ryōhei y Jūrōzaemon.

—¿También ellos están aquí? —replicó Denshichirō con cierta irritación—. Hay demasiados de los nuestros. No quiero que corra la especie de que Musashi perdió sólo porque le atacó una gran fuerza.

—Cuando llegue el momento, nos iremos.

El edificio principal del templo, el Sanjūsangendō, estaba sostenido por treinta y tres columnas. Detrás había un gran espacio abierto ideal para la práctica del tiro al arco y utilizado desde antiguo con ese fin. Esta asociación con una de las artes marciales era lo que había inducido a Denshichirō a elegir el Rengeōin para su encuentro con Musashi. La elección satisfizo a sus hombres. Había algunos pinos, suficientes para evitar que el terreno estuviera yermo pero no había maleza ni juncos que se interpusieran entre los combatientes.

Ryōhei y Jūrōzaemon se levantaron para saludar a Denshichirō, y el primero dijo:

—Imagino que has pasado frío por el camino. Aún queda bastante tiempo. Toma asiento y caliéntate.

Denshichirō se sentó en silencio en el lugar que Ryōhei había dejado libre. Extendió las manos por encima de las llamas e hizo crujir los nudillos, un dedo tras otro.

—Supongo que he llegado demasiado pronto —dijo. Su cara, calentada por el fuego, ya tenía una expresión sanguinaria. Frunció el ceño y preguntó—: ¿No hemos pasado ante una casa de té por el camino?

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