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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (90 page)

BOOK: Musashi
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Al llegar al puente Rakan, sobre el bajo Kogawa, pensó que debía de estar cerca del templo, pues decían que estaba situado un poco al este del lugar donde el Kogawa superior se convertía en el tramo inferior del río. Sin embargo, sus pesquisas en la vecindad resultaron baldías. Nadie había oído jamás el nombre de ese templo.

Regresó al puente y se quedó allí contemplando el agua somera y clara que fluía por debajo. Aunque no habían transcurrido demasiados años desde la muerte de Munisai, parecía como si el templo hubiera sido trasladado de lugar o destruido, sin dejar rastro ni recuerdo alguno.

Observó ociosamente un remolino blancuzco que se formaba y desaparecía en la corriente una y otra vez. Reparó en el barro que rezumaba en un lugar cubierto de hierba en la orilla izquierda y llegó a la conclusión de que procedía del taller de un pulimentador de espadas.

—¡Musashi!

Miró a su alrededor y vio a la anciana monja Myōshū que regresaba de un recado.

—¡Cuánto me alegro de que hayas venido! —exclamó, creyendo que había ido a visitarles—. Hoy Kōetsu está en casa y le encantará verte.

La mujer le precedió a través del portal de una casa vecina y envió a un criado en busca de su hijo.

Tras dar una cálida bienvenida a su invitado, Kōetsu le dijo:

—En estos momentos estoy ocupado en un importante trabajo de pulimentación, pero luego podemos charlar largo y tendido.

Musashi se sintió complacido al ver que madre e hijo se mostraban tan amistosos y naturales como lo habían sido durante su primer encuentro. Pasó toda la tarde conversando con ellos, y cuando insistieron para que pasara allí la noche, aceptó. Al día siguiente, mientras Kōetsu le enseñaba el taller y le explicaba la técnica de la pulimentación de espadas, le rogó a Musashi que se quedara durante tanto tiempo como desease.

La casa, con su portal engañosamente modesto, se alzaba en un ángulo al sudeste de los restos del Jissōin. En la vecindad había varias casas pertenecientes a los primos y sobrinos de Kōetsu, o a personas dedicadas a la misma profesión. Todos los Hon'ami vivían y trabajaban allí, a la manera de los grandes clanes provinciales del pasado.

Los Hon'ami descendían de una familia militar bastante distinguida, y habían servido a los shogunes Ashikaga. Ahora pertenecían a la clase artesana, pero, debido a su riqueza y prestigio, Kōetsu podría haber sido tomado por un miembro de la clase samurai. Se codeaba con nobles de la corte y Tokugawa Ieyasu le había invitado en algunas ocasiones al castillo de Fushimi.

La posición de los Hon'ami no era peculiar, pues la mayoría de los artesanos y mercaderes de la época —Suminokura Soan, Chaya Shirōjirō y Haiya Shōyū, entre otros— eran descendientes de samurais. Sus antepasados, al servicio de los shogunes Ashikaga, se habían encargado de tareas relacionadas con la manufactura o el comercio. El éxito en estos campos condujo a una gradual desvinculación de la clase militar, y como la empresa privada reportaba beneficios, ya no dependían de sus emolumentos feudales. Aunque su categoría social era técnicamente más baja que la de los guerreros, tenían mucho poder.

En lo que respecta a los negocios, no sólo la categoría de samurai era más un obstáculo que una ayuda, sino que la pertenencia a la clase plebeya comportaba claras ventajas, la principal de las cuales era la estabilidad. Cuando estallaba la lucha, los grandes mercaderes eran protegidos por ambos bandos. Cierto que en ocasiones se veían obligados a aportar suministros militares a cambio de poco o nada, pero habían llegado a considerar esta obligación como una simple tarifa que pagaban a cambio de evitar que destruyeran sus propiedades en tiempo de guerra.

Durante la guerra de Ōnin, en los años 1460 y 1470, todo el distrito alrededor de las ruinas del Jissōin fue arrasado, e incluso ahora cuando los agricultores plantaban árboles solían desenterrar fragmentos de espadas o cascos oxidados. La residencia Hon'ami fue una de las primeras construidas en la vecindad después de la guerra.

Un brazo del río Arisugawa fluía por el terreno, serpenteando primero por una huerta, desapareciendo luego en un bosquecillo para emerger de nuevo cerca del pozo junto a la entrada de la casa principal. Un ramal fluía hacia la cocina, otro hacia el baño y un tercero se dirigía a una sencilla y rústica casa de té, donde utilizaban el agua cristalina para la ceremonia del té. El río proporcionaba agua al taller, donde espadas forjadas por maestros artesanos como Masamune, Muramasa y Osafune eran expertamente pulimentadas. Puesto que el taller era sagrado para la familia, sobre la puerta había una cuerda suspendida, como en los santuarios shintoístas.

Casi sin que Musashi se diera cuenta transcurrieron cuatro días, al cabo de los cuales tomó la determinación de marcharse. Pero antes de que tuviera oportunidad de comunicar su intención, Kōetsu le dijo:

—Poco es lo que hacemos por entretenerte, pero si no te aburres, te ruego que te quedes tanto tiempo como gustes. En mi estudio tengo algunos libros antiguos y objetos curiosos. Si deseas examinarlos, puedes hacerlo libremente. Dentro de uno o dos días hornearé unos cuencos de té y platos. Creo que te gustaría ver cómo se hace. Verás que la cerámica es casi tan interesante como las espadas. Tal vez tú mismo podrías modelar una o dos piezas.

Ante la amabilidad de la invitación y después de que su anfitrión le asegurase que nadie se ofendería si decidía marcharse en cualquier momento, Musashi se concedió el lujo de aposentarse y disfrutar de la atmósfera relajada. Estaba lejos de aburrirse. El estudio contenía libros en chino y japonés, pinturas en rollos de papel del período Kamakura, calcos caligráficos de antiguos maestros chinos y docenas de otras cosas, cada una de las cuales Musashi habría examinado atentamente con placer durante uno o más días. Le atraía en especial un dibujo que colgaba en el lugar de honor de la estancia. Titulado Castañas, era obra del maestro Liang-k'ai de la dinastía Sung. Era pequeño, de unos dos pies de altura por dos y medio de anchura, y tan antiguo que sería imposible saber sobre qué clase de papel había sido dibujado.

Se sentó ante la obra y estuvo contemplándola una hora. Más tarde le comentó a Kōetsu sus impresiones.

—Estoy seguro de que ningún aficionado podría pintar la clase de obras que tú pintas, pero me pregunto si tal vez yo mismo podría dibujar algo tan sencillo como esto.

—Ocurre exactamente al revés —le informó Kōetsu—. Cualquiera puede aprender a pintar tan bien como yo, pero la obra de Liang-k'ai tiene un grado de profundidad y sublimidad espiritual que no puede adquirirse simplemente estudiando arte.

—¿Lo dices en serio? —replicó Musashi, sorprendido. Su anfitrión le aseguró que así era.

En el dibujo una ardilla miraba dos castañas caídas, una hendida y mostrando su interior por la abertura, mientras que la otra estaba totalmente cerrada. Parecía como si el animal quisiera seguir su impulso natural y comerse las castañas, pero dudara por temor a las espinas. Puesto que el dibujo estaba ejecutado muy libremente con tinta negra, a Musashi le había parecido ingenuo, pero cuanto más lo miraba, después de haber hablado con Kōetsu, con tanta más claridad veía que el artista estaba en lo cierto.

Una tarde, Kōetsu entró y le dijo:

—¿Estás mirando de nuevo ese dibujo de Liang-k'ai? Parece ser que te gusta mucho. Cuando te marches, enróllalo y llévatelo. Quiero que te lo quedes.

Musashi puso reparos:

—No podría aceptarlo de ninguna manera. Ya he abusado demasiado de tu hospitalidad. Además... ¡esto debe de ser una reliquia de familia!

—Pero te gusta, ¿no es cierto? —El hombre mayor sonrió con indulgencia—. Quédatelo si quieres. La verdad es que no lo necesito. Las pinturas deben pertenecer a quienes las aman y aprecian de veras. Estoy seguro de que eso es lo que desearía el artista.

—En ese caso, no soy la persona más adecuada para poseer una obra como ésta. A decir verdad, he pensado varias veces que sería muy grato tenerla, pero si así fuese, ¿qué haría con ella? Sólo soy un espadachín errante. Nunca me quedo demasiado tiempo en el mismo lugar.

—Supongo que sería una molestia llevar una pintura contigo adondequiera que vayas. A tu edad, probablemente ni siquiera tienes necesidad de una casa propia, pero creo que todo hombre debería tener un sitio al que pudiera considerar su hogar, aunque no sea más que un pequeño chamizo. Si una persona carece de casa, se siente solitaria..., perdida en cierto modo. ¿Por qué no buscas unos troncos y te construyes una cabaña en algún rincón tranquilo de la ciudad?

—Nunca había pensado en ello. Me gustaría mucho viajar a lugares lejanos, ir al extremo de Kyushu y ver cómo vive la gente bajo la influencia de los extranjeros en Nagasaki. Y estoy deseoso de ver la nueva capital que el shōgun está levantando en Edo y las grandes montañas y ríos en el norte de Honshu. Puede que en el fondo no sea más que un vagabundo.

—No eres el único, ni mucho menos. Eso es del todo natural, pero deberías evitar la tentación de creer que tus sueños sólo pueden realizarse en algún lugar remoto. Si piensas así, no aprovecharás las posibilidades que ofrece tu entorno inmediato. Me temo que la mayoría de la gente lo hace, y el resultado es que sus vidas no les satisfacen. —Entonces Kōetsu se echó a reír—. Pero un viejo ocioso como yo debería predicar a los jóvenes. En cualquier caso, no he venido aquí para hablar de eso, sino para invitarte a venir conmigo esta noche. ¿Has estado alguna vez en el barrio autorizado?

—¿El distrito de las geishas?

—Eso es. Tengo un amigo llamado Haiya Shōyū, el cual, a pesar de su edad, siempre está tramando una u otra diablura. Acabo de recibir una nota en la que me invita a reunirme con él esta noche cerca de la avenida Rokujō, y he pensado que quizá te gustaría acompañarme.

—No, creo que no deseo ir.

—Si no lo deseas realmente, no insistiré, pero creo que te parecería interesante.

Myōshū, que había llegado silenciosamente y estaba escuchando con evidente interés, intervino:

—Creo que deberías ir, Musashi. Tienes la oportunidad de ver algo que desconoces. Haiya Shōyū no es la clase de hombre en cuya compañía has de permanecer rígido y formal, y estoy segura de que disfrutarás de la experiencia. ¡Ve, por favor!

La anciana monja fue a la cómoda y empezó a sacar un kimono y un obi. Por regla general, las personas mayores se afanaban por evitar que los jóvenes desperdiciaran su tiempo y su dinero en las casas de geishas, pero Myōshū parecía tan entusiasmada como si ella misma se estuviera preparando para ir a alguna parte.

Vamos a ver, ¿cuál de estos kimonos te gusta más? —le preguntó—. ¿Te irá bien este obi?

Sin dejar de parlotear, sacó prendas para Musashi como si fuese su hijo. Eligió una cajita para píldoras lacada, una espada corta decorativa y una bolsa de brocado. Luego cogió unas monedas de oro del cofre donde guardaba el dinero y las metió en la bolsa.

—Bueno —dijo Musashi, sólo con un atisbo de renuencia—, si insistes, iré, pero no me sentiría bien vestido con esas prendas tan finas. Iré con el viejo kimono que llevo puesto. Duermo con él cuando estoy al aire libre, estoy acostumbrado a él.

—¡No harás semejante cosa! —exclamó Myōshū severamente—. Puede que a ti no te importe, pero debes pensar en los demás. En esas elegantes habitaciones parecerías un trapo sucio. Los hombres acuden ahí a pasarlo bien y olvidar sus problemas. Quieren estar rodeados de cosas bellas. No pienses que se trata de vestir bien para parecer algo que no eres. De todos modos, estas prendas no son tan lujosas como las que llevan algunos hombres. Sólo son pulcras y están limpias. ¡Anda, póntelas!

Musashi la obedeció.

Cuando se hubo vestido, Myōshū observó jovialmente:

—Vaya, estás muy guapo.

Cuando estaban a punto de salir, Kōetsu fue al altar budista de la vivienda y encendió en él una vela. Tanto él como su madre eran miembros devotos de la secta Nichiren.

Myōshū había depositado dos pares de sandalias con correas nuevas ante la entrada principal. Mientras se las calzaban, la anciana hablaba en voz baja con uno de los sirvientes, el cual estaba esperando para cerrar la puerta principal tras ellos.

Kōetsu se despidió de su madre, pero ella alzó la vista rápidamente y le dijo:

—Espera un momento.

Su ceño fruncido evidenciaba que estaba preocupada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó su hijo.

—Este hombre dice que tres samurais de aspecto pendenciero acaban de venir aquí y han hablado muy groseramente. ¿Crees que es algo importante?

Kōetsu dirigió una mirada inquisitiva a Musashi.

—No hay motivo para temer nada —le aseguró Musashi—. Probablemente son de la casa Yoshioka. Puede que me ataquen, pero no tienen nada contra vosotros.

—Uno de los trabajadores ha dicho que lo mismo sucedió hace un par de días. Era un solo samurai, pero cruzó el umbral sin que le invitaran a hacerlo y miró por encima del seto junto al sendero de la casa de té donde te alojabas.

—Entonces estoy seguro de que se trata de los hombres de Yoshioka.

—También yo lo creo así —convino Kōetsu, y se volvió hacia el tembloroso portero—. ¿Qué han dicho?

—Todos los hombres se habían marchado, y estaba a punto de cerrar la puerta cuando esos tres samurais me rodearon de repente. Uno de ellos, que parecía de mal genio, se sacó una carta del kimono y me pidió que la entregara al invitado que se aloja aquí.

—¿No mencionó el nombre Musashi?

—Bueno, más tarde dijo «Miyamoto Musashi», y añadió que Musashi llevaba aquí varios días.

—¿Qué le respondiste?

—Me pediste que no hablara con nadie de Musashi, así que sacudí la cabeza y dije que aquí no había nadie de ese nombre. Él se enfadó y me llamó embustero, pero uno de los otros..., un hombre algo mayor, sonriente..., le calmó y dijo que encontrarían el modo de entregar la carta directamente. No estoy seguro de lo que quería decir, pero parecía una amenaza. Fueron hacia esa esquina.

—Adelántate un poco, Kōetsu —le dijo Musashi—. No quiero que recibas ningún daño o te veas implicado en cualquier problema por mi culpa.

Kōetsu replicó riendo:

—No te preocupes por mí, sobre todo si estás seguro de que son los hombres de Yoshioka. No les temo lo más mínimo. Vamos.

Cuando ya habían salido, Kōetsu asomó la cabeza a la puertecilla situada a un lado del portal y llamó:

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