Authors: Eiji Yoshikawa
—Estás equivocada con respecto a Musashi. No es un malvado.
—Sí, sí, eso es cierto —dijo la anciana al tiempo que soltaba un ligero bufido—. Al fin y al cabo, es el hombre al que amas tanto que abandonaste a mi hijo por él. No debería decirte cosas desagradables acerca de Musashi.
—¡Oh, no se trata de eso!
—¿Ah, no? Quieres a Musashi más que a Matahachi, ¿no es cierto? ¿Por qué no lo admites?
Otsū guardó silencio, y la anciana siguió diciendo:
—Cuando encontremos a Matahachi, tendré una conversación con él y arreglaremos las cosas como lo deseas. Pero supongo que después de eso irás corriendo al encuentro de Musashi y los dos nos difamaréis durante el resto de vuestras vidas.
—¿Por qué lo crees así? No soy esa clase de persona. No olvidaré lo mucho que hiciste por mí en el pasado.
—¡Ah, cómo habláis las jóvenes estos días! No sé cómo te las ingenias para parecer tan dulce. Soy una mujer sincera y no puedo ocultar mis sentimientos con un montón de palabras ingeniosas. Sé que si te casas con Musashi serás mi enemiga. ¡Ja, ja, ja! Debe de ser irritante para ti masajearme los hombros.
La muchacha no le respondió.
—¿Por qué lloras?
—No estoy llorando.
—¿Qué es entonces ese líquido que me ha caído en el cuello?
—Lo siento, no he podido evitarlo.
—¡Basta ya! Es como un bicho que me corriera por la piel. ¡Deja de suspirar por Musashi y masajea con más brío!
En el jardín se encendió una luz. Otsū pensó que probablemente era la doncella, la cual solía traer la cena alrededor de aquella hora, pero resultó ser un sacerdote.
—Perdón por la molestia —dijo mientras subía a la terraza—. ¿Es ésta la habitación de la viuda Hon'iden? Ah, aquí estás.
El farol que sostenía el recién llegado presentaba la inscripción «Kiyomizudera en el monte Otowa».
—Permíteme que te explique —empezó a decir—. Soy un sacerdote del Shiandō, colina arriba. —Dejó el farol en el suelo y sacó una carta de su kimono—. No sé quién era, pero esta tarde, poco antes de que se pusiera el sol, ha llegado al templo un joven rōnin y preguntado si una anciana señora de Mimasaka estaba rezando allí. Le dije que no, pero que una fiel devota qué respondía a su descripción acude de vez en cuando. Entonces me pidió un pincel y escribió esta carta. Quería que se la entregara a la señora la próxima vez que se presente en el templo. Me he enterado de que te alojabas aquí y, como iba camino de la avenida Gojō, he venido a entregártela.
—Has sido muy amable —le dijo Osugi cordialmente, ofreciéndole un cojín, pero el sacerdote se marchó de inmediato.
«¿Y ahora qué?», pensó Osugi. Abrió la carta y, mientras la leía, cambió de color.
—Otsū.
—¿Qué quieres? —replicó la muchacha desde la habitación del fondo.
—No es necesario que prepares té. Ya se ha ido.
—¿Ah, sí? Entonces ¿por qué no te lo tomas?
—¿Cómo se te ocurre servirme el té que has hecho para él? ¡No soy un desagüe! ¡Olvídate del té y vístete!
—¿Vamos a salir?
—Sí. Esta noche llegaremos al acuerdo que has estado esperando.
—Ah, entonces la carta era de Matahachi.
—Eso no es asunto tuyo.
—Como quieras. Iré a pedir que nos traigan la cena.
—¿No has cenado todavía?
—No, esperaba tu regreso.
—Siempre estás haciendo estupideces. He comido mientras estaba fuera. Bueno, toma arroz y unos encurtidos. ¡Y date prisa!
Cuando Otsū se encaminaba a la cocina, la anciana le dijo:
—Esta noche hará frío en la montaña. ¿Has terminado de coser mi manto?
—Todavía me falta un poco de costura en tu kimono.
—He dicho manto, no kimono. También te lo he dado para que lo cosas. ¿Y me has lavado los calcetines? Los cordones de mis sandalias están flojos. Pídeme unos nuevos.
Las órdenes eran tan rápidas que Otsū no tenía tiempo de responder, y no digamos de obedecerlas, pero se sentía impotente para rebelarse. Su espíritu parecía encogerse, temeroso y consternado, ante aquella vieja bruja.
No pudo comer nada, pues al cabo de unos instantes Osugi dijo que estaba preparada para salir.
Otsū puso unas sandalias nuevas al lado de la terraza y dijo:
—Ve tú primero, ya te alcanzaré.
—¿Has traído un farol?
—No...
—¡Estúpida! ¿Esperabas que fuese dando tumbos por la montaña sin una luz? Ve a pedir uno prestado a la posada.
—Perdona, no he pensado en eso.
Otsū quería saber adonde iban, pero no lo preguntó, segura de que provocaría la cólera de Osugi. Fue a buscar el farol y precedió a la anciana silenciosamente colina Sannen arriba. A pesar de la hostilidad que mostraba hacia ella la anciana, se sentía alegre, pues la carta tenía que ser de Matahachi y ello significaba que el problema que la había afligido durante tantos años se resolvería aquella noche. «En cuanto hayamos arreglado el asunto —se dijo—, iré a la casa de Karasumaru. Tengo que ver a Jōtarō.»
La ascensión no era fácil. Tenían que caminar con mucho cuidado para evitar las piedras caídas y los numerosos baches del camino.
En el profundo silencio de la noche, el ruido de la cascada era más intenso que por el día.
Al cabo de un rato, Osugi dijo:
—Estoy segura de que éste es el lugar sagrado del dios de la montaña. Ah, aquí está el letrero: «Cerezo del dios de la montaña». ¡Matahachi! —gritó en la oscuridad—. ¡Estoy aquí, Matahachi!
La voz temblorosa y el rostro desbordante de afecto maternal fueron una revelación para Otsū. Nunca había esperado ver a Osugi llena de preocupación por su hijo.
—¡No dejes que se apague el farol! —le dijo bruscamente la anciana.
—Tendré cuidado —respondió Otsū en tono obediente.
La anciana gruñó entre dientes.
—No está aquí, es evidente que no está aquí. —Había hecho un recorrido de inspección por los alrededores del templo, pero hizo otro—. En la carta decía que debía ir a la sala del dios de la montaña.
—¿Decía esta noche?
—No decía esta noche ni mañana ni ninguna fecha en particular. Me pregunto si alguna vez llegará a ser adulto. No entiendo por qué no podía ir a la posada, pero es posible que se sienta violento por lo ocurrido en Osaka.
Otsū le tiró de la manga.
—¡Chiss! Ése podría ser él. Alguien está subiendo la cuesta.
—¿Eres tú, hijo? —preguntó Osugi.
El hombre pasó por su lado sin mirarlas siquiera y se dirigió a la parte trasera del pequeño templo. Poco después regresó y se detuvo ante ellas, mirando con descaro el rostro de Otsū. La primera vez que pasó, ella no le había reconocido, pero ahora lo hizo... Era el samurai que estaba sentado debajo del puente el día de Año Nuevo.
—¿Acabáis de subir aquí? —inquirió Kojirō.
La pregunta fue tan inesperada que ni Otsū ni Osugi le respondieron. Su sorpresa había aumentado al reparar en la llamativa indumentaria de Kojirō.
Señalando con un dedo el rostro de Otsū, siguió diciendo:
—Estoy buscando a una muchacha más o menos de tu edad. Se llama Akemi. Es algo más baja que tú, y su cara un poco más redondeada. Se adiestró en una casa de té y por su manera de actuar parece algo mayor de lo que es. ¿No la habéis visto por aquí?
Ambas movieron negativamente la cabeza.
—Es curioso. Alguien me dijo que la habían visto por aquí. Estaba seguro de que había pasado la noche en una de las salas del templo.
A pesar de la atención que les dedicaba, era como si hablara consigo mismo. Musitó algunas palabras más y se marchó.
Osugi chasqueó la lengua.
—Ése es otro que no sirve para nada. Tiene dos espadas, por lo que supongo que es un samurai, pero ¿has visto qué manera de vestir? ¡Y aquí arriba, buscando a una mujer a estas horas de la noche! Bien, supongo que habrá visto que no era ninguna de nosotras.
Aunque no se lo dijo a Osugi, Otsū estaba casi segura de que la muchacha a la que aquel samurai estaba buscando era la que había entrado en la posada aquella tarde. ¿Cuál podría ser el vínculo de Musashi con la muchacha y el de ésta con aquel hombre?
—Regresemos —dijo Osugi, en un tono al mismo tiempo decepcionado y resignado.
Delante del Hongandō, donde tuviera lugar el enfrentamiento de Osugi con Musashi, tropezaron de nuevo con Kojirō. Intercambiaron miradas, pero no dijeron nada. Osugi observó al hombre mientras éste subía al Shiandō y entonces daba la vuelta y bajaba la ladera de la colina Sannen.
—Los ojos de ese hombre dan miedo —murmuró Osugi—, como los de Musashi. —En aquel momento captó un leve movimiento en las sombras e irguió los hombros encorvados—. ¡Huuu! —gritó como un búho. Desde detrás de un gran cedro, una mano le hizo una seña para que se acercara—. Matahachi —murmuró Osugi, pensando que era muy conmovedor que su hijo no quisiera que le viera nadie salvo ella.
La anciana llamó a Otsū, que ahora estaba a cincuenta o sesenta pies de distancia, cuesta abajo.
—Ve tú delante, Otsū, pero no te alejes demasiado. Espérame en el lugar llamado Chirimazuka. Me reuniré contigo dentro de unos momentos.
—De acuerdo —replicó Otsū.
—¡Y no se te ocurra ir a ninguna parte! Ya sabes que te vigilo. No intentes escapar.
Osugi corrió al árbol.
—Eres tú, Matahachi, ¿no es cierto?
—Sí, madre. —Sus manos salieron de la oscuridad y aferraron las de la anciana como si llevara años esperando verla.
—¿Qué estás haciendo detrás de este árbol? ¡Oh, tienes las manos frías como el hielo! —Su propia solicitud la conmovía hasta el punto de arrancarle las lágrimas.
—He tenido que esconderme —dijo Matahachi, mirando nerviosamente a uno y otro lado—. Ese hombre que ha pasado por aquí hace un momento... Le has visto, ¿no es cierto?
—¿El hombre que llevaba una espada larga a la espalda?
—Sí.
—¿Le conoces?
—Más o menos. Es Sasaki Kojirō.
—¿Qué? Creía que tú eras Sasaki Kojirō.
—¿Cómo?
—En Osaka me enseñaste tu certificado y ése era el nombre escrito en él. Dijiste que era el nombre que habías adoptado, ¿no es cierto?
—¿Eso te dije? Pues no era cierto. Hoy, cuando venía hacia aquí, le vi. Hace un par de días, Kojirō me lo hizo pasar mal, por lo que me he ocultado para no encontrarme con él. Si vuelve por aquí, podría verme en un aprieto.
Osugi estaba tan sorprendida que ni siquiera podía hablar, pero observó que Matahachi estaba más delgado que antes. Esto y el estado de agitación en que se hallaba le hicieron amarle todavía más... por lo menos de momento.
Con una mirada indicó a su hijo que no quería escuchar los detalles.
—Todo eso no importa —le dijo—. Dime, hijo, ¿sabías que el tío Gon murió?.
—¿El tío Gon?
—Sí, el tío Gon. Murió en la playa de Sumiyoshi, poco después de que nos dejaras.
—No me había enterado.
—Pues así fue. La cuestión es si comprendes el motivo de su trágica muerte y por qué he continuado esta larga y triste misión incluso a mis años.
—Sí, eso está grabado en mi mente desde aquella noche en Osaka cuando tú... me recordaste mis defectos.
—Lo recuerdas, ¿verdad? Pues bien, tengo noticias para ti, unas noticias que te harán feliz.
—¿De qué se trata?
—Tiene que ver con Otsū.
—¡Ah! Es la muchacha que estaba contigo.
Matahachi empezó a alejarse, pero Osugi se puso delante de él, impidiéndole el paso, y le preguntó en tono de reproche:
—¿Adonde te propones ir?
—Si era Otsū, quiero verla. Ha pasado mucho tiempo.
Osugi asintó.
—La he traído aquí para que la veas, pero ¿te importaría decirle a tu madre qué piensas hacer?
—Le diré que lo siento, que la he tratado muy mal y confío en que me perdone.
—Y entonces...
—Entonces... bueno, entonces nunca volveré a cometer un error así. Díselo tú también, madre, hazlo por mí.
—¿Y entonces qué?
—Entonces todo será como antes.
—¿Qué será como antes?
—Otsū y yo volveremos a ser amigos. Quiero casarme con ella. Dime, madre, ¿crees que todavía...?
—¡Imbécil! —exclamó ella dándole una bofetada.
Matahachi retrocedió tambaleándose y se llevó la mano a la dolorida mejilla.
—Pe... pero madre, ¿qué te ocurre?
Osugi, al parecer más enfadada de lo que había estado jamás desde el día que le destetó, le preguntó gruñendo:
—Acabas de asegurarme que nunca olvidarías lo que te dije en Osaka, ¿no es cierto?
Él inclinó la cabeza.
—¿Dije acaso una sola palabra sobre pedirle disculpas a esa zorra indigna? ¿Cómo podrías rogarle a ese monstruo que te perdone después de que te abandonara y se marchase con otro hombre? ¡La verás, sí, pero no le pedirás disculpas! ¡Ahora escúchame!
Osugi le cogió del cuello del kimono con ambas manos y le sacudió delante y atrás. Matahachi, con la cabeza bamboleante, cerró los ojos y escuchó dócilmente la interminable y airada reprimenda de su madre.
—¿Qué es esto? —exclamó ella—. ¿Estás llorando? ¿Todavía quieres a esa vagabunda lo suficiente para llorar por ella? ¡Si haces eso no eres hijo mío!
Le arrojó al suelo y ella cayó también.
Durante varios minutos los dos se quedaron allí sentados, llorando.
Pero el odio de Osugi no podía permanecer mucho tiempo sumergido. Se enderezó y dijo:
—Has llegado a un punto en que debes tomar una decisión. Ya no puedo vivir mucho más, y cuando muera no podrás hablarme así aunque lo desees. Piensa, hijo mío, que Otsū no es la única mujer en el mundo. —Su voz se tranquilizó—. No debes sentirte obligado en lo más mínimo hacia una persona que ha actuado como ella lo ha hecho. Encuentra a una chica de tu gusto y te la conseguiré aunque tenga que visitar cien veces a sus padres, aunque la fatiga acabe conmigo.
Él permanecía hosco y silencioso.
—Olvídate de Otsū, por el honor del apellido Hon'iden. Al margen de lo que pienses, es inaceptable desde el punto de vista de la familia. Así pues, si te resulta imposible vivir sin ella, entonces corta mi vieja cabeza, y entonces podrás hacer lo que te guste, pero mientras yo viva...
—¡Basta, madre!
La virulencia de su tono ofendió a la anciana.
—¡Tienes el descaro de gritarme!
—Dime una sola cosa. ¿La mujer con la que me case ha de ser mi esposa o la tuya?
—¡Qué tonterías dices!