Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Y qué?
—Cuando el jefe regrese, se lo contará.
—Tienes razón. Y con esa lengua que tiene nos va a poner en un aprieto.
—Así es. Ojalá pudiera caminar tan bien como habla, pero está flaca como un saltamontes. Si la atropella un caballo, será su fin. Perdona que te lo pida, pero será mejor que vayas tras ella y procures que llegue allí entera.
Koroku salió corriendo, y Jūrō, reflexionando en lo absurdo que era todo aquello, se instaló en un rincón del aposento de los jóvenes. Era una sala grande, de unos treinta por cuarenta pies. El suelo estaba cubierto de esteras delgadas, finamente tejidas, sobre las que se veían diseminadas diversas espadas y otras armas. De unos clavos en las paredes colgaban toallas de mano, kimonos, ropa interior, sombreros especiales para protegerse del fuego y otros objetos imprescindibles en una banda de pelafustanes. Había dos objetos incongruentes. Uno era un kimono femenino de brillantes colores y con forro de seda roja. El otro era el perchero con espejo lacado en oro del que estaba suspendido. Lo habían colocado allí siguiendo instrucciones de Kojirō, el cual explicó a Yajibei, con cierto misterio, que si un grupo de hombres vivían juntos en una habitación sin un toque femenino, era muy probable que perdieran el dominio de sí mismos y se pelearan entre ellos, en vez de ahorrar sus energías para los verdaderos combates.
—¡Estás haciendo trampa, hijo de perra!
—¿Quién hace trampa? Estás loco.
Jūrō dirigió una mirada desdeñosa a los jugadores y se tendió con las piernas cruzadas cómodamente. Dado el jaleo que armaban los otros, sería más que difícil conciliar el sueño, pero no iba a rebajarse jugando a cartas o a los dados. A su modo de ver, esa clase de competiciones no servían para nada.
Apenas había cerrado los ojos, cuando oyó una voz abatida que decía:
—Hoy tengo un mal día, es inútil..., ni pizca de suerte.
El perdedor, con los ojos tristes de los derrotados sin remisión, puso una almohada en el suelo y se tendió al lado de Jūrō. Pronto se les unió otro, y luego otro y otro más.
—¿Qué es esto? —preguntó uno de ellos, recogiendo la hoja de papel que se había desprendido del kimono de Jūrō—. Vaya, pero si es... un sutra. No me digas...; ¿para qué llevará consigo un sutra un tipo desalmado como tú?
Jūrō abrió un ojo soñoliento y dijo perezosamente:
—Ah, eso. Es algo que copió la vieja. Dijo que había jurado hacer mil copias.
—Déjame verlo —dijo otro hombre, arrebatándole la hoja de la mano—. ¿Qué sabes tú? Está escrito con caracteres pulcros y claros. Hombre, cualquiera podría leerlo.
—¿Significa eso que eres capaz de leerlo?
—Pues claro, es un juego de niños.
—Muy bien, entonces, escuchémoslo. Pero recítalo de una manera agradable. Entónalo como lo haría un sacerdote.
—¿Estás de guasa? No se trata de una canción popular.
—¿Y qué diferencia hay? En el pasado los sutras se cantaban. Así es como empezaron los himnos budistas. Sabes distinguir un himno cuando lo oyes, ¿no es cierto?
—No puedes cantar estas palabras como la melodía de un himno.
—Bueno, pues usa cualquier tonada que te guste.
—Canta tú, Jūrō.
Estimulado por el entusiasmo de los demás, Jūrō, todavía tendido boca arriba, sostuvo la hoja con el sutra encima de la cara y empezó a leer:
El sutra sobre el gran amor de los padres:
Esto he escuchado.
Cierta vez, cuando el Buda estaba en el sagrado Pico del Buitre
en la ciudad de los Palacios Reales,
predicando a bodhisattvas y discípulos,
reunió una multitud de monjes y monjas y legos, tanto hombres como mujeres,
Todas las personas de todos los cielos, dioses dragones y demonios,
para que escucharan la Ley Sagrada.
Alrededor del trono enjoyado se reunieron
y contemplaron sin parpadear
el rostro sagrado...
—¿Qué significa todo eso?
—Cuando dice «monjas» ¿se refiere a esas chicas a las que nosotros llamamos monjas? Ya sabéis, tengo entendido que algunas de las monjas de Yoshiwara han empezado a empolvarse la cara de color gris y que te ofrecen sus servicios por menos de la mitad que en las casas de putas...
—¡Calla!
En esa época el Buda
predicó la ley de esta manera:
«Todos los buenos hombres y las buenas mujeres
debéis reconocer la deuda que tenéis por la compasión de vuestro padre,
debéis reconocer la deuda contraída por la misericordia de vuestra madre.
Pues la vida de un ser humano en este mundo
tiene el karma como su causa básica,
pero los padres como su medio inmediato de origen».
—Sólo habla de que tienes que ser bueno con tu papá y tu mamá. Lo habéis oído un millón de veces. —¡Chitón!— Anda, canta un poco más. Nos callaremos.
Sin padre, el niño no nace.
Sin madre, el niño no recibe alimento.
El espíritu procede de la simiente del padre.
El cuerpo crece dentro de la matriz materna.
Jūrō hizo una pausa para cambiar de postura y hurgarse la nariz, tras lo cual prosiguió:
Debido a estas relaciones,
la preocupación de una madre por su hijo
no tiene comparación en este mundo...
Al notar lo silenciosos que estaban los demás, Jūrō les preguntó:
—¿Me estáis escuchando? —
Sí, continúa.
Desde el momento en que recibe al niño en su matriz,
en el transcurso de nueve meses,
yendo, viniendo, sentándose, durmiendo,
la visita el sufrimiento.
Deja de sentir su amor acostumbrado por la comida, la bebida y las prendas de vestir
y se preocupa únicamente por un parto seguro.
—Estoy cansado —se quejó Jūrō—. Ya es suficiente, ¿no os parece?
—No, sigue cantando. Te escuchamos.
Los meses se han cumplido, los días son suficientes.
En la época del nacimiento, los vientos del karma lo apresuran.
Los huesos de la madre sufren el embate del dolor.
También el padre tiembla y siente miedo.
Parientes y criados se preocupan y sufren congoja.
Cuando el niño nace es depositado en la hierba.
La ilimitada alegría de los padres
es como la de una mujer indigente
que ha encontrado la joya mágica omnipotente.
Cuando el niño emite sus primeros sonidos,
la madre se siente renacer.
Su pecho se convierte en el lugar de reposo del niño.
Sus rodillas en su campo de juegos,
sus senos en la fuente de su alimento.
Su amor, en su misma vida.
Sin su madre, el niño es incapaz de vestirse y desnudarse.
Aunque la madre pase hambre,
se quita la comida de la boca y se la da a su hijo.
Sin la madre, el niño no puede alimentarse...
—Pero ¿qué te pasa? ¿Por qué te has interrumpido?
—Espera un momento, ¿quieres?
—¡Fijaos! Está llorando como un bebé.
—¡Oh, cállate!
Todo había comenzado como un ocioso pasatiempo, casi una broma, pero el significado de las palabras del sutra empezaba a surtir efecto. De los cinco hombres reunidos en la estancia, tres de ellos y el que leía estaban serios, con una expresión de lejanía en su semblante.
La madre va al pueblo vecino a trabajar,
extrae agua, enciende el fuego,
muele el grano, hace la harina.
De noche, cuando regresa,
antes de que llegue a la casa,
oye el lloro del bebé
y se siente llena de amor.
Su pecho se agita, su corazón llora,
la leche fluye, y ella no lo soporta.
Corre a la casa.
El bebé, viendo a la madre aproximarse desde lejos,
hace funcionar su cerebro, sacude la cabeza
y llora por ella.
Ella se agacha,
coge las manos del niño
aplica en los de éste sus labios.
No existe amor más grande.
Cuando el niño tiene dos años,
abandona el seno materno.
Pero sin su padre, no sabría que el fuego puede quemar.
Sin su madre, no sabría que un cuchillo puede cortar dedos.
Cuando tiene tres años, le destetan y aprende a comer.
Sin su padre, no sabría que el veneno puede matar.
Sin su madre, no sabría que la medicina cura.
Cuando los padres van a otras casas
y les ofrecen maravillosas exquisiteces,
no comen, sino que se guardan la comida en los bolsillos
y la llevan a su casa para alegrar al niño...
—¿Estás lloriqueando otra vez?
—No puedo evitarlo. Acabo de recordar algo.
—Pues basta ya, o me harás llorar también.
El sentimentalismo con respecto a los padres era un tabú estricto entre aquellos habitantes del borde exterior de la sociedad, pues manifestar el afecto filial era tanto como exponerse a las acusaciones de debilidad, afeminamiento o algo peor. Pero ver ahora a aquellos hombres hubiera colmado de satisfacción a la vieja Osugi. La lectura del sutra, tal vez debido a la sencillez del lenguaje, les había llegado a lo más profundo.
—¿Es eso todo? ¿No hay más?
—Hay mucho más.
—¿Y bien?
—Esperad un momento, ¿queréis?
Jūrō se levantó, se sonó ruidosamente y se sentó para entonar el resto.
El niño crece.
El padre le trae ropa para vestirse.
La madre peina su cabello.
Los padres le dan todo objeto bello que poseen
y sólo guardan para ellos lo que es viejo y está gastado.
El niño toma una novia
y trae a la casa a esa desconocida.
Los padres se vuelven más distantes.
Los recién casados intiman entre ellos,
permanecen en su habitación, hablándose felices.
—Así son las cosas, en efecto —interrumpió uno.
Los padres envejecen.
Sus espíritus se debilitan, su fuerza disminuye.
Tienen sólo al niño del que depender,
sólo su esposa les presta servicios,
pero el niño ya no acude a ellos,
ni de noche ni de día.
La sala de los padres está fría,
ya no hay más charlas agradables.
Son como huéspedes solitarios en una posada.
Surge una crisis, y llaman a su hijo.
Nueve de cada diez veces, él no viene
ni les sirve.
Su enojo crece y les vilipendia,
diciendo que sería mejor morir
que seguir en este mundo cuando son superfluos.
Los padres escuchan, y sus corazones se llenan de cólera.
Llorando, dicen: «Cuando eras pequeño,
sin nosotros no habrías nacido,
sin nosotros, no habrías crecido.
¡Ah, cómo hemos...!».
Jūrō se interrumpió bruscamente y dejó la hoja a un lado.
—Yo..., yo... No puedo. Que lo lea otro.
Pero nadie quiso sustituirle. Tendidos boca arriba o abajo, o sentados con las piernas cruzadas y las cabezas entre las rodillas, estaban tan llorosos como niños perdidos.
Al entrar en la sala, Sasaki Kojirō se encontró con esa escena inverosímil.
—¿No está aquí Yajibei? —preguntó Kojirō a gritos.
Los jugadores estaban tan absortos en su juego y los que lloraban en sus recuerdos de la infancia, que ninguno respondió.
Kojirō se acercó a Jūrō, que estaba tendido boca arriba con los brazos sobre los ojos, y le dijo:
—¿Puedo preguntarte qué ocurre aquí?
—Oh, no sabía que eras tú, señor.
Jūrō y los demás se apresuraron a enjugarse los ojos y sonarse, se levantaron e hicieron tímidas reverencias a su instructor de esgrima.
—¿Estás llorando? —le preguntó.
—Humm, sí. Bueno, no.
—Eres un tipo raro.
Mientras los demás volvían a su anterior diversión, Jūrō empezó a contarle su encuentro casual con Musashi, satisfecho por tener un tema que pudiera distraer la atención de Kojirō y éste dejara de fijarse en el estado de aquellos jóvenes.
—Como el el jefe está ausente, no sabíamos qué hacer —le dijo—. Osugi decidió ir a hablar contigo.
A Kojirō le brillaron los ojos.
—¿Musashi se hospeda en una posada de Bakurōchō?
—Ahí estuvo, en efecto, pero ahora se aloja en la casa de Zushino Kōsuke.
—Ésa es una interesante coincidencia.
—¿Ah, sí?
—Resulta que he enviado mi Palo de Secar a Zushino para que la pula. Creo que a estas alturas el trabajo ya debe de estar terminado. Hoy he venido aquí para recogerla.
—¿Ya has estado allí?
—Todavía no. Pensé pasar primero por aquí y estar un rato con vosotros.
—Ha sido una suerte. Si te hubieras presentado en el taller de repente, Musashi podría haberte atacado.
—No le temo, pero ¿cómo puedo hablar con la anciana si está ausente?
—No creo que haya llegado todavía a Isarago. Enviaré a un buen corredor para que la haga volver.
Durante el consejo de guerra que se celebró aquella noche, Kojirō expresó la opinión de que no había motivo alguno para esperar el regreso de Yajibei. Él mismo actuaría como ayudante de Osugi, a fin de que ella pudiera por fin vengarse adecuadamente. Jūrō y Koroku también quisieron ir, más por el honor de estar presentes que para echar una mano. Aunque conocían la reputación de Musashi como luchador, nunca imaginaron que pudiera estar a la altura de su brillante instructor.
Sin embargo, aquella noche no podrían hacer nada. A pesar de su entusiasmo, Osugi estaba extenuada y se quejaba de dolor de espalda. Decidieron llevar a cabo su plan a la noche siguiente.
Al día siguiente, por la tarde, Osugi se bañó en agua fría, se ennegreció los dientes y tiñó el cabello. Cuando se puso el sol hizo los preparativos para el combate, primero vistiendo una túnica interior que había comprado para que la enterrasen con ella y que había llevado consigo a todas partes durante años. Había hecho que la sellaran en cada santuario y templo que visitó, para invocar la buena suerte: desde el santuario de Sumiyoshi en Osaka al santuario de Oyama Hachiman y el Kiyomizudera en Kyoto, el templo de Kannon en Asakusa y docenas de establecimientos religiosos menos importantes en diversas partes del país. Las sagradas estampaciones de la túnica hacían que pareciese un kimono. Vestida con ella, Osugi se sentía más segura que si hubiera llevado cota de mallas.