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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (136 page)

BOOK: Musashi
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Como no sabía con seguridad si Iori se había caído al agua y ahogado, el tiempo se le hizo a Musashi interminable, hasta que por fin oyó la voz del muchacho que le llamaba: «¡Sensei! ¡Aquí!». Estaba a cierta distancia, al otro lado del río, montado en un buey y con un gran fardo atado a la espalda.

Musashi observó consternado que Iori penetraba en la turbia corriente, la cual parecía a punto de engullirle a cada paso.

Cuando llegó a la otra orilla, temblaba a causa del frío y la humedad, pero guió serenamente al animal hasta la cabaña.

—¿Dónde has estado? —le preguntó Musashi, en un tono que era de enojo y alivio al mismo tiempo.

—En la aldea, claro. He traído mucha comida. Va a llover tanto como en medio año antes de que pase esta tormenta, y entonces estaremos atrapados por la inundación.

Después de llevar adentro el fardo de paja, Iori lo desató y sacó del envoltorio interno de papel impermeabilizado con aceite un artículo tras otro.

—Aquí hay castañas..., lentejas..., pescado salado... No se nos terminará la comida aunque el agua tarde uno o dos meses en bajar.

La gratitud empañó los ojos de Musashi, pero no dijo nada. Estaba demasiado avergonzado por su propia falta de sentido común. ¿Cómo podría orientar a la humanidad si era descuidado acerca de su propia supervivencia? De no haber sido por Iori, habría tenido que enfrentarse a la posibilidad de morir de hambre. Y el muchacho, que se había criado en una remota zona rural, debía de conocer al dedillo la manera de proveerse de víveres desde su más tierna infancia.

A Musashi le pareció extraño que los aldeanos hubieran accedido a facilitarles tanta comida, pues sin duda no les sobraba. Cuando recobró la voz y se lo planteó, Iori respondió:

—Dejé empeñada mi bolsa de dinero para que me prestaran la comida en el Tokuganji.

—¿Qué es el Tokuganji?

—Es el templo que se encuentra a unas dos millas de aquí. Mi padre me dijo que la bolsa contiene polvo de oro, y que lo usara con prudencia si me veía en algún aprieto. Ayer, cuando el tiempo se puso feo, sus palabras me pasaron por las mientes.

El muchacho sonreía satisfecho.

—¿No es esa bolsa un recuerdo de tu padre?

—Sí. Ahora que hemos quemado la vieja casa, eso y la espada son las únicas cosas que me quedan.

Frotó la empuñadura del arma corta que llevaba sujeta en el obi. Aunque la espiga no tenía la firma de un artesano, Musashi ya había observado, la primera vez que examinó la hoja, que era de excelente calidad. Intuía también que la bolsa heredada tenía una importancia que iba más allá del polvo de oro que contenía.

—No deberías dar a otros los recuerdos de familia. Uno de estos días te rescataré la bolsa, pero debes prometerme que luego no te desprenderás de ella.

—Sí, señor.

—¿Dónde has pasado la noche?

—El sacerdote me dijo que sería mejor que esperase allí hasta la mañana.

—¿Has comido?

—No. Tú tampoco, ¿verdad?

—Así es, pero no hay leña.

—Claro que hay, y mucha.

Señaló hacia abajo, al espacio debajo de la cabaña donde había almacenado un buen suministro de ramas, raíces y cañas de bambú recogidas mientras trabajaba en los campos.

Musashi sujetó sobre la cabeza un trozo de esterilla de paja, se arrastró bajo el suelo elevado de la cabaña y, una vez más, se maravilló del buen sentido del muchacho. En un entorno como aquél la supervivencia dependía de la previsión, y un pequeño error podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte.

Cuando terminaron de comer, Iori sacó un libro. Entonces, arrodillándose formalmente ante su maestro, dijo:

—Mientras esperamos que el agua baje y podamos trabajar, ¿por qué no me enseñas a leer y escribir un poco más de lo que sé?

Musashi accedió. En un día tan tormentoso y sombrío, era una buena manera de pasar el tiempo. El libro era un volumen de los Analectas de Confucio. Iori dijo que se lo habían dado en el templo.

—¿De veras quieres estudiar?

—Sí.

—¿Has leído mucho?

—No, sólo un poco.

—¿Quién te enseñó?

—Mi padre.

—¿Qué has leído?

—El aprendizaje menor.

—¿Te gustó?

—Sí, muchísimo —dijo el muchacho vivamente, con los ojos brillantes.

—Muy bien, entonces te enseñaré todo lo que sé. Más adelante puede que encuentres a alguien mejor educado que te enseñe lo que yo desconozco.

Dedicaron el resto de la tarde a una sesión de estudio. El muchacho leía en voz alta y Musashi le interrumpía para corregirle o explicarle palabras que no comprendía. Su concentración era absoluta y se habían olvidado por completo de la tormenta.

El diluvio duró dos días más, transcurridos los cuales no había tierra visible alrededor de la cabaña.

Al día siguiente seguía lloviendo. Iori, encantado, cogió de nuevo el libro y dijo:

—¿Empezamos?

—Hoy no. Ya has leído lo suficiente para una temporada.

—¿Por qué?

—Si no haces más que leer, perderás de vista la realidad que te rodea. ¿Por qué no te tomas el día libre y te dedicas a jugar? Yo también voy a relajarme.

—Pero no puedo salir.

—Entonces haz como yo —dijo Musashi, tendiéndose boca arriba y cruzando los brazos bajo la cabeza.

—¿Tengo que tenderme?

—Haz lo que quieras. Tiéndete, levántate, siéntate... Como estés más cómodo.

—¿Y entonces qué?

—Te contaré una historia.

—Eso me gusta —dijo Iori. Se tendió boca abajo y agitó las piernas en el aire—. ¿Qué clase de historia?

—Veamos... —Musashi repasó los cuentos que le gustaba escuchar de niño. Eligió el de las batallas entre los Genji y los Heike. A todos los chicos les gustaba.

Iori no era una excepción. Cuando Musashi llegó a la parte en que los Genji son derrotados y los Heike se adueñan del país, el semblante del muchacho se entristeció. Tuvo que parpadear para contener las lágrimas por el trágico destino de la señora Tokiwa, pero se animó al saber que Minamoto-no-Yoshitsune recibió lecciones de esgrima de los «trasgos narigudos» que habitaban en el monte Kurama y que más adelante huyó de Kyoto.

—Me gusta Yoshitsune —dijo, enderezándose—. ¿Es cierto que hay trasgos en el monte Kurama?

—Es posible. En cualquier caso, en este mundo hay personas que muy bien podrían ser trasgos. Pero los que enseñaron a Yoshitsune no eran trasgos verdaderos.

—¿Ah, no? ¿Qué eran entonces?

—Vasallos leales de los Genji derrotados. No podían salir de su escondite mientras los Heike estuvieran en el poder, así que permanecían ocultos en las montañas hasta que llegara su oportunidad.

—¿Como mi abuelo?

—Sí, salvo que él aguardó toda su vida y su oportunidad no llegó nunca. Cuando Yoshitsune se hizo mayor, los fíeles seguidores de Genji, que le habían cuidado durante su infancia, tuvieron la oportunidad por la que habían rogado.

—Yo tendré la oportunidad de compensar lo ocurrido a mi abuelo, ¿verdad?

—Humm. Creo que es posible. Sí, estoy seguro.

Atrajo a Iori hacia sí, lo levantó y mantuvo en equilibrio sobre sus manos y pies como si fuera una pelota.

—¡Ahora intenta ser un gran hombre! —le dijo riendo.

Iori se rió también, aunque no las tenía todas consigo.

—Eres..., eres también un tra... trasgo —tartamudeó—. Basta ya... Me ca... caeré.

Al bajar pellizcó a Musashi en la nariz.

El undécimo día por fin dejó de llover. Musashi se impacientaba por salir al aire libre, pero transcurrió otra semana antes de que pudieran volver al trabajo bajo un sol brillante. Del campo en que con tanto esfuerzo habían convertido el terreno agreste no quedaba ni rastro, y en su lugar había rocas y un río que fluía por donde antes no pasaba agua. Ésta parecía burlarse de ellos igual que lo hicieran los aldeanos.

Al ver que no existía ninguna posibilidad de recuperar lo perdido, Iori dijo:

—Aquí no hay nada que hacer. Busquemos una tierra mejor en otra parte.

—No —replicó Musashi con firmeza—. Cuando la tierra filtre el agua, será excelente para cultivarla. Examiné el emplazamiento desde todos los ángulos antes de elegirlo.

—¿Y si vuelve a caer otra lluvia intensa?

—Tomaremos medidas para que el agua no venga en esta dirección. Construiremos un dique desde aquí hasta esa colina.

—Eso nos dará muchísimo trabajo.

—Pareces olvidar que éste es nuestro dōjō. No renunciaré a un palmo de esta tierra hasta que vea crecer en ella la cebada.

Musashi prosiguió su resuelta lucha durante todo el invierno, hasta llegar al segundo mes del nuevo año. Fueron necesarias varias semanas de ingente trabajo, durante las que cavaron zanjas, drenaron el agua, amontonaron tierra para hacer un dique y luego la cubrieron con pesadas piedras.

Tres semanas después, una inundación había vuelto a arrasarlo todo.

—Mira, estamos malgastando nuestras energías en algo imposible —le dijo Iori—. ¿Es éste el Camino de la Espada?

Esta pregunta afectó a Musashi como si le hubiera tocado una llaga viva, pero aun así no cedió.

Sólo transcurrió un mes antes del siguiente desastre, una fuerte nevada seguida de un rápido deshielo. Cuando Iori regresaba de sus viajes al templo en busca de comida, tenía invariablemente el semblante adusto, pues la gente le ridiculizaba sin piedad por el fracaso de su maestro. Y, finalmente, el mismo Musashi empezó a sentirse descorazonado.

Durante dos días y la mayor parte de un tercero permaneció sentado en silencio, contemplando el campo y sumido en sus pensamientos.

Entonces comprendió de súbito cuál era la solución. De una manera inconsciente, había intentado crear un campo ordenado, cuadrado, como los que se veían en otras zonas de la llanura de Kanto, pero esa disposición no era la apropiada para aquella clase de terreno. Allí, a pesar de la planicie general, había ligeras variaciones en la disposición de la tierra y la calidad del suelo, lo cual exigía una forma irregular.

—¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. He tratado de hacer que fluyera el agua por donde creía que debería hacerlo y obligar a la tierra a permanecer donde me parecía que debería estar. Pero no ha servido de nada, y no es de extrañar. El agua es agua, la tierra es tierra. Yo no puedo cambiar su naturaleza.

Lo que debo hacer es ponerme al servicio del agua y ser un protector de la tierra.

A su manera, se había sometido a la actitud de los campesinos. Aquel día se convirtió en el servidor de la naturaleza. Ya no intentó imponerle su voluntad y dejó que ella tomara la iniciativa, al tiempo que buscaba unas posibilidades que estaban más allá de los demás habitantes de la llanura.

Cayó otra nevada y volvió el deshielo. El agua fangosa rezumó lentamente en la llanura. Pero Musashi había tenido tiempo de llevar a la práctica su nuevo método, y el campo se mantuvo intacto.

«Las mismas reglas deben aplicarse al gobierno de las personas», se dijo, y escribió en su cuaderno de notas: «No intentes oponerte a la naturaleza del universo, sino que ante todo asegúrate de que conoces la naturaleza del universo».

Los diablos de la montaña

—Deseo que quede bien claro. No quiero que sufráis ninguna molestia por mi causa. Vuestra hospitalidad, que aprecio muchísimo, es más que suficiente.

—Sí, señor —replicó el sacerdote—. Eres muy considerado, señor.

—Sólo quisiera descansar, nada más.

—Desde luego.

—Bueno, espero que me disculpes por mi rudeza —dijo el samurai, y entonces se tendió de costado y apoyó su cabeza de cabellos grisáceos en el antebrazo.

El huésped que acababa de llegar a Tokuganji era Nagaoka Sado, un vasallo de alto rango del señor Hosokawa Tadaoki de Buzen. Tenía poco tiempo para ocuparse de asuntos personales, pero se presentaba invariablemente en el santuario en ocasiones tales como el aniversario del fallecimiento de su padre, y solía pernoctar allí, puesto que el recinto sagrado distaba unas veinte millas de Edo. Para ser un hombre de su categoría, viajaba sin ostentación. Esta vez le acompañaban solamente un par de samurais y un joven asistente.

A fin de alejarse del feudo de Hosokawa, incluso por un breve período, había tenido que inventarse una excusa. No solía tener la ocasión de hacer lo que le venía en gana, y ahora que lo estaba haciendo, disfrutaba del sake local mientras escuchaba el croar de las ranas. Podía olvidarse por algún tiempo de todo, los problemas de la administración y la necesidad constante de adaptarse a las circunstancias cambiantes.

Después de la cena, el sacerdote retiró rápidamente los platos y se marchó. Sado charlaba ociosamente con sus ayudantes, que estaban sentados junto a la pared y de los que sólo se veían los rostros a la luz de la lámpara.

—Podría quedarme aquí tendido para siempre y entrar en el Nirvana, como el Buda —dijo perezosamente Sado.

—Ten cuidado, no vayas a enfriarte. El aire nocturno es húmedo.

—Bah, dejadme en paz. Este cuerpo ha sobrevivido a unas cuantas batallas y puede aguantar firme a pesar de uno o dos estornudos. ¡Pero oled esas flores en sazón! Una fragancia deliciosa, ¿no es cierto?

—Yo no huelo nada.

—¿Cómo que no? Si tienes un olfato tan malo... ¿No serás tú el que está resfriado?

Estaban entregados a esta clase de comentarios en apariencia ligeros cuando, de improviso, las ranas se quedaron en silencio y una voz estentórea gritó:

—¡Eh, diablo! ¿Qué haces ahí, fisgando en la habitación de los huéspedes?

Los guardaespaldas de Sado se levantaron en seguida.

—¿Qué ocurre?

—¿Quién está ahí?

Mientras escudriñaban con cautela el jardín, oyeron el sonido de unos pies menudos que retrocedían hacia la cocina.

Un sacerdote se asomó a la estancia desde la terraza, hizo una reverencia y les dijo:

—Perdonad la interrupción. Sólo es uno de los chiquillos del entorno. No os preocupéis.

—¿Estás seguro?

—Sí, desde luego. Vive a un par de millas de aquí. Su padre, que trabajaba como mozo de caballos, murió recientemente, pero dicen que su abuelo fue un gran samurai, y cada vez que ve uno se detiene y lo mira... con el dedo en la boca.

Sado se irguió.

—No debes ser demasiado severo con él. Si quiere ser samurai, tráelo aquí. Tomaremos unos dulces y hablaremos del asunto.

Por entonces Iori había llegado a la cocina.

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