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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (159 page)

BOOK: Musashi
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Osugi había olvidado la manera de interpretar los presagios, pero aquella noche el alegre halo, tan bello en su colorido como un arco iris, sugería la inminencia de algo espléndido.

¿Podría tratarse de Matahachi? Tendió la mano hacia el pincel pero la retiró. Como si estuviera extasiada, se olvidó de sí misma y de su entorno, y durante una o dos horas sólo pensó en el rostro de su hijo, que parecía flotar en la oscuridad de la habitación.

Un ligero ruido en la entrada trasera la hizo salir de su ensoñación. Temerosa de que una comadreja estuviera causando estragos en su cocina, cogió la vela y fue a investigar.

El saco de verduras estaba al lado de la fregadera, y encima del saco había un objeto blanco. Al cogerlo notó que era pesado..., tan pesado como dos piezas de oro. En el envoltorio de papel blanco Matahachi había escrito: «Todavía no tengo el valor de darte la cara. Por favor, perdóname si te abandono durante otros seis meses. Sólo dejaré esta nota, sin entrar».

Un samurai de expresión asesina se abría paso a grandes zancadas entre la alta hierba, en dirección a dos hombres que estaban de pie en la orilla del río.

—¿Era él, Hamada? —gritó entre jadeos.

—No —replicó Hamada con voz quejumbrosa—. Era otro hombre.

A pesar del tono contrito, sus ojos centelleaban mientras seguía escudriñando el entorno.

—Estoy seguro de que era él.

—No era él, sino un barquero.

—¿Estás seguro?

—Cuando corrí tras él, subió a ese bote de ahí.

—Ésa no es razón para considerarle un barquero.

—Lo he comprobado.

—He de reconocer que tiene los pies ligeros.

Apartándose del río, emprendieron el regreso a través de los campos de Hamachō.

—¡Matahachi..., Matahachi!

Al principio el sonido apenas se elevaba por encima del murmullo del río, pero su repetición lo hizo inequívoco y los hombres se detuvieron e intercambiaron miradas de asombro.

—¡Alguien le está llamando! ¿Cómo es posible?

—Parece la voz de una anciana.

Con Hamada en cabeza, el grupo siguió rápidamente la dirección del sonido hasta su fuente, y cuando Osugi oyó sus pasos corrió hacia ellos.

—¿Matahachi? ¿Es una de tus...?

Los hombres la rodearon y le inmovilizaron los brazos a la espalda.

—¿Qué me estáis haciendo? —Con la cara congestionada, como un pez globo irritado, les gritó—: A ver, ¿quiénes sois vosotros?

—Somos alumnos de la escuela Ono.

—No conozco a nadie llamado Ono.

—¿Nunca has oído hablar de Ono Tadaaki, el tutor del shōgun?

—Jamás.

—¿Cómo es posible, vieja...?

—Espera. Veamos qué sabe de Matahachi.

—Soy su madre.

—¿Eres tú la madre de Matahachi, el vendedor de sandías?

—¿Qué quieres decir, cerdo? ¡Vendedor de sandías! Matahachi es descendiente de la Casa de Hon'iden, y ésa es una familia importante de la provincia de Mimasaka. Os hago saber que los Hon'iden son ilustres servidores de Shimmen Munetsura, señor del castillo de Takeyama, en Yoshino.

—Bueno, ya está bien —dijo uno de los hombres.

—¿Qué hacemos?

—Cogerla y llevárnosla.

—¿Como rehén? ¿Crees que servirá de algo?

—Si es su madre, tendrá que venir a por ella.

Osugi tensó su flaco cuerpo y se debatió como una tigresa acosada, pero fue en vano.

Kojirō, que llevaba varias semanas aburrido e insatisfecho, había adquirido el hábito de dormir mucho, tanto de día como de noche. En aquellos momentos estaba tendido boca arriba, farfullando y acariciando la espada colocada sobre su pecho.

—Basta de hacer llorar a Palo de Secar. Una espada como ésta, un espadachín como yo mismo... ¡pudriéndose en la casa de otro hombre!

Se oyó un chasquido y algo emitió un destello metálico.

—¡Necio estúpido!

Trazando un gran arco por encima de él, el arma se deslizó en el interior de su vaina como una criatura viva.

—¡Espléndido! —exclamó un sirviente desde el borde de la terraza—. ¿Estás practicando la técnica para atacar desde una posición supina?

—No seas tonto —replicó desdeñosamente Kojirō. Se puso boca abajo, recogió dos fragmentos de algo y los lanzó hacia la terraza—. Se estaba poniendo pesado.

El sirviente miró con los ojos desmesuradamente abiertos. El insecto, parecido a una gran polilla, presentaba las tenues alas y el cuerpo cortados limpiamente en dos.

—¿Has venido a prepararme la cama? —le preguntó Kojirō.

—¡Oh, no! ¡Perdona! Te he traído una carta.

Kojirō desdobló la carta sin apresurarse y se puso a leerla. Mientras lo hacía, la excitación fue aflorando a su semblante. Según Yajibei, Osugi había desaparecido la noche anterior. Pedía a Kojirō que acudiera en seguida para hablar de lo que debían hacer.

La carta explicaba con algún detalle cómo se habían enterado de dónde estaba la anciana. Los hombres de Yajibei la habían buscado durante todo el día, pero el meollo del asunto era el mensaje que Kojirō dejara en el Donjiki, el cual había sido tachado y al lado alguien había escrito: «A Sasaki Kojirō: La persona que tiene en custodia a la madre de Matahachi es Hamada Toranosuke, de la Casa de Ono».

—Por fin —dijo Kojirō con voz profunda. Cuando rescató a Matahachi, sospechó que los dos samurais a los que había derribado tenían alguna relación con la escuela de Ono. Soltó una risita y añadió—: Precisamente lo que estaba esperando.

De pie en la terraza, alzó la vista hacia el cielo nocturno. Había nubes, pero no parecía que fuese a llover.

Muy poco tiempo después, se le vio cabalgando por la carretera de Takanawa en un caballo de carga alquilado. Era ya tarde cuando llegó a la casa de Hangawara. Tras interrogar con detalle a Yajibei, decidió pasar la noche allí y ponerse en acción a la mañana siguiente.

Ono Tadaaki recibió su nuevo nombre no mucho después de la batalla de Sekigahara. Se llamaba Mikogami Tenzen cuando fue llamado al campamento de Hidetada para que diera lecciones de esgrima, actividad en la que se distinguió. Junto con su nuevo nombre recibió el nombramiento de vasallo directo de los Tokugawa y la concesión de una residencia en la colina Kanda de Edo.

Puesto que desde la colina se tenía una vista excelente del monte Fuji, el shogunado la designó como distrito residencial para sus servidores procedentes de Suruga, la provincia donde estaba situada la emblemática montaña.

—Me han dicho que la casa está en la cuesta de Saikachi —dijo Kojirō.

Estaba con uno de los hombres de Hangawara en lo alto de la colina. En el profundo valle por debajo de ellos veían Ochanomizu, una parte del río de la que se decía que extraían el agua para el té del shōgun.

—Espera aquí —dijo el guía de Kojirō—. Veré si está ahí.

Regresó poco después con la información de que ya habían dejado atrás la casa.

—No recuerdo haber visto ninguna casa que pareciera la mansión del tutor del shōgun.

—Ni yo tampoco. Creía que tendría una gran mansión, como la de Yagyū Munenori, pero lo cierto es que su casa es esa antigua que hemos visto a la derecha. Dicen que antes lo ocupaba el guardián de los establos del shōgun.

—Supongo que no es nada sorprendente. Ono sólo vale mil quinientas fanegas, mientras que la mayor parte de la fortuna de Munenori la amasaron sus antepasados.

—Aquí es —dijo el guía, señalando la casa.

Kojirō se detuvo y examinó la disposición general de los edificios. El viejo muro de tierra se extendía desde la mitad de la cuesta hasta un bosquecillo que cubría una pequeña elevación. El recinto parecía ser muy grande. Desde la entrada sin puerta se veía, más allá de la casa principal, un edificio que parecía el dōjō y un anexo, al parecer de construcción más reciente.

Kojirō dijo a su acompañante:

—Ahora regresa y dile a Yajibei que si esta noche no estoy de vuelta con la anciana, deberá suponer que me han dado muerte.

—Sí, señor.

El hombre echó a correr por la cuesta de Saikachi abajo, deteniéndose varias veces para mirar atrás.

Kojirō no había perdido tiempo para tratar de acercarse a Yagyū Munenori. No había manera de derrotarle y de ese modo tomar para sí la gloria del otro hombre, pues el estilo Yagyū era el único realmente empleado por los Tokugawa. Ésa era suficiente excusa para que Munenori se negara a enfrentarse con rōnin ambiciosos. Tadaaki, en cambio, se inclinaba a medirse con todos los que acudían a él.

Comparado con el estilo Yagyū, el de Ono era más práctico, pues su objetivo no consistía en hacer una gran exhibición de destreza sino en matar. Kojirō no había oído hablar de nadie que hubiera conseguido atacar a la Casa de Ono y avergonzarla. Mientras Munenori era, en general, el más respetado, Tadaaki era considerado el más fuerte.

Desde que llegó a Edo y se enteró de esa situación, Kojirō se había dicho a sí mismo que uno de aquellos días llamaría a la puerta de Ono.

Numata Kajūrō echó un vistazo por la ventana del vestuario del dōjō. Reaccionó tardíamente y sus ojos recorrieron la sala, en busca de Toranosuke. Al verle en medio de la estancia, aleccionando a un joven alumno, corrió a su lado y farfulló en voz baja:

—¡Está aquí! ¡Ahí afuera, en el jardín delantero!

Toranosuke, con la espada de madera extendida ante él, gritó al alumno: «¡En guardia!», y entonces avanzó, sus pisadas resonando fuertemente en el suelo. Cuando los dos llegaron al ángulo norte, el estudiante dio una voltereta y su espada de madera salió volando.

Toranosuke se volvió a Kajūrō.

—¿De quién estabas hablando? ¿De Kojirō?

—Sí, está en el jardín. Le tendremos aquí de un momento a otro.

—Mucho más pronto de lo que esperaba. Tomar a la anciana como rehén ha sido una buena idea.

—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Quién irá a recibirle? Debería ser alguien que esté preparado para cualquier cosa. Si tiene el valor de venir aquí solo, puede intentar alguna maniobra por sorpresa.

—Tráele al dōjō. Le recibiré yo mismo. Los demás quedaos en segundo término y guardad silencio.

—Por lo menos somos muchos —dijo Kajūrō.

Miró a su alrededor y le reconfortó ver las caras de tipos fornidos como Kamei Hyōsuke, Negoro Hachikurō e Itō Magobei, entre una veintena más. No tenían la menor idea de lo que pensaba Kojirō, pero todos ellos sabían por qué Toranosuke le quería allí.

Uno de los dos hombres a los que Kojirō había matado cerca del Donjiki era el hermano mayor de Toranosuke. Aunque había sido un inútil y en la escuela le tenían en baja estima, de todos modos era preciso vengar su muerte debido al parentesco.

A pesar de su juventud y sus ingresos modestos, Toranosuke era un samurai de valor reconocido en Edo. Al igual que los Tokugawa, era originario de la provincia de Mikawa, y su familia una de las más antiguas entre los vasallos hereditarios del shōgun. Era también uno de los «cuatro generales de la cuesta de Saikachi», siendo los tres restantes Kamei, Negoro e Itō.

La noche anterior, cuando Toranosuke llegó a casa con Osugi, todos convinieron en que había dado un golpe notable. Ahora le resultaría difícil a Kojirō no dar la cara. Los hombres juraron que si se presentaba le darían una paliza hasta dejarlo casi muerto, le cortarían la nariz y le colgarían de un árbol junto al río Kanda para que todos le vieran. Pero no estaban en modo alguno seguros de que se presentara. De hecho, habían hecho apuestas al respecto, y la mayoría apostó a que no acudiría.

Se reunieron en la sala principal del dōjō, dejaron libre el espacio central y aguardaron ansiosamente.

Al cabo de un rato, uno de los hombres preguntó a Kajūrō:

—¿Estás seguro de que el hombre que has visto era Kojirō?

—Completamente seguro.

Estaban sentados en un orden imponente. Sus rostros, al principio inexpresivos, mostraban ahora signos de la tensión. Algunos temían que si la espera se prolongaba mucho más, caerían víctimas de su propia ansiedad. Cuando el límite de su aguante parecía próximo, oyeron un rápido golpeteo de sandalias que se detuvieron ante el vestuario, y la cara de otro alumno, que se había puesto de puntillas, apareció en la ventana.

—¡Oíd! No tiene ningún sentido que esperemos aquí. Kojirō no viene.

—¿Qué quieres decir? Kajūrō acaba de verle.

—Sí, pero fue directamente a la casa. No sé cómo le han franqueado el paso, pero está en la sala de invitados hablando con el maestro.

—¿El maestro? —repitieron al unísono los presentes.

—¿Estás diciendo la verdad? —preguntó Toranosuke, con semblante consternado.

Tenía fuertes sospechas de que, si se investigaban las circunstancias de la muerte de su hermano, quedaría al descubierto que no se había propuesto nada bueno, pero él había dorado la píldora al relatar el incidente a Tadaaki. Y si su maestro sabía que había secuestrado a Osugi, no era porque él mismo se lo hubiera dicho.

—Si no me crees, ve a verlo.

—¡Qué lío! —exclamó preocupado Toranosuke.

Lejos de simpatizar con él, los alumnos estaban irritados por su falta de decisión.

Tras aconsejar a los demás que estuvieran tranquilos mientras ellos iban a ver cuál era la situación, Kamei y Negoro se estaban calzando las zōri cuando una atractiva muchacha de blanco cutis salió corriendo de la casa. Al reconocer a Omitsu, los dos hombres se quedaron donde estaban y los demás corrieron a la puerta.

—¡Todos vosotros! —gritó la joven con voz aguda, excitada—. ¡Venid en seguida! Mi tío y el invitado han desenvainado las espadas. ¡Están luchando en el jardín!

Aunque Omitsu estaba considerada oficialmente como la sobrina de Tadaaki, corrían rumores de que era realmente la hija que había tenido Itō Ittōsai con una querida, y como Ittōsai era el maestro de Tadaaki, éste debía de haber accedido a criar a la niña.

La expresión de pavor de sus ojos era insólita en ella.

—He oído hablar a mi tío y el invitado..., sus voces iban subiendo de tono..., y de repente... No creo que mi tío corra peligro, pero...

Los cuatro generales gritaron al unísono y corrieron al jardín, que estaba separado del recinto exterior por una valla de arbustos. Los otros llegaron a su altura junto a la puerta de bambú trenzado.

—La puerta está cerrada.

—¿No es posible forzarla?

Eso fue innecesario, pues la puerta cedió bajo el peso de los samurais que la presionaban. Cuando cayó, apareció a la vista una zona espaciosa con un cerro al fondo. Tadaaki, con su fiel espada Yukihira al nivel de los ojos, estaba en el centro. Más allá, a buena distancia, se hallaba Kojirō, con la gran Palo de Secar por encima de su cabeza, la mirada ardiente.

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