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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (156 page)

BOOK: Musashi
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—Tu padre es el señor de Awa. ¿No se considera a la tradición militar Hōjō similar a la de la escuela Kōshū, y a tu padre un maestro tan grande como Kagenori?

—Eso es lo que dicen. Nuestros antepasados procedían de la provincia de Tōtōmi. Mi abuelo sirvió a Hōjō Ujitsuna y Hōjō Ujiyasu de Odawara, y mi padre fue seleccionado por el mismo Ieyasu para sucederle como jefe de la familia.

—Entonces, ya que procedes de una famosa familia militar, ¿no es insólito que te hayas convertido en un discípulo de Kagenori?

—Mi padre tiene sus discípulos y ha dado conferencias sobre ciencia militar en presencia del shōgun. Pero en vez de enseñarme él, quiso que recibiera mi instrucción fuera de casa, ¡que conociera en todo su rigor las dificultades del aprendizaje! Es esa clase de hombre.

Musashi percibió un elemento de decencia innata, incluso de nobleza, en el porte de Shinzō, y pensó que probablemente era natural que su padre, Ujikatsu, fuese un general sobresaliente y su madre la hija de Hōjō Ujiyasu.

—Me temo que he hablado demasiado —dijo Shinzō—. La verdad es que he venido enviado por mi padre. Desde luego, lo apropiado sería que él viniese y te expresara su gratitud en persona, pero en estos momentos tiene un invitado, el cual está muy deseoso de verte. Mi padre me ha dicho que te llevara conmigo. ¿Vendrás?

Escudriñó inquisitivamente el rostro de Musashi.

—¿Un huésped de tu padre quiere verme?

—Así es.

—¿Quién puede ser? Casi no conozco a nadie en Edo.

—Es una persona que te conoce desde tu infancia.

Musashi era incapaz de imaginar quién podría ser. ¿Tal vez Matahachi? ¿Un samurai del castillo de Takeyama? ¿Un amigo de su padre? Tal vez incluso Otsū... Pero Shinzō se negó a revelarle el secreto.

—Me han pedido que no te lo diga, pues el huésped considera que sería mejor darte una sorpresa. ¿Vendrás?

Tanto misterio había avivado intensamente la curiosidad de Musashi.

Se dijo que no podía tratarse de Otsū, pero en su corazón esperaba que lo fuera.

—Vamos —dijo, poniéndose en pie—. No me esperes levantado, Iori.

Shinzō, satisfecho por el éxito de su misión, rodeó la casa y regresó con su caballo. La silla y los estribos estaban húmedos de rocío. Sujetando el bocado, ofreció el caballo a Musashi, el cual lo montó sin más ceremonia.

Antes de partir, Musashi le dijo a Iori:

—Cuídate, pues puede que no esté de vuelta hasta mañana.

Poco después le engulló la bruma nocturna.

Iori se sentó en la terraza y permaneció sumido en sus pensamientos. «Los ojos —se dijo—. Los ojos.» Eran incontables las veces que su maestro le había ordenado que fijara los ojos en los de su contrario, pero todavía no podía comprender el motivo de la instrucción ni borrar la idea de su mente. Contempló vacuamente el Río del Cielo.

¿Cuál era su punto débil? ¿Era que cuando Musashi le miraba él no podía mirarle directamente a su vez? Más irritado por este fallo de lo que habría estado un adulto, estaba esforzándose por encontrar una explicación cuando reparó en un par de ojos que le miraban desde las ramas de una vid silvestre arrollada al tronco de un árbol frente a la cabaña.

Se preguntó qué era aquello. Los ojos brillantes le recordaban mucho a los de Musashi durante las sesiones de prácticas. Pensó que podría ser una zarigüeya. Había visto una en varias ocasiones, comiendo las uvas silvestres. Los ojos eran como ágatas, ojos de trasgo feroz.

—¡Bestia! —gritó Iori—. Crees que no tengo valor, e incluso que puedes mirarme fijamente más tiempo que yo a ti. ¡Pues ahora verás! No estoy dispuesto a perder contigo.

Con firme resolución, tensó los codos y miró furibundo a aquellos ojos. La zarigüeya, ya fuese por testarudez o por curiosidad, no hizo el menor intento de huir. El brillo de sus ojos se hizo incluso más intenso.

El esfuerzo absorbió tanto a Iori que se olvidó hasta de respirar. Juró de nuevo que no perdería, no con aquella bestezuela inferior. Tras un intervalo que le pareció de varias horas, se dio cuenta de que había triunfado. Las hojas de la vid silvestre se movieron y la zarigüeya desapareció.

—¡Así aprenderás! —exclamó Iori, exultante.

Estaba empapado de sudor, pero se sentía aliviado y refrescado. Sólo confiaba en que pudiera repetir la proeza la próxima vez que se enfrentara a Musashi.

Tras bajar la persiana de juncos y apagar la llama de la lámpara, fue a acostarse. La hierba del exterior reflejaba una luz blanca azulada. Se adormiló, pero en el interior de su cabeza le parecía ver un punto minúsculo que brillaba como una joya. Más tarde el punto creció y adoptó el vago contorno de la cara de la zarigüeya.

Se movió inquieto, gimiendo, y de repente tuvo la abrumadora convicción de que había unos ojos en el pie de la yacija. Se incorporó con dificultad.

—¡Bastardo! —gritó, cogiendo su espada.

Descargó el arma con una violencia letal, pero acabó dando una voltereta. La sombra de la zarigüeya era un punto que se movía en la persiana. Atacó de nuevo salvajemente, y luego salió corriendo de la cabaña y la emprendió a tajos con la vid silvestre. Alzó los ojos al cielo, en busca de los otros ojos.

Lentamente sus ojos enfocaron dos grandes y azuladas estrellas.

Cuatro sabios con una sola luz

—Bueno, aquí es —dijo Shinzō cuando llegaron al pie de la colina de Akagi.

Por la música de flauta, que parecía el acompañamiento de una danza religiosa y la hoguera visible entre los árboles, Musashi pensó que debían de estar celebrando un festival nocturno. El viaje hasta Ushigome les había llevado dos horas.

A un lado estaba el espacioso recinto del santuario de Akagi. Al otro lado de la empinada calle se alzaba el muro de tierra de una gran residencia particular y un portal de magníficas proporciones. Cuando llegaron al portal, Musashi desmontó y tendió las riendas a Shinzō al tiempo que le daba las gracias.

Shinzō condujo el caballo al interior y dio las riendas a uno de los samurais que esperaban cerca de la entrada sosteniendo faroles de papel. Todos se adelantaron, le dieron la bienvenida y le precedieron entre los árboles hasta un claro delante del imponente recibidor de la casa. En el interior, los sirvientes con faroles se alinearon a ambos lados del vestíbulo.

El mayordomo le saludó, diciendo:

—Entra. Su señoría te espera. Te mostraré el camino.

—Gracias —dijo Musashi.

Siguió al mayordomo escaleras arriba hasta una sala de espera.

El diseño de la casa era insólito. Una escalera tras otra conducía a una serie de apartamentos, que parecían colocados unos encima de otros colina Akagi arriba. Al sentarse, Musashi observó que la habitación estaba muy cerca de la cima. Al otro lado de un precipicio en el borde del jardín, distinguía la parte septentrional del foso del castillo y el bosque que enmarcaba la escarpa. Pensó que la vista diurna desde aquella habitación debía de ser impresionante.

Una puerta de marco arqueado se deslizó silenciosamente. Entró una bella sirvienta y con gráciles movimientos depositó una bandeja con pastelillos, té y tabaco delante de él. Entonces se retiró tan silenciosamente como entrara. Parecía como si sus pintorescos kimono y obi hubieran emergido de la misma pared y se hubieran fundido con ella. Una leve fragancia permaneció en las habitación, y Musashi recordó de repente la existencia de las mujeres.

Poco después se presentó el dueño de la casa, en compañía de un joven samurai. Dejando de lado las formalidades, le dijo:

—Me alegro de que hayas venido. —Se sentó a la tradicional manera militar, con las piernas cruzadas sobre un cojín que colocó en el suelo su asistente—. Por lo que me han dicho, mi hijo está en deuda contigo. Espero que me perdones por pedirte que vengas aquí en vez de visitarte en tu casa para expresarte mi gratitud. —Con las manos descansando ligeramente sobre el abanico en su regazo, hizo una leve inclinación de cabeza. Tenía una frente prominente.

—Es un honor para mí haber sido invitado —replicó Musashi.

No era fácil calcular la edad de Hōjō Ujikatsu. Le faltaban tres dientes delanteros, pero su piel suave y brillante atestiguaba su determinación de no envejecer nunca. El espeso bigote negro, entreverado con unas pocas hebras blancas, crecía a ambos lados para ocultar las posibles arrugas resultantes de la falta de dientes. La primera impresión de Musashi fue la de que era un hombre con muchos hijos y que se llevaba bien con los jóvenes.

Al percibir que su anfitrión no pondría reparo alguno, Musashi fue directamente al grano.

—Dice tu hijo que tienes un invitado que me conoce. ¿Quién podría ser?

—No uno sino dos. Los verás en seguida.

—¿Dos personas?

—En efecto. Se conocen bien mutuamente, y ambos son buenos amigos míos. Resulta que hoy los encontré en el castillo. Vinieron conmigo, y cuando Shinzō entró para saludarles, empezamos a hablar de ti. Uno de ellos dijo que no sabía nada de ti desde hace mucho tiempo y que le gustaría verte. El otro, que sólo conoce tu reputación, expresó el deseo de conocerte.

En el rostro de Musashi se esbozó una ancha sonrisa.

—Creo que ya lo sé. Uno de ellos es Takuan Sōhō, ¿no es cierto?

—En efecto —exclamó el señor Ujikatsu, dándose una palmada de sorpresa en la rodilla.

—No le he visto desde que vine al este, hace ya varios años.

Antes de que Musashi tuviera tiempo de conjeturar quién era el otro hombre, su señoría le pidió que le acompañara y salieron al corredor.

Subieron un corto tramo de escaleras y recorrieron un pasillo largo y oscuro. A uno de los lados estaban colocados los postigos contra la lluvia. De repente, Musashi perdió de vista al señor Ujikatsu. Se detuvo y escuchó.

Al cabo de unos instantes, Ujikatsu le llamó.

—Estoy aquí abajo.

Su voz parecía proceder de una habitación bien iluminada situada al otro lado de un espacio abierto al final del corredor.

—Entendido —replicó Musashi.

En lugar de dirigirse directamente a la luz, se quedó donde estaba. El espacio fuera del corredor era invitador, pero algo le decía que en aquel tramo de oscuridad acechaba algún peligro.

—¿Qué estás esperando, Musashi? Estamos aquí.

—Ya voy —respondió Musashi.

Aunque no podía responder otra cosa, su sexto sentido le había advertido de que debía permanecer alerta. Sigilosamente, se volvió y desando unos diez pasos hasta una puertecilla que daba al jardín. Poniéndose unas sandalias, rodeó el jardín hasta la terraza de la sala del señor Ujikatsu.

—Vaya, has venido por ahí, ¿eh? —dijo su señoría, volviéndose a mirarle desde el otro extremo de la habitación. Parecía decepcionado.

—¡Takuan! —exclamó Musashi cuando entró en la habitación, con una sonrisa radiante en el rostro. El sacerdote, sentado delante del lugar de honor, se levantó para saludarle. Encontrarse de nuevo, y bajo el techo del señor Hōjō Ujikatsu, parecía casi demasiado fortuito. A Musashi le costaba convencerse de que realmente estaba ocurriendo.

—Bueno, tendremos que ponernos mutuamente al corriente —dijo Takuan—. ¿Empezamos?

Vestía las ropas sencillas que siempre usaba, sin el menor adorno, a no ser que pasara por tal el rosario budista. Sin embargo, parecía más maduro y tranquilo que antes, hablaba con más suavidad. De la misma manera que la crianza rural de Musashi había sido limada por los intensos esfuerzos de autodisciplinarse, también los ásperos ángulos de Takuan parecían haber sido redondeados y la sabiduría del Zen había moldeado su carácter. Sin duda, ya no era joven. Tenía once años más que Musashi y ahora estaba cerca de los cuarenta.

—Veamos. Fue en Kyoto, ¿verdad? Ah, ya me acuerdo, fue poco antes de que regresara a Tajima. Tras la muerte de mi madre, pasé un año de duelo. Luego viajé durante una temporada, estuve algún tiempo en el Nansōji de Izumi y luego en el Daitokuji. Más tarde vi con mucha frecuencia al señor Karasumaru..., compuse poesía con él, realizamos la ceremonia del té, tuvimos a raya las preocupaciones de este mundo. Antes de que me diera cuenta, había pasado tres años en Kyoto. Recientemente trabé amistad con el señor Koide del castillo de Kishiwada y vine con él para echar un vistazo a Edo.

—Entonces ¿sólo llevas poco tiempo aquí?

—Sí. Aunque me encontré con Hidetada un par de veces en el Daitokuji y he sido convocado a presencia de Ieyasu varias veces, éste es mi primer viaje a Edo. ¿Y tú qué me cuentas?

—Vivo aquí sólo desde principios de este verano.

—Parece ser que te has hecho todo un nombre en esta parte del país.

Musashi no intentó justificarse. Inclinó la cabeza y dijo:

—Supongo que has oído hablar de eso.

Takuan se quedó mirándole unos instantes, como si le comparase con el Takezō de antaño.

—¿Por qué habría de preocuparte eso? Sería extraño que un hombre de tu edad tuviera una reputación demasiado buena. Mientras no hayas hecho nada desleal, innoble o rebelde, ¿qué importancia tiene? Me interesa más que me informes sobre tu adiestramiento.

Musashi le hizo un breve resumen de sus experiencias recientes.

—Me temo que todavía soy inmaduro, imprudente, más que estar realmente iluminado —concluyó—. Cuanto más viajo, más largo se hace el camino. Tengo la sensación de haber recorrido un inacabable sendero de montaña.

—Así es como debe ser —le dijo Takuan, claramente satisfecho de la integridad y humildad del joven—. Si un hombre que aún no tiene treinta años afirma conocer por poco que sea el Camino, eso es una señal inequívoca de que su desarrollo se ha detenido. Incluso yo todavía me estremezco azorado cuando alguien sugiere que un inculto sacerdote como yo podría conocer el significado definitivo del Zen. Resulta desconcertante la manera en que la gente siempre me pide que les hable de la ley budista o les explique las verdaderas enseñanzas. La gente tiende a considerar a un sacerdote como un Buda viviente. Agradece que los demás no te sobrestimen, que no tengas que prestar atención a las apariencias.

Mientras los dos hombres renovaban felizmente su amistad, entraron servidores con alimentos y bebidas. Al cabo de un rato, Takuan dijo:

—Perdóname, señoría. Me temo que hemos olvidado algo. ¿Por qué no llamas al otro invitado?

Musashi estaba seguro de saber dónde se encontraba la cuarta persona, pero prefirió permanecer en silencio.

Titubeando ligeramente, Ujikatsu dijo:

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