Musashi (163 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Musashi
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—¿Todavía durmiendo? —preguntó Okō.

La muchacha, esperando una reprimenda, sacudió vigorosamente la cabeza.

—No me refiero a ti sino a mi marido.

—Ah, sí, todavía está durmiendo.

Chascando la lengua desaprobadoramente, Okō gruñó:

—En pleno festival y está durmiendo. Éste es el único establecimiento que no está lleno de clientes.

Cerca de la puerta, un hombre y una anciana cocinaban arroz y judías al vapor en un fogón de tierra. Las llamas ponían la única nota de color en el interior por lo demás sombrío.

Okō se acercó a un hombre que dormía en un banco a lo largo de la pared, le dio unos golpecitos en el hombro y le dijo:

—¡Tú, levántate! Abre los ojos para variar.

—¿Eh? —musitó él, incorporándose ligeramente.

—¡Cáspita! —exclamó la mujer al tiempo que retrocedía. Entonces se echó a reír y dijo—: Perdona. He creído que eras mi marido.

Un trozo de estera se había deslizado al suelo. El hombre, un joven de cara redondeada con unos ojos grandes de mirada inquisitiva, lo recogió, se cubrió con él la cara y se tendió de nuevo. Su cabeza descansaba sobre una almohada de madera y sus sandalias estaban manchadas de barro. A su lado, sobre la mesa, había una bandeja y un cuenco de arroz vacío; junto a la pared, un saco de viaje, un sombrero de juncos y un bastón.

Okō se volvió a la muchacha y le dijo:

—Es un cliente, ¿no?

—Sí, ha dicho que se propone subir al santuario interior a primera hora de la mañana y ha preguntado si podría echar una siesta aquí.

—¿Dónde está Tōji?

—Estoy aquí, estúpida. —Su voz surgió por detrás de una shoji desgarrada. Estaba recostado en la habitación contigua, un pie colgándole en la sala destinada al público—. ¿Conque despotricas contra mí porque me he tumbado un rato? ¿Dónde has estado tú todo este tiempo, cuando deberías haber atendido el negocio?

En muchos aspectos, los años habían sido menos amables con Okō que con Tōji. No sólo había desaparecido por completo el encanto que tuvo en otro tiempo, sino que dirigir la casa de té Oinu le exigía el trabajo de un hombre para compensar la inactividad de su inútil cónyuge, puesto que Tōji ganaba un jornal de hambre cazando en invierno pero hacía poco más. Después de que Musashi incendiara su escondrijo con la habitación que era realmente una trampa en el paso de Wada, todos sus secuaces les habían abandonado.

Los ojos turbios y rojizos de Tōji enfocaron gradualmente un barril de agua. Se puso en pie, fue al barril y engulló el contenido de un cazo.

Okō se recostó en un banco y le miró por encima del hombro.

—No me importa que haya un festival. Ya es hora de que aprendas a saber cuándo debes parar. Has tenido suerte de que no te atravesara una espada ahí afuera.

—¿Cómo?

—Te digo que deberías tener más cuidado.

—No sé de qué me estás hablando.

—¿Sabías que Musashi está aquí, en el festival?

—¿Musashi? ¿Miyamoto... Musashi? —El sobresalto le despertó del todo—. ¿Lo dices en serio? Oye, será mejor que te escondas en la parte trasera.

—¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Esconderte?

—No quiero que vuelva a ocurrir lo del paso de Wada.

—Cobarde. ¿No estás deseoso de desquitarte, no sólo por eso sino también por lo que hizo a la Escuela Yoshioka? Yo sí lo estoy, y no soy más que una mujer.

—Sí, pero no olvides que entonces teníamos muchos hombres a nuestro lado. Ahora sólo estamos tú y yo.

Tōji no estuvo en Ichijōji, pero había oído contar cómo luchó Musashi y no se hacía ilusiones sobre cuál de los dos perdería la vida si volvían a encontrarse.

Okō se acercó cautelosamente a su marido y le dijo:

—En eso te equivocas. Aquí hay otro hombre, ¿no es cierto? Un hombre que odia a Musashi tanto como tú.

Tōji sabía que se estaba refiriendo a Baiken, con quien habían trabado conocimiento cuando sus vagabundeos les llevaron a Mitsumine.

Puesto que ya no había más batallas, la actividad de saqueador ya no era provechosa, por lo que Baiken abrió una herrería en Iga, pero fue expulsado de allí cuando el señor Tōdō hizo más severo su dominio de la provincia. Deseoso de probar fortuna en Edo, desorganizó su banda, y entonces, gracias a la recomendación de un amigo, fue nombrado vigilante del edificio que contenía el tesoro del templo.

Por entonces todavía las montañas entre las provincias de Musashi y Kai estaban infestadas de bandidos. Al contratar a Baiken para que custodiara la casa del tesoro, con sus objetos religiosos de gran valor y las donaciones en metálico, los ancianos dirigentes del templo combatían el fuego con fuego. Baiken tenía la ventaja de conocer a fondo los métodos de los bandidos, y también era un experto reconocido en el arma llamada hoz de cadena y bola. Como creador del estilo Yaegaki, quizás podría haber atraído la atención de un daimyō, de no mediar el hecho de que su hermano fue Tsujikaze Temma. Muchos años atrás los dos hermanos habían aterrorizado a la región que se extendía entre el monte Ibuki y el distrito de Yasugawa. El cambio de los tiempos no significaba nada para Baiken. A su modo de ver, la muerte de Temma a manos de Takezō había sido la causa fundamental de todas sus dificultades posteriores.

Largo tiempo atrás Okō había contado a Baiken sus motivos de queja contra Musashi, exagerando su rencor a fin de cimentar la amistad con él. Baiken le había respondido con el ceño fruncido: «Uno de estos días...».

Okō acababa de contarle a Tōji que había visto a Musashi desde la casa de té y que luego le había perdido entre la multitud. Más tarde, obedeciendo a una corazonada, había ido al Kannon'in, donde llegó justo cuando Musashi e Iori salían para ir al santuario exterior. La mujer se apresuró a comunicar esta información a Baiken.

—De modo que así están las cosas —dijo Tōji, cobrando ánimo al saber que ya contaban con un aliado digno de confianza. Sabía que Baiken, utilizando su arma favorita, había derrotado a todos los espadachines en el reciente torneo del santuario. Si atacaba a Musashi, tenía una buena oportunidad de vencerle—. ¿Cómo ha reaccionado cuando se lo has dicho?

—Vendrá cuando termine su ronda de inspección.

—Musashi no es ningún necio. Si no tenemos cuidado... —Tōji se estremeció y emitió un sonido ronco e ininteligible.

Okō siguió su mirada hasta que se posó en el hombre dormido en el banco.

—¿Quién es ése? —inquirió Tōji.

—No es más que un cliente —respondió Okō.

—Despiértale y échale de aquí.

Okō delegó la tarea en la sirvienta, la cual fue al extremo de la estancia y sacudió al durmiente hasta que éste se irguió.

—Vete —le dijo rudamente—. Vamos a cerrar.

El hombre se puso en pie, se estiró y dijo:

—He echado una siesta muy agradable.

Con una sonrisa en los labios y un parpadeo de sus grandes ojos, se movió con rapidez pero tranquilamente: se puso el trozo de estera sobre los hombros, se caló el sombrero de juncos, se echó el saco de viaje a la espalda y colocó el bastón bajo sus brazos.

—Os estoy muy agradecido —dijo al tiempo que hacía una reverencia, y se apresuró a cruzar la puerta.

A juzgar por su indumentaria y su acento, Okō se dijo que no era ninguno de los campesinos locales, pero parecía bastante inofensivo.

—Un hombre de aspecto curioso —comentó—. ¿Habrá pagado la cuenta?

Okō y Tōji todavía estaban cerrando los postigos y ordenando el local cuando entró Baiken con su perro Kuro.

—Me alegro de verte —le dijo Tōji—. Pasemos a la habitación del fondo.

Sin decir nada, Baiken se quitó las sandalias y les siguió, mientras el perro husmeaba a su alrededor en busca de restos de comida. La habitación del fondo era sólo un cobertizo con una primera mano de áspero yeso en las paredes. Quedaba fuera del alcance de los oídos de cuantos se hallaran en el local delantero. Encendieron un candil y Baiken tomó la palabra.

—Esta noche, delante del escenario de las danzas, he acertado a oír lo que Musashi le decía al muchacho, que mañana por la mañana subirán el santuario interior. Más tarde he ido al Kannon'in para comprobarlo.

Tanto Okō como Tōji tragaron saliva y miraron a través de la ventana. La cima en la que se alzaba el santuario interior destacaba levemente contra el cielo estrellado.

Puesto que conocía bien los recursos de su adversario, Baiken había trazado un plan de ataque y movilizado refuerzos. Dos sacerdotes, guardianes de la casa del tesoro, ya habían accedido a echar una mano y se habían adelantado con sus lanzas. Había también un hombre de la Escuela Yoshioka, el cual dirigía un pequeño dōjō en el santuario. Baiken calculaba que podría movilizar a unos diez saqueadores, hombres a los que conoció en Iga y que ahora trabajaban en la vecindad. Tōji llevaría un mosquete, mientras que Baiken iría armado con su hoz de cadena y bola.

—¿No es la primera vez que haces esto? —le preguntó Tōji, incrédulo.

Baiken sonrió pero no dijo nada más.

Una minúscula porción de luna se cernía sobre el valle, oculto por una espesa niebla. El gran pico todavía dormía, sin más sonidos en las inmediaciones que el gorgoteo y el fragor del río, los cuales acentuaban el silencio. Un grupo de oscuras figuras se agazapaba en el puente de Kosaruzawa.

—¿Tōji? —susurró ásperamente Baiken.

—Estoy aquí.

—Asegúrate de que la mecha esté seca.

Entre la variopinta cuadrilla destacaban los dos sacerdotes lanceros, los cuales se habían alzado y sujetado los faldones de sus túnicas, a fin de estar preparados para entrar en acción. Los demás vestían una variedad de atavíos, pero todos de manera que pudieran moverse ágilmente.

—¿Estamos todos?

—Sí.

—¿Cuántos en total?

Contaron las cabezas: eran trece.

—Muy bien —dijo Baiken, y les repitió las instrucciones.

Ellos le escucharon en silencio, asintiendo de vez en cuando. Entonces, a una señal, se escabulleron en la niebla para tomar posiciones a lo largo de la carretera. En el extremo del puente pasaron ante una piedra miliar que decía: «Seis mil varas hasta el Santuario Interior».

Cuando el puente volvió a quedar desierto, un nutrido grupo de monos salieron de sus escondrijos, saltaron de las ramas, bajaron por las enredaderas y convergieron en la carretera. Corrieron al puente, se metieron debajo y arrojaron piedras al barranco. La niebla jugaba con ellos, como estimulando su jolgorio. Si un inmortal taoísta hubiera aparecido haciéndoles una seña, quizá se habrían transformado en nubes y volado con él al cielo.

Los ladridos de un perro resonaron en las montañas. Los monos desaparecieron como hojas de zumaque barridas por el viento otoñal.

Kuro avanzaba por la carretera y Okō se apresuraba tras él. El perro había logrado soltarse, y aunque Okō por fin había podido coger la traílla, no había manera de que el animal diese la vuelta. Sabía que Tōji no quería que el perro estuviera allí e hiciera ruido, y pensó que quizá podría apartarle de en medio dejándole subir al santuario interior.

Cuando la niebla, que se deslizaba sin cesar, empezó a posarse en los valles como si fuese nieve, los tres picos del Mitsumine y las montañas menos elevadas entre Musashino y Kai se recortaron contra el cielo en todo su esplendor. La cinta blanca y serpenteante de la carretera resaltaba en la oscuridad, y las aves empezaron a encrespar sus plumas y saludar al amanecer con sus cantos.

—¿Por qué ocurre eso? —inquirió Iori, como si hablara consigo mismo.

—¿A qué te refieres? —le preguntó Musashi.

—Se está haciendo de día, pero no veo el sol.

—En primer lugar, estás mirando hacia el oeste.

—Ah. —Iori dirigió una breve mirada a la luna, que se sumía detrás de los picos lejanos.

—Mira, Iori, parece ser que muchos de tus amigos viven aquí, en las montañas.

—¿Dónde?

—Allí.

Musashi se echó a reír e indicó unos monos agrupados alrededor de su madre.

—Me gustaría ser uno de ellos.

—¿Por qué?

—Por lo menos tienen madre.

Recorrieron en silencio un trecho empinado del camino y llegaron a una extensión relativamente llana. Musashi observó que la hierba había sido pisoteada por un gran número de pies.

Después de serpentear un poco más alrededor de la montaña, llegaron a una zona llana donde estaban de cara al este.

—¡Mira! —gritó Iori, mirando a Musashi por encima del hombro—. El sol está saliendo.

—Así es.

Del mar de nubes por debajo de ellos, las montañas de Kai y Kōzuke sobresalían como islas. Iori se detuvo y permaneció inmóvil, con los pies juntos y los brazos a los costados, los labios fuertemente apretados. Contempló arrobado la gran esfera dorada, imaginándose que él era un hijo del sol. De repente exclamó en voz muy alta:

—¡Es Amaterasu Ōmikami! ¿No es cierto? —Miró a Musashi en busca de confirmación.

—En efecto.

El muchacho alzó los brazos por encima de su cabeza y filtró la brillante luz a través de los dedos.

—¡Mi sangre! —gritó—. Es del mismo color que la sangre del sol.

Batiendo palmas, como lo haría en un santuario para llamar a la deidad, inclinó la cabeza en silencioso homenaje y pensó: «Los monos tienen madre y yo no, pero tengo esta diosa y ellos no tienen ninguna».

La revelación le llenó de alegría, y al tiempo que las lágrimas corrían por su rostro le parecía oír desde más allá de las nubes la música de las danzas del santuario. Los tambores resonaban en sus oídos, mientras el contrapunto de las flautas esparcía a los cuatro vientos la melodía de la danza de Iwato. Los pies del muchacho siguieron el ritmo, balanceó garbosamente los brazos y de sus labios brotaron las palabras que había memorizado la noche anterior:

El arco de catalpa...

cada vez que llega la primavera,

confío en ver la danza

de la miríada de dioses,

oh, cómo confío en ver su danza...

De repente, al darse cuenta de que Musashi había seguido adelante, puso fin a la danza y corrió para darle alcance.

La luz matinal apenas llegaba al bosque en el que penetraron. Allí, en las proximidades del santuario interior, los troncos de los cedros tenían una circunferencia enorme y todos más o menos la misma altura. En las espesas extensiones de musgo que se aferraba a los árboles crecían florecillas blancas. Iori suponía que aquellos árboles eran antiguos, que tendrían quinientos, quizá mil años, y experimentaba el impulso de hacerles una reverencia. Aquí y allá veía las rojas enramadas de los arces. Las cañas de bambú bajas y desnudas invadían el camino reduciéndolo a un sendero.

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