Authors: Eiji Yoshikawa
—¿Le llamo? —Entonces se dirigió a Musashi—. Debo admitir que has intuido nuestra pequeña treta. Soy yo quien la planeó y me siento bastante avergonzado.
Takuan se echó a reír.
—¡Bien por ti! Me alegra ver que admites la derrota. Pero ¿por qué no? De todos modos era sólo un juego para divertirnos, ¿no es cierto? Desde luego no se trata de nada que haga perder prestigio al maestro del estilo Hōjō.
—Sí, no hay duda de que he sido derrotado —murmuró Ujikatsu, todavía con un dejo de renuencia—. Lo cierto es que, si bien he oído hablar de la clase de hombre que eres, no tenía manera de saber lo bien adiestrado y disciplinado que estás. Se me ocurrió comprobarlo por mí mismo, y los demás invitados accedieron a cooperar. Cuando te detuviste en el pasillo, te esperaba para tenderte una emboscada, listo para desenvainar su espada. —Su señoría parecía lamentar haber tenido que someter a Musashi a aquella prueba—. Pero te diste cuenta de que eras atraído a una trampa y viniste por el jardín. —Mirando directamente a Musashi, le preguntó—: ¿Puedo preguntarte por qué lo has hecho?
Musashi se limitó a sonreír. Entonces habló Takuan:
—Es la diferencia entre el estratega militar y el espadachín, señoría.
—¿De veras?
—Es una cuestión de reacciones instintivas..., la de un estudioso militar que se basa en principios intelectuales contra la de un hombre que sigue el Camino de la Espada, basado en el corazón. Razonaste que si engatusabas a Musashi, él te seguiría. No obstante, sin ver nada ni poder mencionar nada definido, Musashi percibió el peligro y actuó para protegerse. Su reacción ha sido espontánea, instintiva.
—¿Instintiva?
—Como una revelación Zen.
—¿Tienes esa clase de premoniciones?
—La verdad es que no sabría decirlo.
—En cualquier caso, he aprendido una lección. El samurai corriente, al notar el peligro, podría haber perdido la cabeza, o quizá habría usado la trampa como una excusa para exhibir su dominio de la espada. Cuando vi que Musashi retrocedía, se ponía las sandalias y cruzaba el jardín, me sentí profundamente impresionado.
Musashi se mantenía en silencio, sin que su rostro revelara ningún placer especial por las palabras de alabanza del señor Ujikatsu. Sus pensamientos se volvieron hacia el hombre que seguía fuera, en la oscuridad, varado allí porque la víctima no había caído en la trampa.
Dirigiéndose a su anfitrión, le dijo:
—¿Puedo pedirte que el señor de Tajima ocupe ya su lugar entre nosotros?
—¿Cómo es eso? —Ujikatsu estaba tan asombrado como Takuan—. ¿Cómo lo has sabido?
Haciéndose a un lado para dejar a Yagyū Munenori el lugar de honor, Musashi replicó:
—A pesar de la oscuridad, he notado la presencia de alguien que no tiene rival en el manejo de la espada. Teniendo en cuenta la categoría de los demás presentes, no veo qué otra persona podría ser.
—¡Has vuelto a dar en el clavo! —exclamó Ujikatsu, asombrado.
Al ver que su anfitrión le hacía un gesto de asentimiento, Takuan dijo:
—El señor de Tajima, en efecto. —Volviéndose hacia la puerta, añadió—: Tu secreto ha sido descubierto, señor Munenori. ¿Quieres unirte a nosotros?
Se oyó una risa estentórea y Munenori apareció en el umbral. En vez de acomodarse ante el lugar de honor, se arrodilló delante de Musashi y le saludó como a un igual, diciendo:
—Me llamo Mataemon Munenori. Espero que me recuerdes.
—Es un honor conocerte. Soy un rōnin de Mimasaka, Miyamoto Musashi de nombre. Ruego que me concedas tu orientación en el futuro.
—Kimura Sukekurō te mencionó hace unos meses, pero entonces estaba ocupado debido a la enfermedad de mi padre.
—¿Cómo está el señor Sekishūsai?
—Bueno, es ya muy anciano. No hay modo de saber... —Tras una breve pausa, siguió diciendo en tono cordial—: Mi padre me habló de ti en una carta, y he oído a Takuan mencionarte varias veces. Debo decir que tu reacción de hace unos minutos ha sido admirable. Si no te importa, creo que deberíamos considerar que el encuentro de esgrima que pedías ya ha tenido lugar. Confío que no te ofenda mi manera nada ortodoxa de llevarlo a cabo.
Musashi tuvo una impresión de inteligencia y madurez muy acordes con la reputación del daimyō.
—Tu solicitud me azora —replicó, haciendo una profunda reverencia.
Su demostración de deferencia era natural, pues la categoría del señor Munenori estaba tan por encima de la de Musashi que, prácticamente, le colocaba en otro mundo. Aunque su feudo ascendía a sólo mil quinientas fanegas, su familia era famosa desde el siglo X, pues de ella habían salido numerosos magistrados provinciales. A la mayoría de la gente le habría parecido francamente singular que uno de los tutores del shōgun estuviera en la misma habitación con Musashi, y no digamos hablando amistosamente con él de una manera informal. A Musashi le alivió ver que ni Ujikatsu, hombre letrado y miembro de la guardia abanderada del shōgun, ni Takuan, un sacerdote de origen rural, se sentían en absoluto cohibidos debido al rango de Munenori.
La sirvienta trajo sake caliente y, tras intercambiar las tazas, conversaron y rieron, olvidando las diferencias de edad y clase. Musashi sabía que le aceptaban en aquel selecto círculo no sólo por quién era. Sus compañeros buscaban el Camino lo mismo que él. Era el Camino lo que permitía una camaradería tan libre.
En un momento determinado, Takuan dejó su taza y preguntó a Musashi:
—¿Qué ha sido de Otsū?
Ruborizándose levemente, Musashi le dijo que ni la había visto ni tenía noticia alguna de ella desde hacía bastante tiempo.
—¿Nada en absoluto?
—Nada.
—Es una lástima. No puedes dejarla en la estacada indefinidamente, ¿sabes? Eso tampoco es bueno para ti.
Munenori intervino entonces:
—Esa Otsū... ¿Te refieres a la muchacha que cierta vez se alojó en la casa de mi padre en Koyagyū?
—Sí —replicó Takuan sin aguardar a que lo hiciera Musashi.
—Sé dónde está. Fue a Koyagyū con mi sobrino Hyōgo para cuidar de mi padre.
Musashi pensó que en presencia de un renombrado científico militar y Takuan, podrían hablar de estrategia y del Zen. Estando allí Munenori y él, el tema podría haber sido la esgrima.
Tras dirigir a Musashi una mirada de disculpa, Takuan contó a los demás quién era Otsū y su relación con Musashi.
—Más tarde o más temprano —concluyó—, alguien tendrá que reuniros de nuevo, pero me temo que ésa no es tarea para un sacerdote. Solicito la ayuda de estos dos caballeros.
Lo que en realidad estaba sugiriendo era que Ujikatsu y Munenori actuaran como guardianes de Musashi.
Parecieron dispuestos a aceptar ese papel. Munenori observó que Musashi era lo bastante mayor para tener familia y Ujikatsu dijo que había alcanzado un nivel satisfactorio de adiestramiento.
Munenori sugirió que uno de aquellos días habría que llamar a Otsū, para que regresara de Koyagyū y se casara con Musashi. Entonces éste podría establecerse en Edo, donde su casa, junto con la de Ono Tadaaki y Yagyū Munenori, formaría un triunvirato de la espada y anunciaría una era dorada de la esgrima en la nueva capital. Tanto Takuan como Ujikatsu estuvieron de acuerdo.
El señor Ujikatsu, en especial, deseoso de recompensar a Musashi por su amabilidad con Shinzō, quiso recomendarle como tutor del shōgun, una idea que los tres habían comentado antes de enviar a Shinzō en busca de Musashi. Y tras haber visto cómo reaccionaba Musashi a su prueba, el mismo Munenori estaba ahora dispuesto a aprobar el plan.
Había dificultades que superar, y una de ellas era la de que ser maestro en la casa del shōgun comportaba también la pertenencia a la guardia de honor. Puesto que muchos de sus miembros eran fieles vasallos de los Tokugawa desde la época en que Ieyasu regía en el feudo de Mikawa, existía una considerable renuencia a nombrar nuevos miembros, y todos los candidatos eran examinados con gran minuciosidad. Sin embargo, era presumible que con recomendaciones de Ujikatsu y Munenori, junto con una carta de garantía de Takuan, Musashi podría pasar el escrutinio.
El aspecto más peliagudo era el de sus antepasados. No existía documento alguno que remontara sus orígenes a Hirata Shōgen del clan Akamatsu, ni siquiera una carta genealógica que demostrara un buen linaje samurai. Desde luego, no tenía ninguna conexión familiar con los Tokugawa. Por el contrario, era un hecho innegable que, siendo un inexperto joven de diecisiete años, había luchado contra las fuerzas de Tokugawa en Sekigahara. No obstante, aún existía una posibilidad. Otros rōnin de antiguos clanes enemigos se habían pasado a la Casa de Tokugawa después de Sekigahara. Incluso Ono Tadaaki, un rōnin del clan Kitabatake, por entonces oculto en Ise Matsuzaka, había sido nombrado tutor del shōgun a pesar de sus indeseables conexiones.
Después de que los tres hombres examinaran los pros y los contras, Takuan dijo:
—Muy bien, entonces le recomendaremos. Pero quizá deberíamos saber primero su opinión al respecto.
Plantearon la cuestión a Musashi, el cual respondió suavemente:
—Sois muy amables y generosos al hacer esta sugerencia, pero no soy más que un joven inmaduro.
—No lo consideres así —replicó Takuan con sinceridad—. Lo que te estamos aconsejando es que madures. ¿Piensas fundar tu propia casa o harás que Otsū siga viviendo indefinidamente como hasta ahora?
Musashi se sentía entre la espada y la pared. Otsū le había dicho que estaba dispuesta a soportar cualquier penalidad, pero eso no disminuía en modo alguno la responsabilidad de Musashi por cualquier percance que la joven sufriera. Si bien era aceptable que una mujer viviera de acuerdo con sus propios sentimientos, si el resultado no fuese satisfactorio, él tendría la culpa.
Musashi no era reacio a aceptar esa responsabilidad. En conjunto, anhelaba aceptarla. A Otsū la había guiado el amor, y la carga de ese amor le pertenecía a él tanto como a ella. Sin embargo, creía que aún era demasiado pronto para casarse y tener familia. El largo y difícil Camino de la Espada aún se extendía ante él, su deseo de seguirlo no había disminuido.
No simplificaba las cosas el hecho de que su actitud hacia la espada hubiera cambiado. Desde Hōtengahara, la espada del conquistador y la del que mata eran cosas del pasado, ya carentes de utilidad y significado.
Tampoco ser un técnico, incluso uno que diera instrucciones a los hombres que formaban el séquito del shōgun, excitaba su interés. El Camino de la Espada, tal como él había llegado a verlo, debía tener objetivos concretos: establecer el orden, proteger y refinar el espíritu. El Camino tenía que ser de tal manera que uno lo apreciara tanto como a su vida, hasta el mismo día de su muerte. Si existiese ese Camino, ¿no podría ser empleado para traer paz al mundo y felicidad a todos?
Cuando respondió a la carta de Sukekurō con un desafío al señor Munenori, no le motivó el anhelo superficial de obtener una victoria que le permitiera desafiar a Sekishūsai. Ahora deseaba dedicarse a la tarea de gobernar. No en gran escala, desde luego: un feudo pequeño, insignificante, bastaría para las actividades que, a su modo de ver, promoverían la causa del buen gobierno.
Pero le faltaba confianza para expresar esas ideas, tenía la sensación de que los otros espadachines rechazarían por absurdas sus ambiciones juveniles. O bien, si le tomaban en serio, se sentirían obligados a advertirle: la política conduce a la destrucción, y entrando en el gobierno ensuciaría su querida espada. Hablarían así impulsados por una auténtica preocupación por su espíritu.
Incluso creía que, si decía lo que pensaba realmente, los dos guerreros y el sacerdote reaccionarían o bien riéndose o bien con alarma.
Cuando por fin habló, lo hizo para expresar su protesta: era demasiado joven, demasiado inmaduro, su adiestramiento era inadecuado...
Finalmente, Takuan le interrumpió.
—Déjalo de nuestra cuenta —le dijo.
Y el señor Ujikatsu añadió:
—Nos ocuparemos de que las cosas te salgan a pedir de boca.
El asunto estaba decidido.
Shinzō, que acudía a intervalos para despabilar la lámpara, había captado el meollo de la conversación. Serenamente hizo saber a su padre y a los invitados que lo que había oído le producía una satisfacción inmensa.
Matahachi abrió los ojos y miró a su alrededor, se levantó y asomó la cabeza por la puerta trasera.
—¡Akemi! —gritó.
No obtuvo respuesta.
Algo le impulsó a abrir el armario. Recientemente Akemi había terminado de confeccionar un nuevo kimono. La prenda no estaba allí.
Primero fue a la casa vecina, la de Umpei, y luego recorrió el pasadizo entre las casas hasta salir a la calle, donde fue preguntando ansiosamente a todo el mundo si habían visto a la joven.
—La he visto esta mañana —dijo la mujer del carbonero.
—¿De veras? ¿Dónde?
—Vestía muy bien. Le pregunté adonde iba y me contestó que a visitar a unos parientes en Shinagawa.
—¿Shinagawa?
—¿No tiene parientes allí? —inquirió la mujer escépticamente.
Él empezó a decir que no, pero se contuvo.
—Ah, sí, claro. Ha ido allí.
¿Correría tras ella? En realidad, no le tenía demasiado apego, y estaba más irritado que otra cosa. Su desaparición le había dejado un sabor agridulce.
Escupió, soltó uno o dos juramentos y se encaminó a la playa, que estaba al otro lado de la carretera de Shibaura. A cierta distancia de la orilla se apiñaban varias casas de pescadores. Matahachi tenía la costumbre de ir allí cada mañana mientras Akemi cocinaba el arroz, en busca de pescado. Casi siempre cinco o seis ejemplares habían caído de las redes, y él regresaba justo a tiempo para que ella los incluyera en el desayuno. Aquel día hizo caso omiso del pescado.
—¿Qué te ocurre, Matahachi? —le preguntó el prestamista de la calle principal al tiempo que le daba unas palmaditas en el hombro.
—Hace una buena mañana —replicó el interpelado.
—Es agradable salir de casa temprano, ¿verdad? Me alegra verte salir cada mañana para dar un paseo. ¡Es excelente para tu salud!
—Debes de estar de broma. Tal vez si fuese rico como tú, pasearía para hacer salud. Para mí, el paseo es trabajo.
—No tienes muy buen aspecto. ¿Te ha pasado algo?
Matahachi cogió un puñado de arena y la lanzó poco a poco al viento. Tanto él como Akemi conocían bien al prestamista, el cual les había ayudado a salir de varios apuros.