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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (144 page)

BOOK: Musashi
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Después de que la mujer y el samurai hubieran intercambiado algunas palabras, el samurai cogió el bocado del caballo y lo condujo por delante del lugar donde estaba escondido Iori.

«Ahora es el momento», se dijo, pero su cuerpo no le obedeció.

El samurai observó un ligero movimiento y miró a su alrededor. Su mirada se posó directamente en el rostro petrificado del muchacho. La luz de los ojos del samurai parecía más brillante que el borde del sol poniente. Iori se postró y ocultó la cara en la hierba. Jamás en los catorce años de su vida había experimentado semejante terror.

Al no ver nada alarmante en el muchacho, Hyōgo siguió adelante. La cuesta era empinada, y tenía que echar el cuerpo atrás para tener a raya al caballo. Mirando a Otsū por encima del hombro, le preguntó amablemente:

—¿Por qué has tardado tanto? Es demasiado tiempo sólo para ir al santuario y regresar. Mi tío está preocupado y me ha enviado a buscarte.

Sin responderle, Otsū bajó del caballo. Hyōgo se detuvo.

—¿Por qué bajas? ¿Ocurre algo?

—No, pero no es correcto que una mujer cabalgue cuando un hombre camina. Caminemos juntos. Los dos podemos sujetar el bocado.

La mujer ocupó su lugar al otro lado del caballo.

Bajaron al valle cada vez más oscuro y pasaron ante un letrero que decía: «Academia Sendan'en para sacerdotes de la secta Zen Sōdō». El cielo se estaba llenando de estrellas, y a lo lejos podía oírse el río Shibuya. El río dividía el valle de Higakubo en dos sectores, norte y sur. Puesto que la escuela, establecida por el monje Rintatsu, se hallaba en la ladera norte, la gente llamaba informalmente a los sacerdotes «los tipos del norte». En cuanto a «los tipos del sur» eran los hombres que estudiaban esgrima con Yagyū Munenori, cuyo establecimiento se encontraba directamente al otro lado del valle.

Yagyū Hyōgo era el favorito entre los hijos y nietos de Yagyū Sekishūsai, y gozaba de una categoría especial entre los «tipos del sur». También se había distinguido por derecho propio. A los veinte años de edad había sido llamado por el famoso general Katō Kiyomasa, quien le dio una posición en el castillo de Kumamoto, en la provincia de Higo, con un estipendio de quince mil fanegas. Esto era inaudito tratándose de un hombre tan joven, pero, después de la batalla de Sekigahara, Hyōgo empezó a recelar de su categoría, debido al peligro que suponía tener que alinearse ya con los Tokugawa, ya con la facción de Osaka. Tres años antes, utilizando la enfermedad de su abuelo como pretexto, había pedido permiso para ausentarse de Kumamoto y regresar a Yamato. Luego, aduciendo que necesitaba más adiestramiento, había viajado durante algún tiempo por el campo.

Hyōgo conoció casualmente a Otsū el año anterior, cuando fue a residir con su tío. En los cuatro años anteriores, Otsū había llevado una existencia precaria, sin que nunca pudiera librarse del todo de Matahachi, el cual la había arrastrado consigo a todas partes, diciendo con elocuencia e insinceridad a los posibles patronos que ella era su esposa. Si Matahachi hubiera estado dispuesto a trabajar como aprendiz de carpintero, yesero o albañil, habría encontrado empleo el mismo día de su llegada a Edo, pero prefirió imaginar que podrían desempeñar juntos unas tareas más suaves, ella quizá como doncella de servicio, él como empleado o contable.

No encontraron a nadie que quisiera emplearles, y se las arreglaron para sobrevivir haciendo trabajos esporádicos. Transcurrieron los meses, y Otsū, confiando en que así su atormentador estaría tranquilo y satisfecho, había cedido a todos sus deseos con excepción de la entrega de su cuerpo.

Cierto día caminaban por la calle cuando se encontraron con el desfile de un daimyō. Junto con todos los demás transeúntes, se colocaron a un lado de la calzada y adoptaron una actitud adecuadamente respetuosa.

Los palanquines y cofres lacados tenían grabado el blasón de Yagyū. Otsū había alzado la vista lo suficiente para verlo, y los recuerdos de Sekishūsai y los días felices que pasara en el castillo de Koyagyū llenaron su corazón. ¡Ojalá estuviera ahora de nuevo en aquella apacible tierra de Yamato! Con Matahachi a su lado, la joven sólo pudo contemplar en silencio el desfile del séquito.

—Eres Otsū, ¿no es cierto?

El sombrero cónico de juncos ocultaba buena parte del rostro del samurai, pero al aproximarse más, Otsū vio que se trataba de Kimura Sukekurō, un hombre al que recordaba con afecto y respeto. No podría haberse sentido más asombrada y agradecida si hubiera sido el mismo Buda, aureolado por la luz maravillosa de la compasión infinita. Apartándose del lado de Matahachi, Otsū corrió hacia Sukekurō, el cual en seguida se ofreció a llevarla a casa consigo.

Cuando Matahachi abrió la boca para protestar, Sukekurō le dijo perentoriamente:

—Si tienes algo que decir, ve a Higakubo y dilo allí.

Impotente ante la prestigiosa Casa de Yagyū, Matahachi se mordió el labio. La ira y la frustración se apoderaron de él mientras contemplaba con semblante hosco cómo su precioso tesoro huía de él.

Una carta urgente

A los treinta y ocho años, Yagyū Munenori estaba considerado como el mejor de todos los espadachines. Esto no había evitado que su padre estuviera continuamente preocupado por su quinto hijo. «Ojalá pudiera dominar ese carácter caprichoso que tiene», solía decirse, o: «¿Es posible que alguien tan obstinado pueda llegar a ocupar una alta posición?».

Habían transcurrido catorce años desde que Tokugawa Ieyasu encargó a Sekishūsai que seleccionara entre los miembros de su familia un tutor para Hidetada. Sekishūsai prescindió de sus demás hijos, así como de sus nietos y sobrinos. Munenori no era ni particularmente brillante ni estaba dotado de una virilidad heroica, pero era un hombre de buen juicio, un hombre práctico a quien no agradaba perderse en las nubes. No poseía ni la gran estatura de su padre ni el genio de Hyōgo, pero era digno de confianza y, lo más importante de todo, comprendía el principio cardinal del estilo Yagyū, a saber, que el auténtico valor del Arte de la Guerra estriba en su aplicación al gobierno.

Sekishūsai no había interpretado mal los deseos de Ieyasu. Al general conquistador no le interesaba un espadachín que le enseñara sólo sus habilidades técnicas. Unos años antes de la batalla de Sekigahara, el mismo Ieyasu había estudiado con un maestro de la espada llamado Okuyama, con el objetivo, como él mismo decía con frecuencia, de «adquirir la visión necesaria para supervisar el país».

No obstante, Hidetada era ahora el shōgun, y sería inconveniente que el instructor del shōgun fuese un hombre que pudiera perder en el combate verdadero. De un samurai en la posición de Munenori se esperaba que superase cualquier desafío y demostrase que la habilidad con la espada de los Yagyū carecía de rival. Munenori tenía la sensación de que le escrutaban y ponían a prueba continuamente, y si bien otros podrían considerarle afortunado por haber sido elegido para un cargo tan distinguido, él mismo a menudo envidiaba a Hyōgo y deseaba poder vivir como lo hacía su sobrino.

En aquellos momentos Hyōgo recorría el pasillo exterior que conducía al aposento de su tío. Aunque la casa era de considerables proporciones, no tenía un aspecto majestuoso ni el mobiliario se distinguía por su riqueza. En vez de emplear a carpinteros de Kyoto para que crearan una morada airosa y elegante, Munenori había confiado a propósito el trabajo a constructores locales, hombres acostumbrados al estilo guerrero, robusto y espartano de Kamakura. Aunque los árboles eran relativamente escasos y las colmas eran más bien bajas, Munenori había elegido el sólido estilo rústico de arquitectura cuyo paradigma era la antigua casa principal en Koyagyū.

—Tío —le llamó Hyōgo suave y cortésmente mientras se arrodillaba en la terraza en el exterior de la habitación de Munenori.

—¿Eres tú, Hyōgo? —le preguntó Munenori sin apartar los ojos del jardín.

—¿Puedo pasar?

Tras haber recibido permiso para entrar, Hyōgo se adentró en la habitación de rodillas. Se había tomado no pocas libertades con su abuelo, que tenía cierta tendencia a mimarle, pero sabía que no debía hacer lo mismo con su tío. Aunque Munenori no era un ordenancista, se mostraba inflexible con respecto a la etiqueta. Ahora, como de costumbre, estaba sentado a la manera estrictamente formal. En ocasiones Hyōgo sentía lástima de él.

—¿Y Otsū? —le preguntó Munenori, como si la llegada de Hyōgo le hubiera recordado a la joven.

—Ha vuelto. Sólo había ido al santuario de Hikawa, como suele hacer a menudo. Durante el camino de regreso, dejó que el caballo fuese un rato a sus anchas.

—¿Saliste en su busca?

—Sí, señor.

Munenori permaneció unos momentos en silencio. La luz de la lámpara acentuaba su perfil adusto.

—Me preocupa que una mujer joven viva aquí indefinidamente. Nunca se sabe qué podría suceder. Le he dicho a Sukekurō que busque una ocasión propicia para sugerirle que se vaya a otra parte.

En un tono levemente quejumbroso, Hyōgo replicó:

—Me han dicho que no tiene ningún lugar donde ir.

El cambio de actitud de su tío le sorprendía, pues cuando Sukekurō trajo a Otsū a casa y la presentó como una mujer que había servido bien a Sekishūsai, Munenori la saludó cordialmente y le dijo que podía quedarse allí tanto tiempo como deseara.

—¿No te compadeces de ella?

—Sí, pero hay un límite a lo que puedes hacer por la gente.

—Creía que la tenías bien considerada.

—Eso no guarda ninguna relación con lo que estamos tratando. Cuando una mujer joven vive en una casa llena de hombres, lo más probable es que haya habladurías. Y la situación es difícil para los hombres. Uno de ellos podría hacer algo imprudente.

Esta vez Hyōgo guardó silencio, pero no porque hubiera tomado personalmente las observaciones de su tío. Tenía treinta años y, como los demás samurais jóvenes, era soltero, pero creía firmemente en que sus sentimientos hacia Otsū eran demasiado puros para que despertaran dudas sobre sus intenciones. Había puesto mucho cuidado para disipar los recelos de su tío al decirle que tenía a Otsū en gran estima, aunque ni una sola vez admitió que sus sentimientos iban más allá de la amistad.

Hyōgo tenía la impresión de que el problema podría radicar en su tío. La esposa de Munenori procedía de una familia altamente respetada y bien situada, de ésas cuyas hijas son entregadas a sus maridos el día de su boda en palanquines con cortinas para que las vean los extraños. Sus aposentos, junto con los de las demás mujeres, estaban bastante separados de las partes más públicas de la casa, por lo que prácticamente nadie sabía si las relaciones del señor y su esposa eran armoniosas. No era difícil imaginar que a la señora de la casa podría desagradarle que jóvenes hermosas y casaderas estuvieran tan cerca de su marido.

Hyōgo rompió el silencio, diciendo:

—Deja el asunto a Sukekurō y a mí. Juntos encontraremos alguna solución que no sea demasiado dura para Otsū.

Munenori asintió.

—Cuanto antes, mejor —se limitó a decir.

En aquel momento Sukekurō entró en la antecámara y, depositando una caja de cartas sobre el tatami, se arrodilló e hizo una reverencia.

—Su señoría —dijo respetuosamente.

Munenori se volvió hacia la antecámara y preguntó:

—¿Qué ocurre?

Sukekurō avanzó arrastrándose sobre las rodillas.

—Acaba de llegar a caballo un correo rápido de Koyagyū.

—¿Un correo rápido? —se apresuró a repetir Munenori, aunque sin sorpresa.

Hyōgo aceptó la carta de Sukekurō y la entregó a su tío. Munenori abrió la carta, enviada por Shōda Kizaemon. Había sido escrita con evidente apresuramiento, y decía así: «El anciano señor ha tenido otro ataque, peor que cualquiera de los anteriores. Tememos que no dure mucho. Él insiste tenazmente en que su enfermedad no es razón suficiente para que abandones tus deberes. Sin embargo, tras discutir el asunto, sus servidores hemos decidido escribirte y ponerte al corriente de su situación».

—Su estado es crítico —dijo Munenori.

Hyōgo admiró la capacidad de su tío para mantener la calma. Supuso que Munenori sabía con exactitud lo que era preciso hacer y ya había tomado las decisiones necesarias.

Tras unos minutos de silencio, Munenori dijo:

—Hyōgo, ¿irás a Koyagyū en mi lugar?

—Por supuesto, señor.

—Quiero que asegures a mi padre que en Edo no ocurre nada por lo que deba preocuparse, y también deseo que le cuides personalmente.

—Sí, señor.

—Supongo que ahora todo está en manos de los dioses y del Buda. Lo único que puedes hacer es apresurarte y procurar llegar allí antes de que sea demasiado tarde.

—Partiré esta noche.

Desde el aposento de Munenori, Hyōgo se dirigió de inmediato al suyo propio. Durante el breve tiempo que tardó en recoger las pocas cosas que necesitaba para el viaje, la mala noticia se extendió por toda la casa.

Otsū entró silenciosamente en la habitación de Hyōgo, el cual se sorprendió al verla vestida con ropas de viaje. La joven tenía los ojos húmedos.

—Por favor, llévame contigo —le suplicó—. Jamás podré pagarle al señor Sekishūsai el favor de haberme alojado en su casa, pero quisiera estar con él y ver si puedo ser de alguna ayuda. Espero que no te niegues.

Hyōgo pensó que posiblemente su tío no habría accedido a la petición de su huésped, pero él no podía negársela. Tal vez era una bendición que se hubiera presentado aquella oportunidad de alejarla de la casa de Edo.

—De acuerdo —le dijo—, pero el viaje tendrá que ser rápido.

—Te prometo que no tendrás que ir más lento por mi culpa. Se enjugó las lágrimas, le ayudó a terminar de hacer el equipaje y luego fue a presentar sus respetos al señor Munenori.

—Ah, ¿de modo que acompañarás a Hyōgo? —le dijo con cierta sorpresa—. Qué gran amabilidad la tuya. Estoy seguro de que mi padre se alegrará de verte.

Insistió en darle una considerable suma para el viaje y un kimono nuevo como regalo de despedida. A pesar de su convicción de que era lo mejor para todos, la partida de la joven le entristecía.

Ella le hizo una reverencia y salió de la estancia.

—Cuídate bien —le dijo él con emoción cuando la joven aún estaba en la antesala.

Los vasallos y sirvientes se alinearon a lo largo del sendero que conducía al portal para despedirles. Hyōgo se limitó a decirles adiós y se pusieron en camino.

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