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Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (134 page)

BOOK: Musashi
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—Doce años.

Su cara impresionaba a Musashi. Estaba sucia como una raíz de loto recién arrancada del suelo y olía como un nido de pájaros. Sin embargo, su expresión indicaba carácter. Tenía las mejillas mofletudas, y sus ojos, brillantes como cuentas a través de la suciedad que los rodeaban, eran magníficos.

—Tengo un poco de mijo y arroz —le dijo el hospitalario chiquillo—. Y ahora que le he dado unas cuantas a mi padre, puedes quedarte con las lochas sobrantes, si las quieres.

—Gracias.

—Supongo que también querrás té.

—Sí, siempre que no sea demasiada molestia.

—Espera aquí. —Empujó una puerta chirriante y entró en la habitación contigua.

Musashi le oyó partir leña y luego avivar con un soplillo la llama de un hibachi de barro. Poco después, el humo que llenaba la choza ahuyentó a una infinidad de insectos.

El chico regresó con una bandeja, que depositó en el suelo ante Musashi. Éste se apresuró a sentarse y, en un abrir y cerrar de ojos, devoró las lochas saladas y asadas a la parrilla, el mijo, el arroz y la negra y dulzona pasta de alubias.

—Estaba buenísimo —dijo, agradecido.

—¿De veras?

Al chico parecía agradarle la felicidad ajena.

Musashi pensó que era un muchacho con buenos modales.

—Quisiera expresar mi gratitud al jefe de la casa. ¿Se ha acostado?

—No, está delante de ti. —El chico señaló su propia nariz.

—¿Estás aquí completamente solo?

—Sí.

—Ah, comprendo. —Hubo una pausa embarazosa—. ¿Y cómo te ganas la vida?

—Alquilo el caballo y trabajo como mozo de cuadra. También cultivábamos algo... Vaya, se ha terminado el aceite de candil. De todos modos, desearás dormir ya, ¿no es cierto?

Musashi convino en que así era y se tendió sobre un desgastado jergón de paja que estaba junto a la pared. El zumbido de los insectos era relajante. Se quedó dormido, pero, quizá debido a su agotamiento físico, empezó a sudar profusamente. Entonces soñó que llovía.

El sonido en su sueño le despertó y se incorporó sobresaltado. Era innegable. Lo que ahora oía era el sonido de un cuchillo o una espada cuya hoja estaban afilando. En el momento en que su mano se dirigía automáticamente a la espada, el chico le preguntó:

—¿No puedes dormir?

¿Cómo había sabido que estaba despierto? Asombrado, Musashi le preguntó:

—¿Qué haces afilando una hoja a estas horas?

Formuló la pregunta en un tono tan tenso que parecía más el contragolpe de una espada que un interrogante.

El muchacho se echó a reír.

—¿Te he asustado? Pareces demasiado fuerte y valiente para asustarte con tanta facilidad.

Musashi guardó silencio y se preguntó si había tropezado con un demonio que todo lo veía disfrazado de campesino.

Cuando se reanudó el roce de la hoja con la piedra de afilar, Musashi se acercó a la puerta. A través de una rendija, vio que la otra habitación era una cocina con un pequeño espacio para dormir en un extremo. El chico estaba arrodillado a la luz de la luna, junto a la ventana, con un gran jarro de agua al lado. La espada que estaba afilando era de una clase utilizada por los campesinos.

—¿Qué te propones hacer con eso? —le preguntó Musashi.

El muchacho miró hacia la puerta pero siguió con su tarea. Al cabo de unos minutos más, limpió la hoja, que tenía como un pie y medio de longitud, y la alzó para inspeccionarla. Destellaba a la luz de la luna.

—Mira. ¿Crees que con esto puedo cortar a un hombre por la mitad?

—Depende de si sabes cómo hacerlo.

—Ah, de eso estoy seguro.

—¿Has pensado en alguien en particular para probar tu habilidad con la espada?

—Sí, en mi padre.

—¿Tu padre? —Musashi abrió la puerta—. Espero que ésa no sea tu idea de lo que es una broma.

—No estoy bromeando.

—No puedes decir en serio que te propones matar a tu padre. Ni siquiera a las ratas y las avispas, a pesar de que viven abandonadas y en estado salvaje, se les ocurriría algo tan atroz como matar a sus padres.

—Pero si no lo corto por la mitad, no podré transportarle.

—¿Transportarle adonde?

—Tengo que llevarle al lugar donde será enterrado.

—¿Quieres decir que está muerto?

—Sí.

Musashi miró de nuevo la pared del fondo. No se le había ocurrido que la forma abultada que había visto allí pudiera ser un cadáver. Ahora veía que era, en efecto, el cuerpo tendido de un anciano, con una almohada bajo la cabeza y un kimono encima. A su lado había un cuenco de arroz, una taza de agua y una ración de lochas asadas en un plato de madera.

Al recordar que, ajeno a lo ocurrido, le había pedido al muchacho parte de las lochas que iban a ser una ofrenda al espíritu del fallecido, Musashi se sintió algo turbado. Al mismo tiempo admiraba al muchacho por la frialdad con que había concebido la idea de cortar en pedazos el cuerpo de su padre a fin de poder transportarlo. Fijó la mirada en el rostro del chico, y durante unos momentos permaneció en silencio.

—¿Cuándo murió?

—Esta mañana.

—¿Está muy lejos el cementerio?

—Allá arriba, en las colinas.

—¿No podrías pedir a alguien que lo lleve allí?

—No tengo dinero.

—Yo puedo darte un poco.

El chico sacudió la cabeza.

—No, a mi padre no le gustaba aceptar regalos ni tampoco le gustaba ir al templo. Puedo arreglármelas yo solo, gracias.

A juzgar por el temple y el valor del muchacho, sus modales estoicos pero prácticos, Musashi supuso que su padre no había sido un campesino ordinario de nacimiento. Tenía que haber algo que explicara la notable independencia de aquel chiquillo.

Por deferencia a los deseos del muerto, Musashi se guardó el dinero y, en cambio, se ofreció a aportar la fuerza necesaria para transportar el cuerpo sin necesidad de despedazarlo. El chico aceptó, y juntos cargaron el muerto en el caballo. Cuando el camino se hizo demasiado empinado, lo descargaron y Musashi se lo echó a la espalda. El cementerio era un pequeño claro bajo un castaño, donde una solitaria piedra redonda hacía las veces de lápida.

Después del entierro, el muchacho depositó unas flores en el túmulo y dijo:

—Aquí están también enterrados mis abuelos y mi madre.

Juntó las manos en una actitud de plegaria. Musashi se le unió en silenciosa súplica por el eterno reposo de la familia.

—Este lugar de enterramiento no parece muy antiguo —observó—. ¿Cuándo se estableció aquí tu familia?

—En vida de mi abuelo.

—¿Dónde vivían antes?

—Mi abuelo era un samurai del clan de Mogami, pero tras la derrota de su señor, quemó nuestra genealogía y todo lo demás. No quedó nada.

—No veo su nombre tallado en la piedra. Ni siquiera hay el blasón de la familia o una fecha.

—Al morir ordenó que no pusiéramos nada en la piedra. Era muy estricto. Cierta vez llegaron unos hombres del feudo de Gamō, y otra vez del feudo de Date, y le ofrecieron una posición, pero él la rechazó. Decía que un samurai debía servir a un solo señor. Por lo mismo no quiso que se grabara nada en la piedra. Como se había convertido en campesino, revelar así su nombre sería una deshonra para su señor muerto.

—¿Sabes cómo se llamaba tu abuelo?

—Sí, Misawa Iori. Como mi padre era sólo un campesino, abandonó el apellido y se llamó simplemente San'emon.

—¿Y cuál es tu nombre?

—Sannosuke.

—¿Tienes algún familiar?

—Una hermana mayor, pero se marchó hace mucho tiempo y no sé dónde está.

—¿Nadie más?

—No.

—¿Cómo piensas ganarte la vida ahora?

—Supongo que igual que antes —respondió, pero se apresuró a añadir—: Oye, eres un shugyōsha, ¿no es cierto? Debes de viajar por todas partes. Llévame contigo. Puedes montar mi caballo y yo seré tu mozo.

Mientras Musashi reflexionaba en la solicitud del muchacho, contempló la tierra que se extendía bajo ellos. Puesto que era lo bastante fértil para alimentar una plétora de matorrales, no comprendía por qué no la cultivaban. Desde luego, no se debía a que las gentes que habitaban la zona fuesen acomodadas, pues había visto señales de pobreza por todas partes.

Musashi reflexionó en que la civilización no florece hasta que los hombres han aprendido a ejercer el dominio de las fuerzas naturales. Se preguntó por qué quienes vivían allí, en el centro de la llanura de Kanto, eran tan impotentes, por qué permitían que la naturaleza los oprimiera. A la luz del sol que se levantaba, tuvo atisbos de pequeños mamíferos y pájaros que se deleitaban en la abundancia que el hombre aún no había aprendido a cosechar. O así lo parecía.

Pronto recordó que Sannosuke, a pesar de su valor e independencia, era todavía un niño. Cuando la luz del sol arrancó destellos de las gotas de rocío que cubrían el follaje y estuvieron listos para regresar, el muchacho ya no estaba triste e incluso parecía haber dejado de pensar por completo en su padre.

A mitad de camino empezó a acuciar a Musashi para que respondiera a su propuesta.

—Hoy mismo puedo empezar —afirmó—. Piensa que, adondequiera que vayas, podrás usar mi caballo y yo estaré ahí para atenderte.

No obtuvo más respuesta que un gruñido evasivo. Aunque Sannosuke tenía muchas cualidades, Musashi se preguntaba si sería juicioso hacerse una vez más responsable del futuro de un muchacho. Jōtarō tenía una capacidad natural, pero ¿cómo se había beneficiado al seguir a Musashi? Y ahora que había desaparecido y estaba sólo el cielo sabía dónde, Musashi se sentía responsable todavía con mayor intensidad. No obstante, se dijo que si un hombre piensa demasiado en los peligros que le acechan más adelante, no puede avanzar un solo paso, y no digamos abrirse paso con éxito en la vida. Además, en el caso de un niño, nadie, ni siquiera sus padres, pueden garantizarle su futuro. «¿Es realmente posible decidir objetivamente lo que es bueno y lo que puede perjudicar a un niño? —se preguntó—. Si se trata de desarrollar el talento de Sannosuke y orientarle en la dirección correcta, eso puedo hacerlo. Supongo que es lo máximo que cualquiera puede hacer.»

—Prométemelo, por favor —insistía el muchacho.

—Sannosuke, ¿quieres ser un mozo de caballos durante toda tu vida?

—Claro que no. Quiero ser samurai.

—Eso es lo que pensaba. Pero si vienes conmigo y te conviertes en mi alumno, habrá muchas ocasiones en que lo pasarás muy mal.

El muchacho soltó la cuerda y, antes de que Musashi comprendiera qué se proponía, se arrodilló en el suelo, bajo la cabeza del caballo. Haciendo una profunda reverencia, le dijo:

—Te ruego, señor, que hagas de mí un samurai. Eso es lo que mi padre quería, pero no había nadie a quien pudiéramos pedir ayuda.

Musashi desmontó, miró un momento a su alrededor y entonces cogió un palo y se lo dio a Sannosuke. Buscó otro palo para él y dijo al chico:

—Quiero que me golpees con ese palo. Cuando haya visto cómo lo manejas, decidiré si tienes talento para ser un samurai.

—¿Si consigo golpearte aceptarás?

—Pruébalo y veremos —dijo Musashi riendo.

Sannosuke agarró con firmeza su arma y se abalanzó contra él como si estuviera poseído. Musashi no tuvo misericordia. Una y otra vez el muchacho recibió golpes, en los hombros, en la cara, en los brazos. Después de cada revés, retrocedía tambaleándose, pero siempre volvía al ataque.

Musashi pensó que no tardaría en echarse a llorar. Pero Sannosuke no cedía. Cuando el palo se le partió por la mitad, atacó con las manos vacías.

—¿Qué crees que estás haciendo, enano? —le dijo Musashi con deliberada mezquindad. Cogió al chiquillo por el obi y le arrojó con violencia al suelo.

—¡Bastardo grandullón! —gritó Sannosuke, puesto ya en pie y atacando de nuevo.

Musashi le agarró por la cintura y lo levantó en vilo.

—¿Has tenido suficiente?

—¡No! —gritó el muchacho, desafiante, aunque el sol le daba en los ojos y no podía hacer más que agitar inútilmente brazos y piernas.

—Voy a aplastarte contra esa roca. Te mataré si no te rindes.

—¡No!

—Eres testarudo, ¿eh? ¿No puedes ver que estás derrotado?

—¡No lo estoy mientras viva! Ya verás como gano al final.

—¿Cómo esperas ganar?

—Practicaré, me disciplinaré.

—Pero mientras practiques durante diez años, yo estaré haciendo lo mismo.

—Sí, pero eres mayor que yo y te morirás primero.

—Humm.

—¡Y cuando te hayan metido en el ataúd, yo daré el golpe final y ganaré!

—¡Idiota! —gritó Musashi, arrojándole al suelo.

Cuando Sannosuke se levantó. Musashi se le quedó mirando un momento, se echó a reír y batió palmas una sola vez.

—Bien. Puedes ser mi discípulo.

De tal maestro, tal discípulo

Durante el corto trayecto de regreso a la cabaña, Sannosuke habló por los codos de sus sueños con respecto al futuro.

Pero aquella noche, cuando Musashi le dijo que debía prepararse para decir adiós al único hogar que había conocido, se puso melancólico. Permanecieron levantados hasta muy tarde, y Sannosuke, con los ojos empañados y hablando en voz baja, le habló de sus padres y abuelos.

Por la mañana, cuando se disponían a partir, Musashi le anunció que en lo sucesivo se llamaría Sannosuke Iori.

—Si vas a convertirte en un samurai —le explicó—, es apropiado que tomes el nombre de tu abuelo.

El chico no era todavía lo bastante mayor para celebrar su ceremonia de la mayoría de edad, cuando le sería impuesto formalmente su nombre de adulto. Musashi pensó que adoptar el nombre de su abuelo le daría una meta que seguir.

Más tarde, cuando el muchacho parecía reacio a abandonar la casa, Musashi le dijo serena pero firmemente:

—Date prisa, Iori. No necesitas nada de lo que hay aquí. No te conviene tener recordatorios del pasado.

Iori salió en seguida, vestido con un kimono que apenas le cubría los muslos, sandalias de paja propias de un mozo de caballos y un envoltorio de tela que contenía una caja de comida con arroz y mijo. Parecía una ranita, pero estaba preparado y ansioso de iniciar una nueva vida.

—Elige un árbol apartado de la casa y ata el caballo —le ordenó Musashi.

—Puedes montarlo ya.

—Haz lo que te digo.

—Sí, señor.

Musashi reparó en su cortesía. Era una pequeña pero alentadora señal de la disposición del muchacho a adoptar los modales de los samurais en lugar de la descuidada manera de hablar de los campesinos.

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