Una noche, Fernando y yo cenamos en un establecimiento de la Ruga Rialto, una
asteria
proletaria y vulgar, de la que acaba de hacerse cargo un tal Ruggero, un tipo aficionado a las divagaciones, recién llegado a Venecia, que pensaba deslumbrar a la gente sencilla haciéndoles recuperar una parte de su propia tradición gastronómica. Ruggero es un artista que maneja su comedor como si fuera un teatro. Hace sonar un gong cada vez que la cocinera saca una gran cazuela de
risotto
caldoso o de pasta bañada en tinta de calamar y la deposita sobre la barra. Entonces Ruggero la reparte en porciones entre sus clientes por la modesta suma de cuatro mil liras por barba. Hay ruedas enteras de quesos cremosos de montaña y panes redondos crujientes de la panadería de la esquina, una capa fina de bacalao salado machacado y una tarrina de alubias cocidas aliñadas con aceite de oliva y cebollas dulces. Todo esto, además de las sardinas imprescindibles apoltronadas en una salsa acre, compone su menú. El vino blanco frío fluye rápidamente de la espita a cada vaso y, en medio de los ruidos de un centenar de venecianos hambrientos y sedientos, uno se queda de pie o se sienta frente a mesas toscas, cubiertas de papel verde amarillento, y cena como se hacía antes en los
bacari
, los bares de vinos de otros tiempos. A Fernando y a mí nos encanta el espectáculo.
—La gente del mercado me ha dicho que eres
chef
—me dice un día Ruggero—. ¿Por qué no cocinas aquí una noche y celebramos una fiesta? Invitamos a algunas personas del barrio, los comerciantes y los jueces y gente así. Tú eliges el menú, yo hago las compras, tú cocinas y yo sirvo —propone de un tirón.
Fernando me da patadas por debajo de la mesa: es evidente que no quiere tener nada que ver con este Ruggero ni con sus fiestas privadas, pero parece que cada vez que voy al Rialto me cruzo con él y siempre me habla de la fiesta. Cuando me menciona a mis amigos del mercado, Michele y Roberto, le digo que sí, sin esperar la aprobación del desconocido.
Quiero preparar cocina regional estadounidense para los venecianos. Me parece que les resultará divertido a ellos, que piensan que los pobres estadounidenses,
poverini
, apenas subsisten con palomitas hechas en el micro-ondas y con sabor a barbacoa. Pienso en una cena con seis platos para cincuenta comensales y le pido a Ruggero que me enseñe la cocina.
He trabajado en todo tipo de cocinas —cuevas, hoyos, con terminaciones magníficas, sin ninguna terminación— y ya no me asusta ningún cuadro vivo tras unas puertas de vaivén, pero la cocina de Ruggero me da pavor. La misma grasa antigua que contamina el aire de la cocina cubre también el suelo. El horno de gas está oxidado y la puerta tiene una bisagra rota y queda abierta. Los pocos utensilios y equipamientos son neolíticos. Solo sale agua fría. Me pongo a pensar en todas las veces que he comido lo que se cocinaba en aquel lodazal, mientras él me cuenta que la mayoría de la comida se prepara en otro restaurante y que se la llevan todos los días, y que los únicos platos que se preparan allí mismo son los
primi
, el
risotto
y el
minestrone
. Vertiginosamente intento recordar si alguna vez comí uno de esos platos, pero la náusea no me deja pensar.
¿Cómo es posible que un organismo del Estado italiano haya aprobado aquella cocina? Busco su permiso y allí está, con el timbre y el sello correspondientes, bajo un cristal, sobre la pared grasienta. Todavía no he pronunciado ni una palabra, cuando él empieza a decirme que lo tendrá todo
bello ordinato
, bien ordenado, para mí la semana siguiente. Me muestra una caja de artículos de limpieza que ha comprado en mi honor y dice que un amigo vendrá a ocuparse del horno y que mañana por la mañana irá el fontanero. Dice que lo único que necesitamos es entusiasmo y nuevas ideas, estar animados, y que será una buena fiesta.
La cocinera de Ruggero es una mujer de unos cincuenta años, de pelo rojo como la rosa de China y leotardos rojos; cuando Ruggero va a atender una llamada telefónica, me pregunta si conozco a Donato y le digo que creo que no. Dice que es el
capitano della guardia di finanza
, el jefe del equipo de control impositivo, que viene a comer todos los días y a cenar muchas noches y que ha sido él quien ha «arreglado» el permiso de Ruggero. Abre la puerta y, con un gesto de la cabeza, señala a Donato y su comida. Realmente tengo muchas ganas de cocinar comida estadounidense para los venecianos, pero le digo a Ruggero que, hasta que no mejore un poco su cocina, no le puedo prometer nada. Es martes y me pide que el jueves por la noche vaya a cenar y a echar otro vistazo.
Fernando no se imagina por qué, si vamos a ir al restaurante de Ruggero, quiero cenar antes en La Vedova. Le pido que, por una vez, confíe en mí y lo hace. Vamos a pie al establecimiento de Ruggero y nos dirigimos directamente a la cocina. No le he dicho casi nada a Fernando para prepararlo y me alegro, porque me habría dicho que exageraba. El lugar brilla en la medida de lo posible. El pino y el amoníaco han rescatado el aire, nuevas alfombrillas de goma cubren el suelo, que está más limpio, y encima cuelgan resplandecientes ollas de aluminio y demás
batterie
modestas. La cocinera lleva puesto un delantal blanco. Antes de que Ruggero tenga ocasión de reunirse con nosotros, ella me dice que él ha ofrecido a un grupo de clientes habituales una comida gratis y todo el vino que pudieran beber a cambio de dos horas de trabajo en la limpieza de la cocina. Dice que trabajaron media docena y que después los sustituyó otro equipo y después otro y que aquel era el resultado. Dice que el horno no tiene arreglo y que el fontanero ni siquiera apareció, pero el resto es espectacular, ¿no es cierto? Aunque aún con cautela, me siento con Ruggero a preparar el menú.
Habrá caviar del Mississippi, aunque tendré que usar
borlotti
en lugar de los frijoles de fraile, pan de harina de maíz a la sartén, guiso de ostras, cangrejos de caparazón blando con mantequilla dorada, ternera a las brasas con una capa de pimienta en salsa Kentucky al
whisky
americano con creps de patata y cebollas rebozadas, pastel de caramelo caliente con nata al azúcar moreno. La lista de la compra sorprende a Ruggero por la falta de ingredientes estadounidenses exóticos, pero le digo que lo que los va a convertir en platos estadounidenses es lo que hagamos con las ostras, con los cangrejos de caparazón blando y con la ternera y el chocolate. Le suplico que conserve limpia la cocina y que haga la compra y le digo que me marcho a la Toscana por unos días. No digo nada sobre el horno ni sobre el fontanero.
La noticia de la fiesta corre por todo el Rialto y cuando voy al mercado, la mañana anterior, todo el mundo quiere hablar de eso. Me parece muy dulce que aquellas personas, que dan por sentada su existencia dorada en el reino del agua, sientan tanta curiosidad por los aros de cebolla fritos y por el sabor que tendrá el
whisky
combinado con un filete. Fernando y Ruggero son mis «vice-chefs» y nuestras únicas dificultades parecen consistir en quitarnos de en medio a los que quieren ayudarnos. Ni el horno ni el agua se calientan, pero cocinamos, freímos, salteamos, servimos, comemos y bebemos. Llevo a hornear mi pan anadama al
panificio
de la misma calle y les ofrezco unos cuantos panes a cambio de usar el horno. Ruggero, el artista, se pone un esmoquin. Ruggero, el empresario, ha contratado a dos estudiantes de guitarra clásica del conservatorio Benedetto Marcello, que interpretan obras de Fernando Sor a la luz de las velas, entre las dos mesas largas en la extraña habitación pequeña que hay detrás del bar, en el callejón cerca del mercado, cruzando el canal por el puente de Rialto de Venecia. Cada uno de estos hechos me entusiasma.
Cuando todo ha acabado, me sirvo un plato de pastel y me siento entre mi pescadero y Roberto y observo a Donato, el jefe del equipo de control impositivo que tiene tan buen apetito, que conversa con los guitarristas y hace gestos en dirección a mí. Ruggero pide que le presten atención y se hace silencio. Lentas y provocadoras vibran las guitarras con
Gelosia
, «Celos», y, sin ni siquiera pedir permiso, Donato me besa la mano y me conduce, arrebolada por los quemadores y con aliento a chocolate, a bailar un tango entre las mesas. Doy las gracias por aquellas clases que Misha me regaló hace tantos años. Todas aquellas noches de los martes con la señora Carmela y los prodigios informáticos de palmas sudorosas de IBM. Deslizarse con languidez y la media vuelta brusca y explosiva. («Compostura, compostura, cariños míos —advertía la señora Carmela—. La espalda arqueada, el cuello alargado, la barbilla hacia arriba, más y más, mirando directamente a los ojos, sin pestañear, provocando», decía en un susurro casi amenazador). Nunca había bailado un tango fuera del gimnasio de la escuela primaria de Poughkeepsie. Me deslizo y doy medias vueltas en brazos de un funcionario del Estado picaresco, que se mueve con elegancia con los pantalones ceñidos de su uniforme de color gris. Yo debería llevar un vestido vaporoso y rojo; mi cabello debería oler a rosas, en lugar de a cebollas fritas, y no creo ser demasiado seductora en aquel momento, aunque Donato provoca más de lo necesario. Los venecianos se ponen de pie y nos ovacionan y Fernando presiente que ha llegado la hora de marcharnos.
Mientras los invitados siguen bebiendo, discretamente damos las buenas noches a Ruggero y nos dirigimos a la playa. Salimos por el bar y vemos un grupo de ancianos, apiñados de espaldas a nosotros alrededor de la enorme cazuela que contenía el pastel de caramelo caliente, rascando lo que queda con las cucharillas y lamiéndose los dedos como cualquier niño estadounidense. Escuchamos que uno de ellos dice:
«Ma l'ha fatto l'americana? Davvero? Ma come si chiama questo dolce?
¿De verdad lo ha preparado la estadounidense? ¿Cómo se llama este postre?»
Conocí a una mujer, conocí a un hombre
No se puede celebrar una fiesta todos los días. Una mañana estoy tumbada boca abajo en la cama extravagante cubierta de ocre, bajo el
baldacchino
de encaje, llorando. ¿Qué me pasa? Fernando dice que tengo la tensión baja. Le parece que ir a ver a un médico es excesivo, pero busco en la guía, de todos modos. Veo que las listas de profesionales no figuran bajo un encabezamiento concreto. Uno tiene que conocer el nombre del médico para poder encontrar su número de teléfono. No sé qué hacer. Paso por la oficina de turismo, donde me aseguran que el único médico que habla inglés en Venecia es alergólogo. Me dicen que es
simpatico
. Me fío de ellos y me dirijo a su consulta, que queda en San Maurizio. Menudo, cansado y fumando un cigarrillo tras otro, me interroga desde las oscuras profundidades aterciopeladas de una
chaise longue
de la época napoleónica, situada en un extremo de la gran habitación tenebrosa; en el otro, mi sillón de madera de respaldo recto.
—¿Tiene una vida sexual normal? —me pregunta.
Me quedo perpleja. ¿Acaso sugiere que soy alérgica al sexo?
—Me parece normal; al menos lo es para mí —respondo.
Tras una pausa para conversar con su ama de llaves sobre la composición de su almuerzo, se me acerca, me toma el pulso con los dedos y dice:
—
Cara mia
, lo único que tiene es que está «ensustada».
Espero que haya querido decir que estoy asustada.
Le pregunto por sus honorarios y se escandaliza de que mancille nuestro
tête-à-tête
hablando de dinero. Meses después llega su factura por trescientas cincuenta mil liras, alrededor de ciento setenta y cinco dólares, unos honorarios muy especiales, exclusivos para estadounidenses ricas.
Mientras atravieso la ciudad a pie, empiezo a fijarme en los turistas estadounidenses. Tienen mejor aspecto que todos los demás y el timbre nasal de su voz casi me resulta pavloviano. Como si todos fueran amigos míos y ninguno me reconociera en mi entorno veneciano, tengo muchas ganas de hablar con ellos. Me siento en una cafetería o hago cola a la entrada de una galería de arte, buscando alguna manera de entablar conversación. Casi siempre llega un momento en el que alguno me pregunta cuánto hace que estoy en Venecia o adónde voy a ir después, pensando, como es natural, que yo también estoy de viaje. Cuando les digo que vivo aquí y que pronto me voy a casar con un italiano, desaparece el intercambio de afinidades entre compatriotas. Una amiga rica me dijo en una ocasión que, en cuanto una persona descubre lo que vales, su actitud hacia ti cambia; que antes te ponía en la categoría de «cartera» y después en la de «mujer». Cuando cuento mi historia, me sacan de la categoría de «estadounidense» y paso a la de «exótica» y, por supuesto, dejo de ser una de ellos y paso al otro lado. Sirvo para recomendar un lugar donde cenar, dar el nombre de un
farmacista
dispuesto a vender antibióticos sin receta o tal vez para ofrecer una habitación en mi casa.
Me planteo incorporarme al Club de Mujeres Británicas de Venecia. Tal vez ellas puedan aliviar mi malestar. Me entero de que son ochenta hermanas vinculadas por su desencanto colectivo con la vida en Italia, con la vida con sus esposos italianos. La mayoría vive en
terraferma
, en el continente, en lugares tan remotos como Udine y Pordenone, y, por consiguiente, debe atravesar las aguas para acudir a este encuentro mensual del pueblo inglés. Muchas de ellas vinieron a Italia de niñas, a pasar un verano entre unos chicos de ojos oscuros, tal vez a estudiar un año en la universidad en Roma, Florencia o Bolonia, y todas han sido cazadoras que han seguido el rastro de su propia presa. En el Lido solo localizo a tres.
Una mujer de ochenta y dos años llamada Emma, que siempre lleva un turbante y varias vueltas de perlas falsas, se había casado con un guía turístico veneciano, doce años más joven, que la abandonó para salir corriendo con una amada anterior. Aunque la historia ocurrió hace medio siglo, la cuenta como si fuese una herida abierta. Caroline, una rubia cincuentona con algo más de un centímetro de separación entre las paletas, corría por su rincón de la isla, del panadero al carnicero, como si hubiera bandidos al acecho detrás de la lechería. Creo que era víctima de los letargos. No recuerdo el nombre de la mujer alta y cetrina, con el cabello rapado, más que cortado, que vivía cerca de la iglesia de San Nicolò. Una vez estuve en la entrada de su casa y vi su foto de bodas: la pose dulce y extraña de una chica pecosa y desgarbada y un muchacho de cara redonda, cuyo pompadour ondulado apenas llegaba hasta la barbilla de la novia. Cada vez que me los encontraba paseando por el Lido, recordaba la foto y me sonreía. Creo que seguían estando enamorados.