Mil días en Venecia (24 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

BOOK: Mil días en Venecia
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C
APÍTULO
15

La vuelta de Don Impulsivo

Un sábado de julio, bien temprano, estamos buscando el lugar adecuado para desayunar sobre las rocas del dique, en Alberoni. Cuando hemos pasado por encima y alrededor de las cañas, los cubos, los faroles y las legiones de gatos callejeros que rodean a los pescadores, Fernando se pone a hablar con suavidad:

—¿Te acuerdas de la idea de vender el apartamento? Creo que deberíamos hacerlo. Va a quedar precioso cuando esté acabado y Gambara dice que, con lo que hemos invertido en renovarlo, nos dará una ganancia interesante.

Gambara es el agente de la propiedad inmobiliaria en el Rialto al que finalmente consultamos y que ha venido varias veces a ver cómo iban las obras. En realidad, habíamos decidido pedir consejo a Gambara como una manera de reunir información, impresiones y cifras para guardarlas, por si las necesitábamos en algún momento. ¿Habrá llegado ya ese momento? Fernando me considera revolucionaria, pero el anarquista es él.

—¿Cuándo decides estas cosas? ¿Siempre estoy en la otra orilla cuando te dan estos ramalazos benditos? —pregunto. Lo único que quería era beber aquel capuchino y comer aquel pastel de albaricoque sentada al sol, sobre una roca—. ¿Estás absolutamente seguro de que esto es lo que quieres?


Sicurissimo
. Totalmente seguro —dice, como si fuera de acero.

—¿Has pensado en dónde te gustaría buscar otra casa? —pruebo.

—Pues no —dice.

—Supongo que tendremos que mirar en los barrios que entran dentro de nuestras posibilidades y esperar que encontremos algo que nos guste. Probablemente Cannaregio o Castello, ¿no te parece? —le pregunto, como si yo también estuviera totalmente segura.

—¿Recuerdas que te dije que, si vendíamos el piso, me gustaría mudarme a un lugar totalmente diferente?

—Claro que lo recuerdo. Venecia es totalmente diferente del Lido y buscaremos una casa con un jardincito, para que puedas cultivar rosas, y tendremos ventanales por los que entre mucha luz y con muy buena vista, en lugar de tener que ver la antena parabólica de Albani y el Fiat destartalado de la trol, y podremos ir a pie a todas partes, en lugar de tener que pasarnos media vida en el agua. Puedes creerme: Venecia será totalmente diferente.

Lo digo a toda prisa, como si que hable yo fuera a impedir que hablara él, porque no quiero oír lo que pienso que va a decir a continuación.

—Me voy del banco.

Es peor de lo que pensaba que diría. ¿O será mejor? No, es peor.

»No sé cuánto tiempo nos queda antes de que uno de nosotros muera o contraiga alguna enfermedad grave o algo así, pero quiero que lo pasemos juntos. Quiero estar donde tú estés. No estoy dispuesto a entregar a este trabajo otros diez, doce o quince años.

Se ha quedado inmóvil.

—¿Y qué te gustaría hacer? —le pregunto.

—Algo juntos. De momento, es todo lo que sé —dice.

—Entonces, ¿no quieres trasladarte a otro banco?

—¿Otro banco? ¿Para qué? No estoy buscando otra versión de la misma vida. ¿Qué sentido tendría cambiar de banco? Todos los bancos son iguales. Quiero estar contigo. No es que me quiera ir mañana. Esperaré hasta que podamos organizar las cosas para que mi marcha no nos perjudique, pero te pido por favor que me entiendas cuando te digo que me voy a marchar —dice.

—Pero ¿vender la casa no es lo último que tenemos que hacer, en lugar de lo primero? Quiero decir, si vendemos la casa, ¿adónde nos vamos?

—Tardaremos años en vender el apartamento. Dice Gambara que el mercado va muy lento. Ya sabes que aquí todo se mueve
pian, piano
—me dice, como un bálsamo.

«Todo, excepto tú», pienso.

Se me nubla la vista y el corazón me late con fuerza y se me sube a la garganta. Retrocedo al apartamento y después a Saint Louis. Incluso pienso en California. ¿Acaso no acabo de llegar aquí? ¿No es Venecia mi hogar?

—¿Por qué te quieres marchar de Venecia? —le pregunto en un susurro.

—No es tanto que me quiera marchar de Venecia, como que quiero ir a otro sitio. Venecia siempre será parte de nosotros, pero nuestra vida no depende de un lugar ni de una casa ni de un trabajo. Todo eso lo he aprendido de ti. Me agrada esta idea tuya de ser una eterna principiante y ahora quiero serlo yo también —me dice.

En realidad, Fernando no se ha movido nunca y no sé si se dará cuenta de lo que requiere una mudanza. Me refiero al traslado espiritual. ¿Habré hecho que parezca demasiado sencillo? Es lo que suelo hacer. Siempre he guisado y sonreído y me he rizado el pelo en medio de las tempestades. Silbo en las cuevas y brillo en medio de las catástrofes. ¿Acaso yo, Pollyanna, lo he inspirado para que nos imaginara como niños intrépidos con manzanas, galletas y queso envueltos en un pañuelo, dispuestos a irnos a vivir a un vagón de carga o a cortar la cinta para inaugurar un puesto de limonada?

Mi serenidad no está empotrada en nuestras paredes lisas, que pronto estarán pintadas de color ocre, como tampoco ha estado en otras paredes. Sé que todos somos aves acuáticas que acampamos en casas construidas sobre pilotes situados apenas una brisa por encima de un mar proceloso. Esta idea siempre me ha entusiasmado tanto como me ha aterrado; sin embargo, en este momento solo siento el terror que me produce y me pregunto hasta qué punto mi serenidad se arremolina, ya que no en las paredes, en este mar y en esta laguna, y hasta qué punto se ha filtrado en esta luz tenue y sonrosada y hasta qué punto planea en estas nieblas orientales. Es que no lo sé. ¿O sí? ¿Puedo volver a llevármelo todo conmigo otra vez? ¿Se convertirá toda Venecia en otra habitación de mi casa?

Además, mi terror tiene otra faceta: la noción de inventar la próxima época, otra forma de vivir, otras cosas que hacer. El pequeño motor que siempre ha podido. ¿Soy yo un pequeño motor que puede todavía? Y, si yo puedo, ¿podrá él?

Elige para nosotros una roca grande y plana, me fabrica un cojín con su sudadera y nos sentamos juntos. Me estremezco bajo el sol de julio, extrañamente débil —su calor parece el nuevo calor de abril—, y el mar, el cielo y sus ojos son todos del mismo azul. Yo también me siento débil. Pienso en todos aquellos nervios y espinas, en lo que ha tenido que desherbar y excavar para llegar hasta aquí.

—Te felicito —le digo entre escalofríos.

Del mismo modo en que uno puede ver en una persona mayor su rostro juvenil, en aquel preciso instante vislumbro en el suyo, todavía joven, el rostro que tendrá Fernando de mayor y pienso en cuánto más lo querré entonces. Recuerdo las cuatro generaciones de mujeres que cruzaban el puente el día de la fiesta de la Salud. Rostros juveniles dentro de rostros ancianos. Rostros ancianos dentro de rostros juveniles. Cuando nos atrevemos a mirar de verdad, cuánto más llegamos a ver.

—No podremos contar con una pensión hasta dentro de doce años —dice, como si yo no lo supiera—. Solo es una idea —dice, pero sé que quiere decir «Es lo que más quiero hacer en el mundo. Hoy.»

Nos sentamos en la roca sin hablar. Estamos tan cansados de no hablar que nos quedamos dormidos y no nos despertamos hasta casi mediodía. Nos pasamos la tarde y la noche yendo y viniendo cincuenta veces del hotel a la obra, como si no supiéramos muy bien cuál de los dos ambientes es mejor para pensar. Hablamos un poco, pero la mayor parte del tiempo guardamos silencio. Su parte del silencio me dice que está absolutamente convencido de que debemos marcharnos de Venecia. Sin embargo, no comprendo su impulso. Si al menos estuviera segura de que lo comprende él. Habernos encontrado el uno al otro nos ha afectado casi al revés. No es como si nos hubiéramos acercado, sino que cada uno ha saltado el río y se ha internado en los bosques del otro. Típico de O. Henry. Yo, la trotamundos, llena de lágrimas y migajas de harina de maíz, no quiero moverme de mi nido, mientras que él, que estaba dormido, ahora no para de rodar. Dice que no, que no hemos cambiado de orilla, sino que los dos estamos en medio del río y dice que lo que me pasa es que estoy cansada de sostenerle en alto la luna.

—Ahora me da la impresión de que los dos somos más la misma persona. Se curan las tensiones, se alisan los bordes; si tienes paciencia, lo verás —dice en voz baja.

—De acuerdo —le digo.

Le digo que avanzaremos con parsimonia, dando forma a las cosas con mucho cuidado, dejando descansar a las Parcas mientras abrimos y cerramos nuestras propias puertas.

—Paciencia —nos prometemos el uno al otro.

Los últimos días de septiembre, los
operai
empiezan a llevarse sus herramientas y su equipo y nos legan nueve meses de desechos y un apartamento nuevo precioso. Sacamos los escombros, barremos y fregamos y nuestra casita no tarda en relucir. Mattesco viene a colgar las cortinas y, poco a poco, vamos poniéndolo todo en orden.

Aunque oficialmente no está en venta todavía, ocurre lo mismo que me ocurrió antes con mi casa de Saint Louis: se ha convertido en un lugar del que esperamos marcharnos.

Peinamos los semanarios y las publicaciones inmobiliarias en los que aparecen nuevas ofertas comerciales y, después de cenar, las desparramamos, nos las leemos el uno al otro, cortamos, grapamos, apilamos, archivamos, descartamos y después volvemos a leer las que han quedado. Fernando está convencido de que deberíamos encontrar un hotel pequeño, una casa rural con una docena de habitaciones, un lugar donde podamos vivir, además de trabajar.

—Dime: ¿de verdad nos ves como posaderos? —le pregunto, mientras acaricio el único periódico dedicado exclusivamente a oportunidades de restaurantes.

—Claro que sí. Uno de nosotros habla inglés y el otro habla italiano y eso ya es una ventaja. Si puedes transformar el apartamento, piensa en lo que podemos hacer los dos juntos para transformar cualquier otra ruina, volverla confortable, atractiva, romántica, un lugar en el que los viajeros se sientan como en casa. Sé que será difícil al principio, porque tendremos que hacerlo todo nosotros mismos, pero estaremos juntos —me dice.

Quiero mostrarle un anuncio que he encontrado en la publicación sobre restaurantes. Recomenzado a observar en él un interés discreto, pero reciente, por la comida. Es más atrevido al pedir en los restaurantes y algunas mañanas sale del banco y se reúne conmigo en el Rialto para hacer juntos las compras para la cena y después se sienta conmigo en la cocinita, a observar lo que hago con la berenjena blanca que él ha escogido. Estira el cuello por encima de mi hombro para verme echar en la sartén puñados de minúsculas setas doradas y hacerlas crepitar en mantequilla dulce perfumada con las picantes cebollas silvestres que uno de los campesinos del mercado ha arrancado de las orillas del río Brenta. Fernando dice que las setas huelen igual que los bosques en los que solía pasear con su abuelo. Compra una planta de romero y la cuida como si fuera un bebé recién nacido. De todos modos, temo que sea demasiado pronto para empezar a hablar de la posibilidad de dedicar el porvenir a levantar ollas de caldo y a afilar nuestros Wüsthof en piedras de carborundo con aceite. Intervengo con más frugalidad.

—Estaría bien si pudiéramos ofrecer a los huéspedes la posibilidad de quedarse a cenar, ¿no te parece? —le digo, esparciendo apenas la semilla.

Sin embargo, el desconocido no me oye. Inmerso en sueños de carreteras, calcula las distancias en sus mapas. Del primero al segundo nudillo son cien kilómetros.

—Tomaré libres los viernes y así todos los meses dispondremos de cuatro fines de semana de tres días para viajar.

—¿Cómo puedes hacer eso? —le pregunto.

—¿Y qué van a hacer? ¿Me van a echar? Podemos llegar a casi cualquier destino en el norte en menos de diez horas —me dice, mientras hace saltar el dedo flexionado sobre toda Italia, como si fuera una pieza de ajedrez.

Nos enteramos de que hay un hotelito en venta en Comeglians, en los confines de Friuli abandonados por el sol, cerca de la frontera con Austria, y vamos a verlo. Hemos acordado que nuestro territorio es todo lo que se encuentre al norte de Roma, de modo que subimos más de novecientos metros hasta los trechos de piedra solitaria de Carnia, donde, un viernes de agosto a mediodía, la temperatura es de tres grados. Lo primero que advierto es la cantidad de carteles que anuncian
legna da ardere
, leña para el fuego, a lo largo de los caminos desiguales y serpenteantes. Trato de imaginarme cómo será en febrero. Estamos perdidos y nos detenemos a preguntarle el camino al estanquero, que también vende comestibles, fabrica queso y destila grapa y que, en aquel momento, está cortando una cuña de un enorme queso cárnico duro y de olor fuerte. Señalando en medio de nuestras cabezas con un utensilio que parece una jabalina, dice:


Sempre diritto
, todo recto.

Una de las pocas cosas que tienen en común los italianos de todas las regiones es la manera en que te orientan. Todos coinciden en que a cualquier destino se llega en línea recta. Yo ya echo de menos el mar.

Hay veinte habitaciones y ocho cuartos de baño en aquel hotel tipo chalé de piedra y madera, un bar pequeño de un lado y, del otro, una chimenea enorme, redonda y baja, con el hogar abierto, que, en dialecto friulano, se llama
fogolar
. El fuego está apagado, pero nos recibe el olor del humo de la noche anterior.

La
signora
quiere vender, porque, desde que los fondos regionales y estatales para construir carreteras han quedado fuera de los presupuestos, a finales de la década de 1970, no han venido obreros de Tolmezzo, de Udine ni de Pordenone a dormir en sus veinte camas, a sentarse a beber grapa en torno al
fogolar
ni a comer diez kilos de salchichas y otros diez de filetes por noche y todo un caldero lleno de polenta que la
signora
preparaba con harina de maíz y echaba, humeante, sobre una tabla de madera gruesa colocada junto al fuego. Dice que me dará la receta de una salsa de intestinos de oveja y vino tinto que queda deliciosa con la polenta. Fernando pregunta por el turismo y ella le dice que la mayoría de la gente se queda en Tolmezzo o en sus alrededores o en San Daniele del Friuli y que no hay gran cosa que los atraiga a Comeglians, pero que, con un poco de paciencia, volverán los obreros.


Vedrai
, ya verán —dice, mientras le decimos adiós con la mano desde el coche.

Exploramos un poco en Verona, donde nos han dicho que hay en venta una
locanda
con ocho habitaciones en la Via XX Settembre. Mientras bebe una copa de Recioto en la Bottega del Vino, un hombre vestido de gamuza color
whisky
nos dice con franqueza que ha estado escuchando nuestro esperanto y se presenta. Dice que va a cenar con unos amigos estadounidenses y nos invita a sumarnos a ellos, Aunque algo así sea posible en Nueva York, resulta un comportamiento escandaloso e invasivo, una cuchillada a la elegante reserva veronesa. Nos lo planteamos mientras bebemos otra copa de vino y después de un preámbulo de media hora a la historia de nuestras vidas declinamos su invitación gentilmente e intercambiamos tarjetas de visita. Cuando se marcha, el camarero nos dice que nuestro compañero es un conde, un hacendado y jinete eximio, cuya finca está en lo alto de las montañas de Solferino, en Lombardía. Decimos «¡Qué bien!» y nos vamos a Al Calmiere a comer
pastissada
, carne de caballo ahumada, estofada con tomates y vino tinto. A nuestro regreso a Venecia, vemos que el conde ya nos ha dejado un mensaje.

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