La presidenta del grupo es también la esposa del cónsul británico. Es siciliana y grazna en inglés con un ronco acento transilvano. Cuando llego, ya han avisado a su esposo, un tipo soso y menudo, de que los fondos necesarios para mantener el consulado lujosamente albergado en el
piano nobile
, el piso principal, de un
palazzo
del siglo XVI, enfrente de la Accademia, están a punto de acabarse. Sin embargo, por ahora, la hermandad sigue subiendo la espléndida escalera de mármol, dentro de su aislamiento de caoba, para reunirse a tomar unas copas, a mordisquear y a remover rencores tribales. Aunque algunas de ellas me parecen encantadoras, me costará atravesar la familiaridad que reina entre ellas. Además, no estoy tan segura de que, dentro de veinte años, quiera ser una de ellas, inquieta por la irregularidad con la que se consiguen en Italia las galletas de raíz de jengibre.
Todas las tardes a las cinco y media voy a buscar a Fernando al banco. Me gusta esta cita, aunque a esa hora casi siempre está de mal humor. Un día me dice que tardará cinco minutos en ordenar unos papeles y me pide que lo espere en su despacho. Cierra la puerta tras él y me quedo sentada en aquella habitación grande y lujosa que tanto le desagrada porque está aislada de toda la acción: las paredes con pinturas al fresco de ninfas coquetas, su chimenea de mármol verde, una foto de los dos en Saint Louis, los aromas del cuero antiguo, los cigarrillos y la colonia de mi esposo. Me gusta estar allí. Hojeo un periódico financiero, pensando en lo mucho que me gusta aquel sitio, y me quito los
cullottes
marrones de tul. Me encaramo a una silla y los cuelgo sobre la cámara. Entonces me siento sobre su escritorio, con las piernas colgando bajo mi delgado vestido de seda y, mientras espero, percibo el frío del mármol bajo los muslos.
Salimos del banco y vamos al embarcadero. Ahora que cenamos en casa más a menudo, Fernando busca excusas para evitar nuestros paseos después de trabajar: prefiere la comodidad del apartamento. Le duelen los pies, le arden los ojos, le molestan el calor, el frío, el viento o la condición meteorológica que sea; abre su tercer paquete de cigarrillos y me vuelvo a enamorar, feliz de que las guerras de otro día hayan finalizado para él. El banco o, mejor dicho, su noble devoción por él, ha empezado a contrariarlo. A salvo en su abrazo comunista, los empleados pueden trabajar o no y siguen embolsándose el mismo botín a fin de mes. Él quiere pasarse el día sentado, rodeado de su cohorte con aliento a Aperol, pero le escuece la conciencia. Dejando aparte una o dos
contesse
venidas a menos, de cuyas cuentas se ocupa desde hace un cuarto de siglo, la mayoría de sus clientes son comerciantes humildes del barrio. Se preocupa por ellos, retrasa las fechas de pago y adapta la normativa para alejar de su puerta a los lobos con sombreros de fieltro y abrigos de cachemira. Se preocupa mucho por aquellas personas, aunque no tanto por el banco como institución en sí. Dice que, desde que ha comenzado nuestra vida, su trabajo lo deja sin sangre en las venas. Dice que quiere restaurar muebles y aprender a tocar el piano, vivir en algún lugar en el campo y cultivar un jardín. Dice que empieza a recordar sus sueños. ¡Señor! Como un oso de ojos color arándano que siente revivir sus músculos y se frota los ojos ante la luz de la primavera, Fernando está preparando su propio
risorgimento
.
En la
motonave
que cruza el agua, siempre nos sentamos en la cubierta superior, sin importarnos el clima ni lo vacías o pobladas que estén las otras partes de la embarcación. Con su sonrisa ausente de Chauncey Gardner, mira sobre todo al agua y se vuelve hacia mí un par de veces, como para asegurarse de que sigo allí. Tal vez me cuente alguna payasada de un colega o, sobre todo, de sus directores. Con un gesto conmovedor, me coge un mechón de pelo y lo besa.
Aquella tarde en la embarcación saluda a un anciano y me lo presenta como el
signore
Massimiliano. Tiene ojos risueños y brillantes; me coge una mano entre las suyas y se me queda mirando un buen rato antes de dirigirse lentamente a la salida. Fernando me dice que aquel hombre era amigo de su padre y que, cuando él era niño, Massimiliano solía llevarlo a la Riva Sette Martiri a pescar
passarini
, unos pececillos que los venecianos fríen y se comen con espinas y todo. Dice que cuando tenía unos diez u once años y pasaba mucho tiempo jugando al billar en el Castello, en lugar de ir a la escuela, Massimiliano se sentó un día a su lado y le preguntó si preferiría casarse con una chica a la que le gustaran los chicos que jugaban al billar o los que leían a Dante. Fernando dice que le preguntó por qué no podía casarse con una chica a la que le gustaran los chicos que jugaban al billar y que también leían a Dante y él le dijo que aquello era imposible, de modo que él dijo que, desde luego, preferiría a la chica a la que le gustaban los chicos que leían a Dante. Massimiliano lo miró y le preguntó: «¿No te parece que te convendría empezar a prepararte para ella?» Fernando dice que las palabras de aquel hombre lo golpearon como si fueran piedras, que se puso a leer a Dante día y noche, esperando que llegara su chica. Dice lo extraño que es, a veces, que algunas conversaciones o acontecimientos permanecen mientras que tantas cosas se funden con tanta rapidez como la nieve en abril. Le digo que sí.
Le digo que conocí a una mujer que fue a Broadway a ver
El hombre de la Mancha
y después caminó desde el teatro hasta Chelsea; finalmente regresó a su apartamento y metió en una maleta todo lo que quería llevarse de aquella vida, mientras su esposo dormía.
—Me contó que se metió en la cama y ella también durmió algunas horas y después, desde el aeropuerto, llamó a su jefe para despedirse. Se fue a París aquella mañana, a pensar, y sigue en París, pensando; pero está bien, está mejor —le digo.
—Conocí a un hombre —me dice— que me contó que había traicionado a su mujer durante todos los años de su matrimonio, porque la Virgen se le apareció la noche antes de la boda y lo absolvió de todos sus pecados futuros. Durante cuarenta años, salió tranquilamente de noche a merodear. Me dijo que la misma dispensa era válida también para sus hijos.
Ahora me toca a mí.
—Conocí a una mujer que estaba casada con un mujeriego y eso la destrozaba y, cuando el médico le dijo que, si no lo dejaba, moriría, ella le preguntó: «¿Y todo lo que tenemos en común? Llevamos casi treinta años juntos». Y el médico le preguntó a su vez: «¿Y por eso pretende llegar a treinta y uno? Así conservará su furia y utilizará el tiempo como defensa contra el temor y la indolencia. De todas las justificaciones posibles, el tiempo es la menos imaginativa», le dijo.
Ahora le toca a él.
—Conocí a un hombre que decía: «Algunas personas maduran y otras se pudren. Algunas veces crecemos, pero no cambiamos jamás. No podemos. Nadie cambia. Somos como somos y nadie puede cambiar a nadie, ni siquiera a sí mismo», decía.
—Conocí a un hombre —le digo— que estaba sentado con la mujer de la que acababa de separarse en la terraza del Saloon, cerca del Lincoln Center, y, mientras comían calabacines fritos, le preguntó si lo había querido y ella le dijo: «No me acuerdo. Tal vez sí, pero no lo recuerdo».
Me mira con dureza y me arroja mis propias palabras.
—Conozco a una mujer que dice que solo a las tres de la mañana puede uno estar seguro de ciertas cosas. Dice que, si te quieres a ti mismo a las tres de la mañana, si hay alguien en tu cama a quien quieres por lo menos tanto como a ti mismo a las tres de la mañana, si tu corazón está tranquilo en tu pecho y ni las musas ni las sombras se aglomeran en la habitación, es probable que eso signifique que todo está bien. Ella me ha dicho que las tres de la mañana es la hora a la cual más cuesta mentirse a uno mismo.
Casi todas las noches, cuando regresamos a casa en el barco, jugamos a «Conocí a una mujer, conocí a un hombre» y me da la impresión de que el juego calma al banquero y deja sitio a Fernando. Una vez en casa, renovado con nuestro baño, su martini y su cena de Prufrock, se acuerda de cómo reír.
Un sábado de otoño por la mañana, Fernando me reprende por haber usado la forma familiar
«tu»
para dirigirme a un caballero que me ha presentado cuando estábamos de pie en la cubierta de un
vaporetto
. El hombre tiene unos sesenta y cinco años, es bien parecido y sofisticado, con su fular y su traje de seda. Percibo una chispa de tensión, algo brusco, entre ellos. ¿Habrá sido tan garrafal mi error? Mientras caminamos por Venecia, Fernando se queda en silencio, incluso se vuelve hosco. Me desconcierta que un
tu
en lugar de un
lei
lo apene tanto. ¿Será aquello tan tremendo de la
bella figura?
Por fin, cuando nos sentamos en el interior del Florian, empieza a hablar y me cuenta la historia del hombre del
vaporetto
. Es médico y pasa consulta en el Lido desde que Fernando tiene uso de razón. Dice que su madre ha sido la amante de aquel médico y que aquella relación ha salpicado y asfixiado una docena de años de su infancia; era como si en su casa viviera alguien más, alguien más importante que su padre, su hermano Ugo o él mismo. Aquella tiranía sin nombre y de la que nunca se hablaba los destruyó. Los
lidensi
no mostraron ninguna clemencia: crueles y despiadados, consideraron aquel escándalo los grandes cuernos de aquella época. Su padre se recluyó en una parte de la casa, sufrió una enfermedad prolongada y tardó un montón de años en morirse de un problema del corazón, tanto orgánico como sentimental.
—¿Todavía estás triste por él?—le pregunto.
—No es «todavía» —responde rápidamente—. Estoy triste por él, porque ahora puedo, porque la dama del abrigo blanco largo me ha descongelado, me ha abierto la puerta. Me alegro de haber visto a Onofrio y más me alegro de que lo trataras de
tu
, pero lo lamento por mi padre. Lamento que entrara en aquella noche oscura y prolongada como una
bella figura
silenciosa y sufriente. Me dejó con la antorcha. Me tocaba a mí quedarme en silencio, ahogado, valiente y sin necesidades propias. Yo tenía que ser la generación siguiente, el próximo portador virtuoso de antiguas miserias, pero no lo haré, no seré como mi padre, no pondré el pie en sus grietas ni merodearé por los espacios de su propia vida como un visitante, temiendo más molestar, ofender, estar demasiado presente de lo que él temía morir.
Con lo prolongada que fue aquella muerte, dijo, en cambio la de su hermano, el mismo año, ocurrió en un instante.
Hacía mucho que Ugo había huido del Lido y de su simulacro de familia; era diplomático y trabajaba en el Parlamento Europeo, en Luxemburgo. Tenía cuarenta años cuando murió de un ataque al corazón.
—Siento los ecos como si fueran ladrillos en mi pecho —dice Fernando —. Ugo y yo hablamos una sola vez del
affaire:
una noche, cuando él tenía quince años y yo, doce. Estábamos solos en nuestra habitación, tumbados en la cama a oscuras y fumando. Le pregunté si era cierto y él se limitó a decir que sí. Hasta ahora, no había hablado de eso con nadie más.
—Háblame de Ugo —le pido—. ¿Cómo era?
—Como tú. Incontenible, le encantaban las cosas, vivía en permanente tensión. Podía vivir toda una vida en una hora. Todo lo que le ocurría era una aventura. Yo solía ir a buscarlo al transbordador cada vez que venía a pasar unos días. Conducía un Morgan de dos plazas con la capota baja, incluso en invierno, y se ponía una larga bufanda blanca. Llevaba champán en el maletero y una caja de fieltro rojo con dos copas largas de Baccarat. El día que nos conocimos y tú sacaste aquella copa de su bolsita de terciopelo y tu petaca de plata con coñac, me dio un vuelco el corazón.
Estuvimos un buen rato sin decir nada, hasta que levantó la cabeza y me miró con intensidad. Ya no había un desconocido en su mirada: solo Fernando.
Ah,
cara mia
, en Italia,
en seis meses puede cambiar todo
Vivir como pareja nunca quiere decir que cada uno consiga la mitad. Uno se tiene que turnar para dar más de lo que recibe. No es lo mismo que indicarle al otro con la cabeza si vamos a cenar fuera o en casa o quién recibe aquella noche el masaje con aceite de caléndula. Hay temporadas en la vida de una pareja que funcionan —me parece— en cierto modo como hacer guardia por la noche: uno se queda vigilando, a menudo durante mucho tiempo, y brinda la serenidad que el otro necesita para poder trabajar en algo, que, por lo general, requiere mucha energía y está lleno de espinas. Uno se interna en lo oscuro, mientras que el otro se queda fuera, sosteniendo la luna. Sé que no debo apoyarme en Fernando justo ahora. Los cálculos, las ansias y los verbos irregulares son cosas que debo entender yo sola, mientras que él usa su energía para aclararse consigo mismo, para hacer su propio proceso de «desherbar, fregar y excavar hasta llegar a China». Él tiene trabajo que hacer, de modo que yo proporcionaré la paz. Tanto como quiero que me ame a mí, quiero que Fernando se ame a sí mismo.
Creo que él también quiere quererse a sí mismo.
No solo se está despertando, sino que también ha roto una lanza. «Para poder respirar, tiene que romper todas las ventanas», decía Virginia Woolf, refiriéndose a James Joyce. Trato de imaginarme lo que diría ella sobre Fernando. Creo que es un mameluco con las riendas entre los dientes que, empuñando dos cimitarras iguales, con las vestiduras al viento y el tintineo del oro, arremete como loco a caballo, sobre la arena caliente, contra la falange francesa.
—Tiremos abajo las paredes —me dice, en sentido figurado, una mañana—, todas, y, ya que estamos, destrocemos las puertas. —Creo que me está diciendo que quiere respirar—. Un cuarto de baño nuevo, ja. Muebles nuevos, ja. Todo lo que ha ocurrido hasta ahora ha sido surrealista —dice—. He llevado una especie de vida heredada que nunca me ha quedado bien, que nunca ha sido mía. Ahora me siento como un judío dispuesto a marcharse de Egipto —dice en voz baja.
¡Dios mío! ¿Por qué siempre será tan contundente?
—¿Me puedes seguir el ritmo? —me pregunta con los ojos brillantes—. Por ejemplo, ¿sabías que nos casamos el 22 de octubre?
Estamos a principios de septiembre.
—¿De qué año? —pregunto.
Habíamos comenzado el vals de las vacilaciones con el Ufficio Stato Civile del Lido hacía seis semanas. Preparados para la lucha y con tenacidad, saciamos la glotonería del Estado en cuanto a declaraciones, informes y presentaciones y los llenamos de firmas, testimonios, timbres y sellos. Queríamos obtener nuestra licencia matrimonial. La primera vez que vamos un sábado por la mañana, mientras subimos las escaleras de piedra hasta el diminuto ayuntamiento contiguo al cuartel de los
carabinieri
, me siento como una peregrina a punto de intentar atravesar las zonas inexploradas de la burocracia italiana. Armada de paciencia y calma y escudándome en mi carpeta llena de papeles sellados por la palermitana de Saint Louis, en los que había estampado furiosamente y varias veces el gran sello entintado del Estado italiano, estoy cerca del final. Solo faltan algunos detalles.