Mil días en Venecia (18 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Relato, Romántico

BOOK: Mil días en Venecia
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Canta
Nessuno al Mondo
y dos pescadores que asan almejas y fuman en pipa abajo, en la playa, miran hacia las rocas y gritan
bravo
. Hablamos de la boda y entonces Fernando me cuenta la historia de la Festa della Sensa, el matrimonio de Venecia con el mar. El día de la Asunción, el aniversario del día en que se supone que la Virgen María subió al cielo, el dux, vestido de novio, embarcaba en la gran galera real dorada que, impulsada por doscientos remeros, zarpaba del puerto del Lido. Lo seguía una procesión de galeras, esquifes y góndolas adornados con flores hasta llegar a San Nicolò, el punto en el que la laguna desemboca en el Adriático. Entonces el patriarca se ponía de pie en la proa y bendecía el mar con agua bendita, mientras el dux arrojaba su anillo a las olas y decía: «En señal de dominio eterno, yo, que soy Venecia, me caso contigo, oh, mar».

—Me gusta el simbolismo, aunque ¡menuda altivez que el dux, «que es Venecia», piense que puede domesticar al mar casándose con él! —le digo a Fernando—. ¿Y alguien se zambullía para recuperar el anillo o el papa le daba uno nuevo todos los años?

—No sé nada sobre el anillo, pero sé que yo soy más listo que el dux —dice, jugueteando con el farolillo— y jamás se me ocurriría domesticarte.

«Um», dudo. Me pongo el jersey y bebo un sorbo de vino. Estoy contenta de casarme con el desconocido a esta altura de mi vida.

C
APÍTULO
12

Un vestido blanco de lana con treinta
centímetros de volantes de cordero mongol

Ya sea que hablemos de controlar, de dejar hacer o del más poético «domesticar», el caso es que las cuestiones de poder no surgen con tanto desenfreno en un matrimonio entre personas mayores, que, al ser más maduras, saben que este tipo de maniobras son catastróficas. Las personas mayores tienen motivos diferentes para casarse que las jóvenes. Es posible que, en una pareja más joven, el hombre viva de su lado del matrimonio y la mujer, del suyo. Como contrincantes corteses en una competencia por la carrera, la posición social y la económica, la frecuencia y la intensidad de los aplausos, se encuentran en la mesa o en la cama y los dos están agotados de la carrera solitaria. En un matrimonio posterior, aunque los dos trabajen por separado, de todos modos funcionan como un equipo y recuerdan que se casaron sobre todo para estar juntos. Miro a Fernando y no me puedo imaginar no recordar algo así.

Tampoco me imagino no recordar que a los italianos les encantan las complicaciones. Todos los días necesitan algún pequeño fárrago, algo que los haga sufrir un poquito. Con menos frecuencia, aunque sí de vez en cuando, lo que ansían es darse unos buenos golpes en el pecho. Algo que no ofrezca ninguna complicación no vale la pena hacerse. Echar una carta al correo y elegir un tomate brindan oportunidades espectaculares. Ya se imaginará el lector lo que supone una boda y no ya una cualquiera, sino una que había que organizar y realizar en seis semanas: la boda de un italiano «de cierta edad» con una extranjera, también «de cierta edad», que, para la misa mayor, quiere llevar un vestido blanco de lana con treinta centímetros de volantes de cordero mongol. Para nuestra boda abundan las posibilidades de que surjan complicaciones. La primera: deseo encontrar una costurera que me haga este vestido mítico.

La historia de Venecia siempre se ha reflejado en las telas. Basta con mirar la obra de los pintores que retrataron el Renacimiento veneciano. La luz y las telas atrapan la mirada; el tema en sí ocupa un lugar secundario. Miremos al Veronés, a Longhi y a Tintoretto y a los tres artistas de la familia Bellini. Fijémonos en Tiziano. Se oye el frufrú de un vestido de moaré amarillo, se sienten los cortes profundos en el terciopelo de una capa con volantes de marta de color granate. Los venecianos contaban su historia con brocados, encajes y rasos, con el largo de un puño tejido con hilos de oro. El emporio, el almacén y la vivienda de un comerciante formaban parte del mismo
palazzo
dorado, lo cual le permitía desplazarse por cada acto de sus días y sus noches empapado en el espectáculo. Los aristócratas, los nobles venidos a menos y a menudo los mendigos se vestían de seda.

«¿Por qué habría uno de vestirse como un desgraciado?», dicen que preguntaba una anciana envuelta en armiño que todos los días mendigaba en la Piazetta. La versión veneciana de «a falta de pan, buenas son tortas» sería: «Que nosotros, como mínimo, nos podamos vestir de seda».

Los pintores venecianos vestían a sus santos de satén y pocas veces los dejaban descalzos. Sus vírgenes iban envueltas en seda rojiza o dorada o azul real; sus tocas, sus joyas y sus cinturas finas no iban en detrimento de su santidad. A los venecianos, que no son nada intelectuales, no les importan ni la contradicción ni la dualidad. ¿Cómo pueden poner a la madre de Jesucristo vestida de tafetán y luciendo un collar de rubíes a los pies de la cruz de su hijo? Para los venecianos, todo puede convivir. Al final, lo único que queda es el despliegue, tan solo el despliegue: un episodio artificial y lleno de referencias tras otro.

Los venecianos estaban —algunos lo siguen estando— estupefactos consigo mismos. Que brotase de una ciénaga una princesa vestida de seda y con olor a clavo llamada Venecia fue una fantasía descabellada; que prosperara hizo que sobrepasara los mitos y petrificó en estos venecianos la sensación de que el tiempo es escaso. Solo existen el aquí y el ahora, conque hagamos que todo sea pintoresco dentro de la juerga y detrás de la máscara.

Aunque han pasado unos cuantos años desde aquella época, tenía la esperanza de que no me resultara imposible encontrar un buen trozo de lana suave, color hueso, ni demasiado gruesa ni demasiado fina, con alguna tracería delicada, con la cual alguna vieja hechicera de cabeza plateada pudiera coserme un vestido blanco largo y estrecho. Prefiero encontrar primero a la vieja hechicera y después el paño.

Aunque montones de nombres figuran en la guía telefónica en la categoría de
sartoria
, «sastrería», casi todas las llamadas reciben una respuesta parecida: «Oh, esa era mi abuela,
poveretta
, la pobrecilla, que murió en 1981» o «Mi tía,
poveretta
, que ha perdido la vista después de cincuenta años de coser sábanas y ropa interior para los
borghesi»
.

Cuando encuentro uno —es hombre— que todavía está vivo y no está ciego, me espeta:

—No hago vestidos de novia.

—No quiero un vestido de novia, sino un vestido para usar en mi boda.

Intento explicárselo, pero suele pasar que un concepto que resulta clarísimo en inglés a menudo queda mal cuando se traduce literalmente al italiano y la voz áspera se despide con un «buenas tardes» concluyente.

Por fin encuentro a mi
sarta
, una mujer de voz tintineante que dice que hace vestidos para las novias más hermosas de Venecia desde los quince años; dice que dos de ellas salieron por televisión, en el Canal 5, y otras dos salieron fotografiadas en revistas japonesas. Para que no se haga demasiadas ilusiones, una sola vez intento transmitirle la idea de que «no quiero un vestido de novia, sino un vestido para usar en mi boda», pero fracaso, igual que antes. Fijamos una cita para el
dialogo
.

Su taller, un apartamento en un quinto piso en Bacino Orseolo, detrás de San Marco, da al muelle en el que los gondoleros que esperan se reúnen a fumar, a comer pan con mortadela y a sacar adelante el negocio. Después de un episodio turbulento con el portero automático y otro episodio turbulento con su ayudanta, que no quiere dejarme pasar diez minutos antes, subo a la torre de Rapunzel. No creo que
la sarta
lleve demasiado tiempo haciendo vestidos de novia, porque no parece tener mucho más de quince años y su ayudanta parece de doce. Me invitan a tomar asiento y echo un vistazo a una carpeta de dibujos, mientras intento explicarles que quiero un vestido de lana sencillo, con una tela buena y un diseño clásico. Cuando menciono el volante mongol, me prestan atención.
La sarta
se pone a bosquejar en un bloc de papel de seda con el cabo de un lápiz y en cuestión de segundos aparece el vestido, una especie de capa, y hasta un sombrero, algo parecido a una toca, que habrían sido perfectos para Gloria Swanson.

—No —les digo—, algo más sencillo y no quiero una capa ni un sombrero; solo un vestido.


Come vuole, signora
. Como usted quiera —dice, elevando la barbilla un poco más.

Me toma las medidas, cientos de medidas: de la rodilla al tobillo, recta; de la rodilla al tobillo, flexionada; los hombros, de pie; los hombros, sentada; la circunferencia de la muñeca, la del medio del antebrazo, la del codo, la de la parte superior del brazo. Me da la impresión de que me están midiendo para embalsamarme. Me enseña un rollo tras otro, una muestra tras otra, de unas telas espléndidas y cuando le digo que alguna me gusta me dice que no tiene suficiente cantidad para el vestido o que la casa que fabrica esa en particular todavía está cerrada por vacaciones, de modo que ni siquiera puede intentar encargarla y, aunque podría ponerse en contacto con ellos, sabe que no la fabrican desde hace años y es poco probable que les quede. ¿Para qué me enseñará cosas que no puedo tener? Porque ¿qué gracia tendría que tuviera cincuenta metros de la tela que yo más quisiera del mundo? ¿Qué emoción habría en ello? Ningún fastidio, ni una punzada de angustia. Acabaría siendo solo un vestido, en lugar de un vestido de novia.

—Un poco de sufrimiento endulza las cosas —me dice.

Me limito a quedarme allí sentada, mirándola, y pienso que empiezo a comprenderla, lo cual me aterroriza y me alegra a la vez. Nos decidimos por una cachemira que parece una seda gruesa. Es hermosa y tiene suficiente cantidad. Bombastes pregunta el precio y, cómo no, ofende a Rapunzel. Me dice que regrese una semana después para hablar del
preventivo
, el presupuesto, con su ayudanta de doce años. ¿No podría simplemente telefonear?


Signora
, es más bonito que venga. El teléfono es un poco frío, ¿no? —me vuelve a corregir.

Cuando regreso, subo al taller, tomo asiento y observo el sobre con membrete en relieve que, con mi nombre escrito, descansa en un platillo en la mesa que tengo delante. ¿Lo cojo y lo abro? ¿Me lo leerá la ayudanta? ¿Me lo llevo a casa, lo leo, y vuelvo a la torre a decirle que sí?
La sarta
me entrega el sobre y siento que puedo mirar la única línea que hay escrita en el papel que contiene.

«Un abito di sposa
—siete millones de liras», alrededor de tres mil quinientos dólares al cambio actual. Por siete millones de liras podría conseguir dos vestidos de Romeo Gigli, más unos botines de Gucci, más la comida en el Harrys' Bar una vez por semana durante un año. Ella se da cuenta de mi aflicción. Le digo que esa cifra es mucho más de lo que puedo pagar, le doy las gracias por su tiempo y empiezo a retroceder hacia la puerta. Por más que hubiera hinchado el presupuesto para ver cuánto podría soportar —sería una demostración de
furbizia innocente
—, estoy anonadada. Solo se me ocurre pensar que he perdido una semana preciosa. Bajo y salgo a la Piazza y siento pena por la niña de quince años y la de doce, que tendrán que encontrar a otra persona que les pague el alquiler durante los tres meses próximos.

Decido olvidarme de los volantes mongoles y limitarme a buscar un vestido de confección. Pruebo en Versace, en Armani y en Thierry Mugler. Pruebo en Biagiotti y en Krizia. Nada. Un día voy a Kenzo, en Frezzeria, y, al salir de la tienda, paso por otra llamada Olga Asta, que tiene un cartel que anuncia prendas de confección, además de ropa hecha a la medida. Digo a la dependienta que busco un vestido para una boda, sin decirle quién se casa. Me enseña una serie de
tailleurs
, unos trajecitos preciosos, uno azul marino con un elegante ribete blanco de
shantung
y otro marrón oscuro con una blusa de seda haciendo juego. Nada que ver y me resisto a probármelos, siquiera. Ya estoy casi en la puerta, cuando me dice que puede hacerme algo a la medida, que me puede diseñar y coser lo que quiera. Hago una mueca y le pregunto:

—¿Qué le parece un vestido sencillo de lana blanca con un volante mongol?


Sarebbe molto bello, molto elegante, signora
. Quedaría muy bonito, muy elegante —dice con suavidad—. Hasta podríamos agregarle un peplo, para que le marque la cintura.

Me enseña largos de tela que en realidad alcanzarían para hacer un vestido. Elegimos uno y me pide que espere, mientras sube a su taller. Parece que Olga Asta también es peletera, porque vuelve a bajar con un una madeja de lana blanca de cordero mongol enrollada al cuello, a modo de gorguera. Me hace señas para que la siga a la luz natural y me enseña que la piel y la lana blanca son del mismo tono crema.


Destino, signora, è proprio destino
. Es el destino,
signora
, puro destino.

Quiero saber el precio del destino. Para que no lo infle, no digo ni pío de que la novia soy yo. Se sienta ante su escritorio, escribe, mira precios y llama arriba, al taller. Por decoro, no anuncia el precio en voz alta, sino que escribe «dos millones de liras» en el reverso de su tarjeta y me la entrega.


Benone
—digo, como Don Silvano, y fijamos una serie de citas para las pruebas.

Le digo para cuándo necesito el vestido y no pone ninguna objeción. Le estrecho la mano y le digo lo contenta que estoy de haberla encontrado.


Ma figurati
—dice ella—. ¡No faltaba más! Una futura novia tiene que tener exactamente lo que desea.

No le pregunté cómo supo que yo era la novia, pero me alegré de que lo supiera. Después de tres o cuatro pruebas, le digo que ya puede terminar el vestido, que estoy segura de que quedará perfecto y que iré a buscarlo la tarde antes de la boda. Está de acuerdo. Me pregunto por qué no podrá ser todo igual de claro y directo; entonces recuerdo lo que me dijo Rapunzel y me pongo contenta por el sufrimiento que endulza las cosas.

Fernando decide que nuestra comida de bodas se celebre en el Hotel Bauer Grunewald. Su amigo y cliente de toda la vida, Giovanni Gorgoni, es el conserje y, desde el principio, le ha dicho a Fernando:


Ci penso io
. Yo me ocupo de todo.

Por consiguiente, según el desconocido, nuestra recepción está planificada: es un hecho consumado.

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