—¿Como tampoco estabas preparada cuando me conociste? —pregunta.
—Sí, fue muy parecido a cuando te conocí —le digo—. Ahora ven, túmbate y cierra los ojos, así te puedo contar la historia.
Fernando ocupa su puesto.
—Con el mapa en la mano, me dirijo a un lugar llamado Il Gazzettino, el hotelito que me habían buscado mis editores. No me cuesta nada encontrar el Campo San Bartolomeo y sigo a la multitud hacia la izquierda, por el camino oscuro y estrecho de la Mercería, empujando y arrastrando mi maleta por los callejones.
—¿El Campo San Bartolomeo? Entonces pasaste por delante de la puerta del banco —dice, como si le hubiera faltado al respeto a propósito.
—Calla y mantén los ojos cerrados —le digo.
»Abro la puerta y entro en una recepción diminuta, donde no hay nadie, de modo que tiro de la campanilla que hay en la pared. Il Gazzettino está decorado casi exclusivamente con cristal de Murano, en un estilo que más adelante llegué a interpretar como una parodia de lo veneciano: arañas, floreros y esculturas de formas y colores chabacanos cubren cada una de sus superficies, a excepción de aquellas en las que cuelgan grabados de figuras lascivas que remedan el
carnevale
. Hay poca luz. Empiezo a echar de menos Roma otra vez. Por la puerta que hay a mis espaldas entra de golpe una mujer menuda y sonriente; me dice que se llama Fiorella, mientras se mete mi enorme y destartalada maleta bajo el brazo y la sube por las escaleras. Mi habitación tiene la misma decoración que el resto de la casa y, a modo de defensa, cubro con un chal de encaje el más feo de los arlequines sonrientes. Lo grotesco del espacio se disuelve en la luz que penetra por la única ventana que da al humilde espectáculo veneciano del Sottoportego delle Acque. Me trepo al alféizar y, apoyada en el marco de las gruesas persianas negras, me quedo un rato sentada, aspirando la escena. Aplaudo al viejo bajo que da una serenata desde una góndola en el río que hay debajo y él hace una profunda reverencia desde la cintura, como si la alegre barquita fuese parte del atrezo en el escenario de la Fenice. La luz se convierte en sombras y siento un poco de frío. Vuelvo a entrar y bailo por la habitación, como un boxeador, sin saber cómo empezar a abarcar Venecia con mis brazos. ¿Y la cena? ¿Iré a ver la Piazza ahora o esperaré a que oscurezca? Decido lavarme el pelo y cambiarme de ropa y después salir a dar vueltas por el barrio para acostumbrarme al movimiento del barco y tomar un buen aperitivo.
»Me recojo el cabello, me pongo un vestido tubo hecho con un largo de una seda de color azafrán que había comprado hacía años en Roma, en un principio con la intención de hacer una falda para mi vestidor. "Es un vestido bonito", pienso, mientras me abrocho las sandalias grises de piel de serpiente. Me voy a pasear por Venecia.
—¿Todavía conservas ese vestido? —pregunta.
—No. Cuando engordé, dejó de caberme, así que lo usé para hacer fundas para almohadas y, si me vuelves a interrumpir, me voy a la cama —le prometo.
»Fiorella me aconseja que espere al día siguiente para empezar a buscar los lugares más típicos para comer y beber y que me quede cerca, a la vuelta de la esquina, en Antico Pignolo. No tardo mucho en darme cuenta de que a Fiorella le gusta salirse con la suya. Llama por teléfono al Pignolo, reserva una mesa, les recomienda encarecidamente que me traten bien y me dice que vuelva a subir enseguida a cambiarme los zapatos, todo esto antes de que yo pueda empezar a protestar. Hago como que no entiendo lo de los zapatos y salgo corriendo al crepúsculo moaré.
»Desobedeciendo una vez más a Fiorella, camino rápidamente —una vez más, como si tuviera una cita— por la Merceria hasta la Calle Fiubera, por la Calle dei Barcaroli y la Calle del Fruttarol y salgo al Campo San Fantin. Me siento en la terraza de la Taverna della Fenice a beber a sorbos Prosecco frío y siento un extraño consuelo. ¿Será la caricia balsámica del vino o el aire dulce y húmedo sobre mi piel? La vieja princesa me provoca una sensación escalofriante de lejanía y, sin embargo, no me siento fuera de lugar, sino curiosamente cómoda. En el camino de regreso, más que andar, floto y me detengo, miro detenidamente los ángulos, toco la superficie gastada de una pared o la enorme cabeza de bronce de un león que custodia un palacete disfrazado de llamador. Empiezo a comprender el juego rítmico de capturar y soltar que uno puede jugar con Venecia. De la luz a la sombra y otra vez a la luz, floto en medio de sus callejones estrechos y con olor a humedad. Así he flotado algunas veces por la vida. Finalmente llego a mi mesa, avergonzada y hambrienta, con una hora y media de retraso.
—Y después de cenar, ¿fuiste a San Marco? —interrumpe Fernando.
—Sí—le digo.
»Atravieso la Piazzetta dei Leoncini y miro de frente a la Piazza, que, a la luz de la luna, parece un salón de baile largo y ancho, con las cúpulas de la basílica como portal. Las paredes son arcos inmensos decorados con lienzo blanco; su suelo de piedra ha sido alisado por las lluvias y las aguas de la laguna y por los mil años que llevan paseando, bailando y marchando sobre él los pies de los pescadores y las cortesanas, de las aristócratas de pechos blancos, de los viejos dux y los niños hambrientos, de los conquistadores y los reyes. Hay pocas personas caminando y algunas más están sentadas en la terraza del Quadri. La música procede del Florian. El conjunto interpreta
Weiner Blut
y dos parejas de cierta edad bailan con naturalidad. Ocupo una mesa cerca de ellos y me quedo allí, bebiendo a sorbos café americano, hasta que no queda nadie bailando ni sentado ni tocando el violín. Dejo algunas liras sobre la mesa para no molestar al corrillo de camareros que se quitan las corbatas y se encienden los cigarrillos los unos a los otros. No estoy segura del camino de regreso a la horrible habitación sobre el Sottoportego delle Acque, pero, tras girar algunas veces por silenciosas
calli
equivocadas, finalmente encuentro el hotel de Fiorella.
»Un día voy a Torcello a pasear por la hierba alta de los prados y a descansar en la penumbra del siglo VII de Santa Maria dell'Assunta. Me siento bajo una pérgola en la Osteria al Ponte del Diavolo a comer arroz con brotes de lúpulo, servido por un camarero de pelo engominado, peinado con la raya en medio y con una corbata de seda de color salmón.
—Allí comimos el primer fin de semana que estuviste aquí —dice Fernando.
—Veo decenas de iglesias y las pinturas sublimes que se esconden en algunas de ellas y, en aquella primera visita, no piso la Accademia ni el Correr. Mi búsqueda de los
bacari
, los bares de vinos, es bastante intermitente y espontánea. Cuando me topo con uno, me detengo y bebo Incrocio Manzoni o un vaso de Malbec o de Recioto, siempre con algún tipo de
cicheti
, aperitivo, fantástico. Me gustan las mitades de huevos apenas duros, con las yemas anaranjadas y blandas adornadas con una tajada de sardina fresca y los pulpitos fritos aliñados con aceite, las alcachofas del tamaño de una uña bañadas en ajo. En realidad, no me cuesta nada evitar la Venecia que me ha intimidado durante tanto tiempo. Ella brinda una opción clara entre caer en los tópicos y huir de ellos. La sangre de su corazón circula justo por debajo de su artificio; igual que la mía, supongo. Venecia solo pide un poco de valor como precio para entrar en sus rutas sentimentales.
No sé cuánto tiempo lleva dormido ni por qué no he percibido el chasquido sosegado de su ronquido. De todos modos, me sentí feliz de tener la oportunidad de escuchar mi historia. Con cuidado, lo llevo caminando hasta la cama, pensando que ya no me hablará hasta el día siguiente, pero, una vez allí, se incorpora y me dice:
—¿Me lo contarás todo mañana por la noche?
Al desconocido no le cuesta tanto quedarse despierto durante nuestros baños y enseguida descubrimos que, para nosotros, el mejor lugar para hablar es la bañera. A pesar de ser dos personas llenas de misterios, existe entre nosotros una intimidad espiritual que no requiere persuasión. Desde aquella primera noche en Saint Louis, yo soy la encargada de preparar el baño. Echo puñados de sales de té verde y aceite de sándalo, mucho pino para hacer espuma y una o dos gotas de almizcle. Siempre pongo el agua demasiado caliente y siempre estoy sumergida entre las pompas y el vapor cuando Fernando entra en el cuarto de baño. Él enciende las velas y tarda sus buenos cuatro minutos en acostumbrarse al agua, mientras su piel pálida se vuelve carmesí.
—
Perché mi fai bollire ogni volta?
¿Por qué todas las veces me quieres hervir?
Una vez, durante un baño, el tema es la crueldad. Quiero hablarle un poco más de mi primer matrimonio.
—Traicioné a mi primer marido, que fue un hombre paciente —empiezo— que esperó a que yo le diera un motivo bien definido para poder abandonarme. No podía decir simplemente: «No te quiero, no quiero este matrimonio, ni a ti, ni a estos hijos». No me lo dijo hasta muchos años después. En aquel momento, lo que hizo fue fortalecer mis inseguridades, evidentemente patológicas, sobre si era o no una persona adorable.
»Es psicólogo y además es astuto. Lo que hizo fue dejar de hablarme. Se hizo a un lado y me dejó dando traspiés y temblando, preguntándome lo que estaba ocurriendo, y cuando hablaba lo que hacía la mayoría de las veces era ridiculizar y amenazar. Parecía disfrutar con su inmensa capacidad de asustarme.
El rostro de Fernando ya no está rojo, sino muy pálido. Me da la impresión de que tarda cinco minutos en traducir cada frase y después tarda otra eternidad en asimilarla. Al final, el agua se enfría, pero estoy llorando.
»Yo ni siquiera sabía lo que era la depresión —continúo—, pero debía de estar deprimida. Pasé la peor parte del proceso embarazada de Erich. Puede que entonces yo ya supiera que su padre se había alejado de nosotros. Fue mi hijita, Lisa, la que se emocionó con la primera patadita del bebé. Era ella la que, con la cabeza en mi regazo, se regocijaba con los ruidos que él hacía y me los traducía. Ella y yo le cantábamos al bebé y le decíamos que ya lo queríamos y que estábamos impacientes por tenerlo en brazos. No obstante, en cierto modo, Erich, al nacer, ya conocía la tristeza.
Ahora Fernando también llora y me dice que necesita tenerme en sus brazos, de modo que salimos chapoteando, vamos al dormitorio y nos acostamos.
»Poco después del nacimiento de Erich, algunas veces me enfrenté a mi marido y le dije que me sentía sola y atemorizada.
»—¿Por qué eres tan cruel? —le preguntaba—. ¿Por qué no abrazas a tu hija? ¿Por qué no coges al bebé? ¿Por qué no nos quieres?
»Sin embargo, él solo estaba esperando el momento oportuno, esperaba la señal para salir, de modo que se la proporcioné, Fernando: le brindé el motivo perfecto para que se fuera. Conocí a un hombre y me enamoré perdidamente de él. Me parecía amable y sensible. No lo veía a menudo, pero estaba segura de que su pasión era una manifestación de amor. "Conque así es", pensaba. Cuando mi marido siguió las pistas que yo había dejado, todavía pensaba que lucharía por mí, pero solo tardó tres días en marcharse. De todos modos, no me importaba, porque el otro hombre realmente me quería. Me quería de verdad, estaba segura.
»No podía decírselo a mi amado por teléfono, conque cogí un tren, nos vimos para comer y le dije: "Él lo sabe. Lo sabe todo y se ha marchado y ahora somos libres."
»—¿Libres para qué? —me preguntó, sin quitarse el cigarrillo de la boca.
»—Libres para estar juntos, porque eso es lo que quieres, ¿no es cierto? —le pregunté.
»Era un maestro de la vacilación. En medio de una nueva bocanada de humo, lo escuché decir: "Tonta". Debió de decir algo más, pero eso es todo lo que recuerdo. Me levanté de la silla y me dirigí a toda velocidad al lavabo. Allí me quedé, vomitando, un rato largo. Cuando finalmente salí, la mujer que se encargaba del servicio me estaba esperando con un paño húmedo en la mano. Me dijo que me apoyara en ella, que me sentara. Intenté reír y le dije que podía ser que estuviera embarazada.
»—No —me dijo—, esto son penas de amor.
»Los franceses dicen que las mujeres solo mueren por el primer hombre. Yo morí dos veces en una misma semana.
Nos quedamos tumbados quietos, hasta que Fernando se puso de rodillas y, mirándome hacia abajo con las manos apoyadas en mis hombros, dijo:
—No hay desesperación más poderosa en este mundo que la ternura.
A todo el mundo le importa
la opinión de los demás
Aunque a menudo brindo al desconocido motivos para llorar, parece que le brindo aún más motivos para reír. Digo a su colega del banco, un hombre nacido en Pisa, que
i piselli
me parecen de las personas más amables de Italia. Lamentablemente, en realidad lo que digo es que los guisantes son las personas más amables de Italia, porque
piselli
son los guisantes; a los de Pisa se los llama
pisani
, pero el
signor
Muzzi tiene la habilidad de no reaccionar ante mi metedura de pata y es tan locuaz que cuenta y adorna la historia de modo que
l'americana
despierta la hilaridad del personal y los clientes.
No me avergüenzo, sino que estoy contenta de haber provocado esta burla. Me concentro tanto en las alegrías cotidianas que apenas me doy cuenta del malestar que se está apoderando de mí: un indicio de tristeza, una magulladura que viene y se va y regresa, una nostalgia. El sentimiento no es trágico ni contradice la plenitud de mi nueva vida. Consiste fundamentalmente en que echo de menos mi propia lengua: echo de menos los sonidos del inglés. Quiero comprender y que me comprendan. Por supuesto que conozco los bálsamos. Aparte del tiempo, está la comunidad de habla inglesa, que tiene miembros dispersos por toda Venecia. Necesito amistades y puede que también algo más: echo de menos mi propia efervescencia.
Me asfixia esta postura septentrional de la
bella figura
, de mantener una fachada, ese coartar rápidamente la espontaneidad para mantener un engaño necesario que los italianos llaman «elegancia». Impone una lista breve de preguntas y respuestas. Fernando es mi
scudiero
, mi escudero, y se protege a sí mismo y a mí de las «murmuraciones». Cada vez que aparecemos en público, se mueve por ahí con afectación, tratando de distraerme de la mortificación cultural, pero no sirve. Con demasiada frecuencia me siento como un Bombastes de mediana edad con los labios muy rojos. Sin dejarme impresionar y sin darme cuenta de mis propios errores, hablo con todo el mundo. Soy curiosa, sonrío demasiado, toco y miro detenidamente, examino. Parece que el desconocido y yo solo estamos cómodos cuando estamos solos los dos juntos.