—Apuesto a que tiene una casa espléndida. ¿Qué tal es?
—No creo que tenga nada de espléndida. Vive en un bloque de pisos de la década de 1950 en la playa. En realidad, todavía no lo he visto.
—¿O sea, que va a vender su casa y a dejar de lado toda su vida, sin… ?
Su pregunta queda anulada por el caballero, que pretende reconfortar a la multitud.
—Tal vez esté usted enamorada de Venecia. Si yo tuviera oportunidad de irme a vivir a Venecia, me importaría un rábano el aspecto que tuviera la casa.
Hacen bromas y comentarios ingeniosos sin tenerme en cuenta.
Cuando el equipo se marcha, una de las agentes se queda atrás y pone por escrito una oferta para comprarme la casa ella misma. La oferta es seria, razonable, y no es inferior en muchos miles de dólares al precio que Fernando y yo habíamos comentado con mi abogado. Me dice que hace tiempo que tiene pensado poner fin a su matrimonio, dejar el trabajo y montar su propia agencia. Dice que encontrar aquella casa con el comedor de color rojo pintalabios era lo último que le faltaba para activar su programa de renacimiento.
—No dejaré aquí ningún polvo mágico —le advierto—. Si compra la casa, no quiere decir que se enamorará de un español encantador ni nada por el estilo. No es más que una casita bonita y corriente —digo como una estúpida, tratando de protegerla de su impulso y puede que a mí del mío—. ¿Por qué no se lo piensa y hablamos después? —continúo, sin mirarla, como si yo fuera grande y ella fuera pequeña.
—¿Cuánto tiempo se lo pensó antes de darle el sí a su veneciano? Esto ocurre porque tiene que ocurrir —dice con una voz que procedía de un lugar difuso de su interior y añade—: Por favor, dígame qué muebles está dispuesta a vender.
Me enteré mucho después de que, manipulando con habilidad las leyes de la distribución, mi comedor rojo se convirtió en el despacho desde el cual dirige su agencia independiente.
Llamo a mis hijos. Llamo a mi abogado. Fernando me llama. Yo lo llamo a él. ¿Todo iría a ser tan sencillo? Me quito el vestido negro bueno y me pongo vaqueros y botas y recuerdo que tenía que hacer un pedido al proveedor de carne antes de las diez. Llamo al señor Wasserman, sin pensar antes en lo que cocinaría para el menú de la noche. Me escucho decirle que voy a necesitar piernas de lechal: cincuenta. Nunca había preparado piernas de lechal en la cafetería. Habituado a que le encargue carne de caza y ternera, al señor Wasserman casi le da un vuelco el corazón, pero después me asegura que me entregará el pedido antes de las tres.
—¿Cómo las va a preparar? —pregunta.
—Estofadas en caldo de tomate con azafrán, dispuestas sobre lentejas francesas y con una raya de paté de olivas negras —anuncia mi voz de
chef
, sin consultarme.
—Resérveme dos para las siete y media, por favor —me dice.
Tras echar un vistazo al coche cubierto de hielo, recorro a pie el kilómetro y medio que me separa de la cafetería, aunque jamás había ido andando a trabajar. Claro que tampoco le había encontrado nada de romántico al humo viejo de un cigarrillo italiano que hubiese quedado en mi dormitorio. Y aquellas piernas de lechal. Voy apisonando la nieve alta que sigue cayendo con ganas y arrastro mi viejo abrigo blanco de la Madre Rusia, que va haciendo un ruido suave, como raspando, a mis espaldas. Me pregunto cuándo empezaré —si es que empiezo alguna vez— a ponerme triste por todas aquellas cosas que se acababan. ¿Llegaré a perder el valor más adelante? ¿Era realmente el valor lo que iba dando forma a mi camino? ¿Era una bravuconada? ¿Me habré creído que soy una avejentada aventurera de salón que, finalmente, emprende una aventura? Claro que no. Mi amigo Misha dice que soy
la grande cocotte
con las manos llenas de harina… o con manchas de tinta. No, jamás he sido nada de salón. Volvamos a por qué debo prever angustioso o turbio algo que parecía inmensamente claro. No hay nada que quiera más que estar con Fernando. De todos modos, junio parece —¡menos mal! y ¡qué pena!— muy lejano.
Al aproximarme a la esquina de Pershing con De-Balivier, recuerdo que tengo una reunión con mis socios antes de comer. Son padre e hijo: el primero es un anciano magistrado rencoroso y el segundo, un filósofo de corazón tierno que se dedica a la restauración para complacer a su anciano padre autoritario. El hijo todavía no se ha convencido de que su padre no está dispuesto a que nada lo complazca. Mantenemos una conversación breve y fría —es un divorcio casi exquisito— y acordamos que el 15 de junio, el día después de lo último que tenemos programado y exactamente un año después de la fecha en la que me mudé a mi casa, sería mi último día de trabajo. Llamo a Fernando. Me dice que reserve el billete, aunque solo es el 19 de diciembre. Ni siquiera es mediodía y ya he vendido mi casa y he preparado una salida elegante de mi negocio. Lo único que me queda por hacer es estofar lentamente cincuenta piernas de lechal.
¿Alguna vez te ha ocurrido a ti?
Antes de que Fernando regresara a Venecia, habíamos hecho una especie de esbozo de un calendario, establecimos prioridades y fijamos fechas definitivas, antes de las cuales lo habríamos conseguido todo. Fue él quien sugirió que convenía vender la casa enseguida, en lugar de alquilarla por un tiempo, hasta ver qué pasaba. «Vende también el coche —me había dicho— y las pocas obras de arte buenas y el mobiliario». Yo debía ir a Italia solo con las cosas que fuesen absolutamente
indispensabili
. Me mostré reacia hasta que recordé la conversación que ya había mantenido conmigo misma sobre «mi casa, mi coche de lujo, etcétera». De todos modos, me pareció cruel que hablara así de la casa, como si no fuera más que un contenedor bonito en el que yo fuera a esperar hasta que llegara el momento de marcharme, un trampolín bien decorado. Sin embargo, también recordé otra conversación que mantuve conmigo misma pocos días después de conocer a Fernando: él necesitaba llevar las riendas.
Yo ya sabía llevar las riendas. Para bien y para mal, en cuanto las Parcas me daban una pequeña oportunidad, siempre había estado más que dispuesta a forjar mi futuro; él, en cambio, había sido un observador somnoliento de su vida: se había limitado a contemplar los acontecimientos y a aceptarlos con una especie de obediencia pasiva. Dijo que telefonearme aquella tarde, la primera vez que nos vimos los dos en Venecia y, sobre todo, seguirme cuando regresé a Estados Unidos fueron de los primeros actos totalmente voluntarios que se había atrevido a emprender.
«Qué frágil», pienso.
Existe en él una nueva conciencia de sí mismo muy sutil y Fernando necesita desesperadamente empuñar las riendas. Que así sea. Del mismo modo que sé ir delante, cuando confío en alguien también sé ir detrás, aunque también sé que seguir a veces desgasta.
—Simplemente, empecemos por el principio —dijo él, que había vivido la mayor parte de su vida en dos pisos situados en una isla de menos de un kilómetro y medio de ancho y once kilómetros de largo; precisamente él, que se había puesto a trabajar en un baneo a los veintitrés años, cuando lo que en realidad quería era pilotar aviones y tocar el saxofón. Sin embargo, sin consultarlo, su padre le había conseguido un empleo, le había puesto un traje, una camisa y una corbata nuevos en la cama y un par de zapatos nuevos debajo y le había dicho que lo estarían esperando en el banco a las ocho de la mañana siguiente. Y él fue y sigue yendo todavía. Era curioso que me dijera que yo empezara por el principio, cuando tantas cosas en su vida seguirían exactamente igual. ¿O no?
De modo que tuve que decidir qué cosas cruzarían el mar y cuáles se quedarían y la breve lista incluyó los objetos más insólitos. Una mesita ovalada negra con la parte superior de mármol y patas muy torneadas, casi un centenar de copas de vino de cristal (¡cuando iba al reino del cristal soplado!), demasiados libros, muy pocas fotos y menos ropa de la que pensaba que me llevaría (regalé a las camareras de la cafetería toda una vida de últimas rebajas de Loehmann y Syms), un viejo edredón de Ralph Lauren, un juego de cubiertos de plata antigua de ley (que embalé y despaché por separado, por cuestiones de seguridad, y que no llegó nunca a Venecia) y almohadas, decenas de almohadas pequeñas y no tan pequeñas, con borlas, cordones, volantes, de percal, de seda, bordadas en cañamazo, de terciopelo, como sendos recuerdos de todos los lugares en los que había vivido.
«Pequeñas muestras de vidas anteriores —pensé—, prueba de mis nidos bien decorados. ¿Bastarían, quizá, para amortiguar mi aterrizaje?»
Repartí la mayor parte del resto en pequeños legados. Sophie estaba transformando en despacho un dormitorio que no usaba, de modo que recibió mi escritorio francés. Sabía que mi amiga Luly quería la rejilla para poner el pan, conque una noche la metimos en el asiento trasero de su coche. Hubo muchas escenas así y, en lugar de entristecerme por separarme de tantas cosas, mi nuevo y relativo minimalismo me resultaba estimulante. Me sentía como si hubiera desherbado, fregado y excavado en la tierra hasta llegar a China.
Mis días de espera fueron muy intensos —iba a la cafetería por la mañana y escribía por la tarde y después regresaba a la cafetería para ultimar—, salpicados de entrevistas en el consulado italiano, situado en un lugar dejado de la mano de Dios, en los confines de la ciudad, que comprendía un escritorio de madera viejo y maltrecho, una Smith Corona portátil más vieja y una
palermitana
más vieja aún, esposa del agente de seguros en cuya oficina quedaba el consulado. La
signora
tenía el pelo color berenjena, era gruesa de cintura y tenía piernas largas y flacas. Llevaba las uñas de las manos pintadas de rojo brillante y aspiraba los cigarrillos con avidez, ahuecando las mejillas. Se las ingeniaba para aspirar el humo por la nariz y por la boca al mismo tiempo y después inclinaba la cabeza hacia atrás y echaba hacia arriba las últimas volutas, mientras sujetaba aquella cosa ardiente cerca de su mejilla, entre los dedos pintados de rojo. Susurraba mucho, como si su esposo, sentado a dos metros de nosotras, ante un inmenso escritorio de formica, no tuviera que enterarse de nuestra conversación. Ella picoteaba en la Smith Corona para preservar la historia de mi vida en fajos de papel oficial suministrado por el gobierno italiano.
Mis datos personales, mi motivo para trasladarme a Italia, testimonios de no estar casada ni tener compromiso y de mi ciudadanía, el tamaño del fajo de billetes con el que ingresaría en mi nuevo país, los documentos prematrimoniales para dejar conforme al Estado, los documentos prematrimoniales para dejar conforme a la Iglesia… Los transcribió todos. Era un trabajo que, con eficiencia, se podría haber llevado a cabo en menos de cuarenta minutos, pero la
palermitana
estimó conveniente prolongarlo a lo largo de cuatro sesiones de una mañana entera. La
signora
quería hablar; quería estar segura, susurró en medio del humo, de que yo sabía lo que hacía.
—¿Qué sabe usted de los hombres italianos? —me cuestionó, mirándome por debajo de los párpados entrecerrados y cubiertos de una sombra oscura. Me limité a sonreír. Molesta por mi silencio, escribió más aprisa y estampó furiosamente y varias veces en los papeles el gran sello entintado del Estado italiano. Volvió a intentarlo—: Son todos
mammoni
, hijos de mamá; por eso me casé con un estadounidense, porque son menos
furbi
, menos astutos —susurró—. Lo único que quieren es un aparato de televisión grande, ir a jugar al golf los sábados, ir al Rotary Club los miércoles y, de vez en cuando, mirar mientras una se viste. No se quejan nunca por la comida, siempre que sea carne y esté caliente y esté lista antes de las seis de la tarde. ¿Alguna vez ha cocinado para un italiano? —susurra más fuerte.
A medida que sus indagaciones iban adquiriendo un cariz más íntimo, escribía y sellaba con más furia. Me sugirió que dejara el dinero en un banco estadounidense y que mandara los muebles a un depósito. Me dijo que estaría de vuelta en menos de un año y se guardó para el final la historia de la rubia de Illinois que estaba casada con un político muy guapo, del que se divorció para casarse con un romano, que ya tenía una esposa en Salerno y al final resultó que también un novio holandés al que iba a visitar todos los meses a Ámsterdam. Le pagué unas cantidades arbitrarias y excesivas, cogí mi gruesa carpeta, perfectamente cumplimentada, acepté sus besos displicentes con aroma a Marlboro y me marché, preguntándome por qué algunas mujeres parecían sentirse obligadas a salvarme del desconocido.
La mayoría de las noches las pasaba sola, en una inactividad indulgente. Antes de marcharme de la cafetería, solía escoger algo rico para cenar y llegaba a casa a eso de las ocho. Me ponía sobre el camisón la misma camiseta de lana de Fernando, todavía sin lavar, encendía la chimenea de alguna de las habitaciones y me servía una copa de vino. Tratando de evocar la agradable sensación de haber «desherbado, fregado y excavado hasta llegar a China» que había alcanzado después de revisar todos mis bienes materiales, quería echar un vistazo a cosas más espirituales que las teteras de plata y los armarios. Quería estar preparada para aquel matrimonio.
Desafié a los fantasmas y miré hacia atrás, a las sombras del pasado, iluminadas con retablos antiguos y extrañamente palpables. Vi los ojos dulces y llorosos de mi abuela y a nosotras dos arrodilladas junto a su cama, rezando el rosario. Yo siempre terminaba antes que ella, porque me saltaba una cuenta de cada tres; ella lo sabía, pero jamás me riñó. Aprendí con ella lo que era el misterio, aunque puede que el misterio fuese algo tan natural y tan sencillo para las dos como llorar o desherbar la parcela esquelética de malvarrosas y zinnias junto al cobertizo de atrás. Era fácil bajar a pie a la tienda de Rosy o a la de la señora que vendía el café y subir los tres escalones empinados hasta Perreca a comprar dos hogazas de pan: una redonda y crujiente para la cena y otra redonda y crujiente para la manzana y media que tenía que recorrer para regresar a casa. Mi abuela era reservada, cerrada incluso, con casi todo el mundo, pero entre las dos nos contábamos secretos. Cuando yo era aún demasiado pequeña para comprenderlo de verdad, me habló de su hijito.
Tenía cinco años, creo, o tal vez menos. Todas las mañanas, ella lo despertaba antes que al resto de la familia y lo mandaba corriendo al otro lado de la calle estrecha que había delante de la casa a las vías del ferrocarril, a juntar carbón para el viejo hornillo de hierro. Después encendían juntos el fuego, se ponían a preparar el café y a tostar el pan, antes de despertar a los demás. Una mañana, mientras ella lo miraba, como siempre, por la ventana de la cocina, una pequeña formación de vagones de carga del ferrocarril dobló la curva a toda velocidad, totalmente fuera de su horario. Salió de la nada. Tapó sus gritos el roce del acero y vio cómo el tren aplastaba a su hijito. Fue sola a donde él yacía, lo envolvió en sus faldas y se lo llevó a casa.