En un bol grande, se mezclan con un tenedor la harina, la cerveza, el agua y la sal marina hasta obtener una masa poco espesa; después se la deja reposar durante aproximadamente una hora, tapada y a temperatura ambiente. Se incorporan los cubitos de hielo y se deja descansar la masa media hora más. Otra vez se revuelve la masa, que debería ser homogénea y tener la textura de la nata para montar. Si queda demasiado espesa, conviene ir añadiendo agua fría a cucharadas hasta conseguir la textura deseada.
En una freidora o una sartén profunda se calientan a fuego medio siete centímetros y medio de aceite. Cuanto más despacio se caliente el aceite, más parejo se reparte el calor, con lo cual se evita que algunas partes queden calientes y otras frías y que los alimentos se frían de manera desigual. Para probar el aceite se echa un cubito de pan: si chisporrotea y se dora en pocos segundos, el aceite está a punto.
Se pasan por la masa las flores, las plantas aromáticas y las cebolletas y se sacude el sobrante. Se colocan en el aceite caliente y se dejan cabecear durante medio minuto, aproximadamente, hasta que se les forme una costra oscura. Se giran con unas pinzas, para que se acaben de freír, y, con una espumadera, se colocan en papel de cocina absorbente. Con un pulverizador para plantas nuevo, se rocía enseguida cada tanda con agua salada tibia y se conserva en el horno a cuarenta grados mientras se fríe la tanda siguiente, aunque lo mejor es reunir a la gente alrededor de la cocina, para que vayan comiendo las flores en cuanto se sacan de la sartén. Es un primer plato muy informal.
H
IGOS
Y M
ANZANAS
A
TADOS
C
ON
H
ILOS
Ya es la mañana siguiente y me acabo de dormir, pero justo ahora alguien se apoya con vigor sobre lo que debe de ser el timbre de nuestra puerta. Abro los ojos al trocho de sol rosado que se empeña en entrar entre las dos partes de las cortinas de encaje de la
signora
Lucci, salpicando de una luz nueva nuestras piernas entrelazadas. Me levanto y me pongo la vieja bata verde. Me gusta sentir la frescura del suelo de piedra bajo los pies, mientras salgo del dormitorio y recorro el pasillo hasta la puerta de entrada. La abro y por la rendija veo un cajón de plástico cubierto de barro lleno a rebosar de flores de calabacín, en ramilletes atados con hilo de cocina. No hay ninguna nota. Me pregunto si habrá sido una visita del comité de bienvenida. Busco al mensajero, pero no hay nadie cerca. Ahora estoy segura de que es un regalo de Barlozzo. Bajo el obsequio a la cocina, donde, dentro del escurreplatos, las flores parecen el jardín de un gigante metido en una casa de muñecas. La proporción no es correcta, pero igual resulta atractiva. Fernando y yo nos cruzamos en las escaleras. Lo escucho exclamar «
Ma guarda che roba
, pero mira esto» al ver las flores y después los ruidos que hace al buscar la cafetera, mientras me pongo pantalones cortos y sandalias y le grito:
—¿Por qué no subimos corriendo la colina a tomar unos
cappuccini
?
En el Céntrale, algunos de los comensales de la noche anterior están en el mismo lugar que cuando los dejamos. Salvo por su ropa, menos festiva, no parecen haber ido a sus casas. Se apiñan tres o cuatro al fondo junto a la barra, paladean vino tinto a las siete y media de la mañana, después de un
caffè corretto
, nos saludan y nos dan la bienvenida a su territorio. Rechazamos con amabilidad el vino y el café «corregido» con grapa y, como defendemos con firmeza nuestra leche caliente con espuma sobre el breve
espresso
, se lamentan de nuestra debilidad.
Como queremos pagar lo que debemos por la cena que había servido el bar la noche anterior, preguntamos por el propietario. Una mujer llamada Vera, menuda y maciza, con ojos perlados y legañosos, nos invita a acercarnos a la mesa de atrás, cerca de la puerta de la cocina, y a sentarnos frente a ella mientras hace las cuentas. Parte de un puñado de trocitos de papel —en uno se lee
due chili di pomodori
, dos kilos de tomates; en otro,
affettati
, carnes curadas cortadas en lonchas; aunque inclino la cabeza, no alcanzo a leer los demás— y cuenta en voz alta, suma, tacha sus errores, vuelve a contar en voz alta y finalmente le pide a Fernando que sume las cantidades. Él escribe el resultado y se lo pasa.
—
Ma è così tanto?
¿Tanto es? —pregunta, atónita—.
Contiamo un'altra volta
. Contemos otra vez.
Fernando le asegura que la suma es correcta y echa mano a la cartera. Los ojos perlados muestran preocupación y miran los garabatos con desprecio.
—
Senti, puoi pagare un pò ogni mese
. Oye, que me puedes pagar un poquito cada mes —nos dice.
La cuenta por los
aperitivi
, las
bruschette
, por lo menos ciento cincuenta flores fritas, el
salame
y el
prosciutto
, lo que debían de ser dos kilos de
pici
y un río de vino tinto no alcanza a lo que cuesta una comida rápida para dos personas en el Harry's Bar. Hay una gran diferencia de coste de la vida entre el ratón de campo y el ratón de ciudad. Fernando y yo procuramos aliviar la melancolía de Vera. Entra Barlozzo.
Tiene algo de Gary Cooper y con el tiempo veré que Barlozzo siempre llega a mediodía. Sin ningún cumplido, sin decir siquiera
buongiorno
, pregunta si he puesto las flores en un lugar fresco y quiere saber cómo pienso cocinarlas. Le digo que es probable que prepare una
frittata
y que a continuación fría el resto como habían hecho Bice y Monica la noche anterior. La multitud del bar se calma y cambia de sitio. Mis intenciones culinarias, expresadas de manera informal, son una provocación. Uno a uno se van acercando a la mesa en la que estamos sentados frente a los ojos perlados, ya menos inquietos.
—
Ma perchè non un condimento per la pasta?
Pero ¿por qué no usa un condimento para pasta? —pregunta un hombre con unos tirantes azules de raso que forman un arco valiente sobre el voluminoso contorno de su camiseta blanca inmaculada antes de desaparecer en el barranco por debajo de su barriga.
—
Oppure una bella schiacciata?
¿O tal vez una hermosa torta chata?
—
No, no, no. Oggi ci vogliono i fiori crudi con un mazzo di rucola, due foglie di basilico, un pomodoro, ancora caldo dai raggi del sole, un goccio d'olio
. Basta. No, no, no. Hoy coma las flores crudas, con un puñado de oruga, dos hojas de albahaca, un tomate que conserve todavía el calor del sol y una gota de aceite y ya está.
¡Tanta pasión por un puñado de flores! Yo también me dejo cautivar por estas gráciles flores amarillas que he cultivado durante años —a veces, cuando no disponía de mi propio jardín, suplicaba a mis amigos un poco de espacio en los suyos— hasta llegar a familiarizarme con sus caprichos vegetales y sé que su sabor delicado puede mejorar y decorar otros platos, además de constituir un placer por sí solo. A todas las especies de
zucca
, calabaza, les salen flores en las primeras fases de su desarrollo, pero la más resistente es la flor de los
zucchine
, los calabacines. Hay que cortarlas cuando la calabaza todavía es pequeña y fina y no mide más de veinte o veinticinco centímetros de largo y hay que arrancar la flor junto con la calabaza para que broten otra flor y otra calabaza en el mismo sitio. Las flores crecen tanto en los calabacines femeninos como en los masculinos, pero las flores femeninas son más anchas y tienen forma acampanada. Había reparado en que casi todas las flores que Barlozzo había traído aquella mañana eran, sin duda, femeninas.
—
Come mai quasi tutti i fiori in questa zona sono femminili?
¿Cómo puede ser que casi todas las flores que crecen en esta zona sean femeninas?
La pregunta provoca una carcajada vulgar entre los presentes y es el hombre de los tirantes azules el que responde:
—Porque somos afortunados.
Como una tonta, me pongo a bromear con ellos, como si realmente formara parte de la conversación, y digo que tenemos que ir a comprar los productos básicos para abastecer nuestra despensa, que tenemos pocas provisiones a mano y, por lo tanto, algo sencillo nos vendría bien para hoy, pero son imparables y empiezan a enumerar recetas y a susurrar tradiciones gastronómicas como si fueran las vísperas. Las oportunidades que les brindan nuestras flores de calabacín han estimulado una hora de conversación apetitosa y resulta evidente que ya no importa en absoluto si nos quedamos o nos marchamos mientras tanto. Nos despedimos sin que nos hagan caso y salimos, con Barlozzo detrás.
—Todo el mundo sabe que solo hay tres temas de conversación que merecen la pena, al menos por estos pagos —dice—: El tiempo, que, como son campesinos, afecta a todo lo demás; los nacimientos y las muertes, tanto de las personas como de los animales, y lo que comemos, y esto comprende lo que comimos el día anterior y lo que pensamos comer mañana. Estos tres grandes temas engloban, de un modo u otro, filosofía, psicología, sociología, antropología, ciencias físicas, historia, arte, literatura y religión. Nos vamos entrenando sobre todo lo que importa en la vida, pero por lo general lo hacemos mientras hablamos de comida, que es un tema inseparable de todos los demás. Lo que cuenta en la vida son la mesa y la cama y hacemos todo lo demás para poder volver a la mesa o a la cama.
Damos las gracias a Barlozzo por las flores y lo invitamos a compartir con nosotros nuestra primera comida del medio día, pero no acepta y propone, en cambio, pasar a las cuatro para ver si necesitamos ayuda para seguir deshaciendo el equipaje y para acabar de instalarnos. Lo dice como si fuera su obligación. Puede contarnos todo lo que queramos saber acerca de la casa. Esto lo dice en voz muy baja.
En el ángulo superior de la
piazza
está la frutería y verdulería de Sergio, donde buscamos otros ingredientes para ampliar el menú de la comida, a base de flores. Sergio sugiere un
fritto misto
, una mezcla de hortalizas y plantas aromáticas fritas. Saca un puñado de hojas de salvia largas y blandas como las orejas de un conejo, golpea las hojas y los tallos finos de una planta de apio, escarba en una cesta de judías verdes estrechas y añade algunas a nuestra pila. Pregunta si nos gustan las patatas pero, sin esperar nuestra respuesta, busca en una caja de cartón llena de tubérculos de piel amarilla, todavía cubiertos de tierra, ninguno de los cuales es mayor que una cereza.
A cuatro pasos en dirección a la iglesia y el ayuntamiento hay una
gastronomia
donde compramos harina y sal marina, una botella de cerveza para hacer la masa y aceite de cacahuete para freír. Pido huevos y el hombre ladea la cabeza, me mira con lástima y me dice que lo único que tengo que hacer es pasar por el gallinero que queda un poco más abajo de nuestra casa.
—
Può prendere da sola, signora, direttamente là
—dice con tono irritado, como si coger huevos en un gallinero fuese un sacramento diario en la Toscana.
Enfrente de la
gastronomia
hay una
enoteca
, una tienda de vinos, donde elegimos un Vernaccia y una botella de «aceite para turistas», como la llama después Barlozzo: una preciosa botella de un litro llena de aceite de tercera calidad que cuesta más que cinco litros del de mejor calidad que se trae directamente del molino. Tenemos mucho que aprender. La carnicería, una joyería, una
antichità
(la tienda de antigüedades) y otras dos tiendas de ultramarinos con espacios del tamaño de vestidores completan el surtido de establecimientos comerciales del
centro storico
. Todavía tendremos que pasar otro largo día sin azúcar antes de descubrir una
pasticceria
en el pueblo, escondida detrás de la iglesia, y otra panadería en la ladera que se aleja hacia el otro lado del redil.
Yo nunca había cogido huevos de debajo de una gallina y Fernando ni siquiera había visto una en su vida. Nos agachamos para entrar en la cabana donde hay encaramadas alrededor de una docena de aves gruesas, que no chillan ni aletean. Me acerco a una y le pregunto si tiene uno o dos huevos. Nada. Le pregunto en italiano. Tampoco. Le pido a Fernando que la levante, pero él ya ha salido del cobertizo y está fumando y caminando de un lado a otro; me dice que en realidad no le gustan los huevos y, sobre todo, que no le gusta la
frittata
. Mentira podrida. Empiezo a mover a la gallina y ella baja de la percha voluntariamente y deja al descubierto dos huevos marrones preciosos. Los cojo, de uno en uno, me agacho y los deposito con mucho cuidado en mi saco. Quiero dos más. Examino la habitación. Elijo la gallina que está al lado de la dócil, la levanto y me da un picotazo tan fuerte en la muñeca que la suelto. Veo que no tiene nada en el nido y me disculpo por mi falta de sensibilidad, pensando que su maldad debió de ser causada por la vergüenza. Me acerco a otra gallina y entonces encuentro una sola preciosidad, con una cascara de un marrón más claro, tibia todavía y con trocitos de paja pegados. La cojo y me marcho con una emoción desconocida: es mi primer día entero en la Toscana y, antes de comer, ya he saqueado un gallinero.
En la cocina de casa, bato los huevos —las yemas son anaranjadas como calabazas— con un poquito de sal marina, un poco más de pimienta y añado como una cucharada de vino blanco y un puñado de queso parmesano. Busco mi sartén ancha y poco profunda, la hago girar para cubrir el fondo con unas cuantas gotas de mi aceite para turistas y la pongo a calentar a fuego suave. Echo las flores, lavadas y secas, las aplasto un poco para que no se muevan y las dejo alrededor de un minuto, mientras corto unas cuantas hojas de albahaca y bato los huevos un poco más. Echo un puñado de semillas de hinojo en la sartén para perfumar el aceite, donde las flores empiezan a tomar color por la parte inferior. Es hora de subir el fuego y añadir el huevo batido. Levanto e inclino la sartén para cocer la
frittata
sin estropear las flores, que han quedado envueltas en el abrazo cremoso de los huevos. A continuación, pongo la masa bajo el grill caliente para que le quede una piel dorada por encima, antes de volcarla en un plato y esparcir por encima los trocitos de albahaca. El calor de los huevos calienta las plantas aromáticas, que perfuman el doble. Echo un hilo de buen
balsamico
antiguo por encima y, por último, la dejo descansar.