El cielo promete estrellas y las primeras brillan cuando el sol rojo baña aún las colinas toscanas. Cada uno de nosotros lleva una vela. Con sus vestiduras moradas, el sacerdote espera mientras los monaguillos encienden el incensario. Cuando ya no se ve venir a nadie más desde el pueblo dicen la letanía. Nubes de incienso tiemblan sobre la tumba y se arrojan flores: las primeras chocan con fuerza contra el metal; el resto hacen un sonido como pidiendo silencio.
Regresamos a casa, abrimos una botella de vino y hablamos un poquito. Digo a Fernando que aquella noche Barlozzo me ha parecido un niño.
—Me habría gustado poder levantarlo, acurrucar! o todo lo largo que es en mis brazos y decirle que el dolor desaparecerá.
—Él sabe que no es así, pero al menos el dolor es suyo; por fin es suyo, en lugar de ser de su padre o de su madre. Como dijo el duque refiriéndose a Florì, creo que él ha experimentado el dolor y el placer por partes iguales.
Nos sentamos junto a nuestro fuego y nos decimos que será el último de esta temporada. Lo decimos todas las noches cuando no encendemos el fuego en el exterior, en el hornillo, porque no queremos renunciar nunca al ritual de encender un fuego u otro.
—¿Estamos esperando al duque? —pregunto.
—Supongo que sí, aunque sabemos que no vendrá.
Cenamos junto al hogar y tapamos el bol de sopa con un plato y lo depositamos en el antepecho.
«Un tentempié para Santa Claus», pienso. Fernando piensa lo mismo y nos echamos a reír. Es agradable reír. Como un trago de una bebida alcohólica fuerte hace sitio para seguir cenando, reír parece hacer sitio para el resto de las lágrimas. Fernando y yo tenemos otro pensamiento en común.
Nos atamos un jersey a la espalda y no tenemos que pensar mucho para deducir dónde estará: vamos a pie al camposanto. No cuesta localizar la tumba, puesto que es la única iluminada con una linterna, a cuya luz un hombre excava.
—He pensado que le gustaría dormir con los granados —dice, mientras se apoya en la pala.
El árbol que planta medirá como un metro de altura, pero ya tiene ramas gruesas y retorcidas y la corteza negra y áspera. Es un árbol para tener en cuenta. No se sorprende en absoluto al vernos y sigue trabajando: echa tierra de una bolsa de plástico, la apisona con suavidad por encima de las raíces, rellena el agujero y vuelve a apisonar la tierra una y otra vez. Lleva una damajuana de agua en la carretilla y baña el árbol; espera a que la tierra y las raíces beban y echa un poco más. Pone dos granados enanos, plantados en tiestos de batro, uno a cada lado del árbol más grande. Ha acabado.
«Al menos por el momento», pienso y me pregunto si tendrá planes para un olivo y una o dos parras. Seguro que pondrá rosales. Se sienta sobre la hierba cortada, con las rodillas elevadas hasta la barbilla, enciende dos cigarrillos y le pasa uno a Fernando.
—Esta noche me gustaría fumar un cigarrillo —digo y me ofrece uno de su paquete, sin preguntar nada.
Mi esposo enciende el cigarrillo con las cenizas del su yo y me lo pone entre los labios. Nos quedamos sentados, fumando, y nadie llora hasta que llega a casa.
A la mañana siguiente, de camino hacia el bar, nos cruzamos con el duque, que va en sentido contrario. Lleva bajo el brazo su caja azul de plástico preferida, llena de flores.
—Han salido las primeras flores de calabacín,
ragazzi
. Son preciosas, todas femeninas.
—¿Significa eso que tengo que preparar la comida? —le pregunto.
—No para mí y no por un tiempo. Tal vez cuando regreséis del sur.
Es su manera de decirnos que nos vayamos, que no sigamos dejando en suspenso nuestros planes.
—No tardaremos en marchar —dice Fernando, ofreciendo a su amigo la oportunidad de cambiar de idea.
—Pues estos iban a ser mis regalos de despedida —dice él y pone la caja en brazos de Fernando.
—De acuerdo, entonces. Volveremos a verte a principios de julio.
Él y Fernando lo han resuelto.
Entrego al duque las llaves de nuestra casa, del Palazzo Barlozzo.
—Por si te da por echar de menos el terciopelo y el brocado —le digo.
Me pongo de puntillas y le bajo la cara para darle un beso. Se me ocurre que tal vez, algunas mañanas, quiera venir a sentarse en la silla de Florl, junto a la ventana de la sala del piso superior, a leer un rato. Porque no quiere que el duque lo vea llorar, Fernando se adelanta hacia la casa. Yo ya lloro tanto que no me importa que me vean, de modo que, rodeándolo con los brazos lo más alto que llego, abrazo al duque con fuerza contra mí; lo aprieto todo lo que puedo y él se deja. Lo miro.
—
Ciao, bestione, ciao
, bichote. No olvides lo mucho que te quiero.
—
Ciao, piccola, ciao
, pequeña.
Alza la cara hacia el sol para que no la vea y así se queda hasta que llego a la casa y entro.
Estamos haciendo las maletas otra vez, hacemos la revisión final y llevamos las cosas al coche. Nos iremos al amanecer. Hemos cenado lo último que quedaba en las alacenas; ha sido una cena a base de piedras: una salchicha solitaria, una patata germinada y tres chuletas de cordero que asamos al fuego al aire libre. Después de cargar el coche, regresamos al jardín con el vino que nos queda; no nos apetece entrar. Fernando me acerca a él y apoya mi espalda contra su pecho y así nos sentamos sobre la tierra bien apisonada de mayo.
La luz crepuscular es mujer y tarda mucho en desvanecerse. Como la cola de un vestido de novia, arrastra nubes rosadas sobre el oscurecer, sin preocuparse por la dura noche azul que le pisa los talones. Cae la lluvia como una bendición, como una llovizna amable que no perturba el fuego en absoluto. La luna nueva tiene forma de hoz y saca brillo a las estrellas; yo alzo la cara hacia la lluvia, hacia la luz, y dejo que, como un amante infiel, un estremecimiento del viento me bese antes de irse con otra.
«Esto es lo que he querido hacer y así he querido que fuera.»
No hay nada de jactancia en mis pensamientos. Mi pequeña vida no podría estirarse para satisfacer las necesidades y los deseos de muchas otras, pero, de todos modos, quiero lo que ya tengo. Sin embargo, sé que no se puede retener el agua del mar en las manos ni sostener la luna. Toda la vida no es ni más ni menos que unos cuantos paseos breves por el parque, uno o dos pavoneos en torno al fuego.
—¿En qué piensas? —pregunta Fernando.
—En que la vida es un misterio maravilloso y aterrador.
—¿Nunca piensas en nada grande?
Me abraza más fuerte y me besa el pelo.
Me llega su calor y su corazón late a través de mí y dentro del mío y me pregunto por qué será que, de los miles de personas que pasan por nuestra vida, la mayoría no deja ninguna huella; quedan abandonadas y relegadas al olvido, como si nunca hubiesen estado allí. Y todavía hay algo más curioso: ¿por qué unos pocos, solo aquellos pocos, se quedan en un lugar seguro, se mueren, incluso, pero nunca del todo, y quedan grabados en nuestro corazón, en profundidad y con toda perfección? La forma de los ojos; algún escozor voluptuoso, una frase bellísima, una voz semejante al chocolate justo antes de fundirse, una risa como el tintineo de las cucharillas de plata sobre un suelo de mármol. La manera en que el mar rompe detrás de él en charcos frescos de champán cuando te besa. Una mano apoyada en una cadera. Una mirada fascinante, marrón o negra, verde o ámbar, de color arándano.
De improviso, la lluvia arrecia. Corremos a recoger las fuentes, las copas y los restos de la cena. Hacemos dos viajes cada uno y cerramos de golpe la puerta del establo contra el agua que la azota. Nos hemos quedado sin electricidad, pero nos reímos, de todos modos, mientras enciendo las velas de los apliques murales que hay a ambos lados del espejo y Fernando enciende las que están sobre la mesa.
—
Siamo salvi
, estamos a salvo —dice y sirve coñac en una copa grande y preciosa que me ofrece con las dos manos.
Bebo un sorbo y a continuación él bebe otro, mientras Eolo grita, abre de golpe la puerta del establo y la estrella contra la pared. El golpe estropea las bisagras. La violenta bocanada forma estrías en las velas de la pared, la cera de canela se derrama por sus heridas y las llamas brincan como cosacos, bailando. La puerta se resiste a quedar cerrada del todo. Cuando empezamos a apilar muebles contra ella, el viento afloja y la lluvia se extingue en un jadeo cada vez más débil. Decidimos dejar que la puerta quede colgando como quiera por un rato y dejar que penetre aquella noche extraña. Recorremos la habitación a tientas y, con el rabillo del ojo, nos pillo a los dos en el espejo.
Enmarcados por las llamas, que ya se han apaciguado, somos un retrato. Sin embargo, ¿será posible que aquellos dos seamos nosotros? Las velas iluminan las gotas de lluvia que forman coronas de cuentas de ámbar diminutas en nuestro cabello húmedo. Estamos maduros y enteros, hechos de terciopelo, de material de época gastado, pero brillante todavía, desvaído como las rosas abandonadas de agosto que adquieren un color broncíneo. Fernando no ve el retrato y entra y sale de la imagen. Lo detengo, le hago dar un paso atrás y lo cojo por la cintura para que podamos vernos juntos a los dos.
—¿Lo ves? Quédate quieto un momento y míranos.
Nos mira fijamente, con seriedad y después con burla, como si le costara decidir si somos un recuerdo o un sueño. Me lo dice y le contesto que creo que somos tanto un recuerdo como un sueño y que, al mismo tiempo, somos reales. Se queda mirando un buen rato. Se ruboriza, como si el espejo fuese una cámara fotográfica. Miramos hasta que se nos pasa la euforia, el ramalazo, y nos quedamos los dos tímidos, como avergonzados. ¿O será que hemos alcanzado a ver nuestra personalidad secreta, lo mejor de nosotros destilado en un momento, un instante fugitivo, un segundo que se desvanece, se filtra y se vierte en el siguiente, como siempre se ha movido el tiempo, sin esperar jamás a que lo alcancemos? Ya lo decía Barlozzo: «El tiempo es villano, Chou». Desde luego, tiene razón. Allá va el tiempo, corriendo como un loco, mirándonos, burlándose de nosotros cuando nos movemos con torpeza y tratamos de guardarlo en un frasco, de meterlo para siempre debajo de la cama, de encajarlo dentro de una cajita de raso rojo, de ensartarlo como si fueran perlas, perlas suficientes para construir una vida.
Rosalie Siegel,
donna nobile
.
Sharona Guri, de Tel Aviv,
Isabella Cimicchi, de Orvieto,
mis dos musas.
Sandra y Stuart Roth,
corazones hermosos.
Lisa y Erich,
mis bebés adorados.
Fernando Filiberto-Maria,
el todo, el único.
[1]
La autora juega con el parecido entre dos palabras en inglés:
hungry
y
angry
.
To be hungry
significa «tener hambre», mientras que
to be angry
es «estar enfadado».
[N. de la T.]