Mil días en la Toscana (7 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Interrumpimos la última escena de
El bueno, el feo y el malo
, que chirría desde un aparato de televisión colgado de la pared. Como si estuviera en misa, parece que Barlozzo sabe que tiene que esperar a que acabe la película antes de hablar, de modo que nosotros nos quedamos de pie, también en silencio, detrás de él. Mientras Clint se va trotando por la Maremma, Pupa, que no ha interrumpido el movimiento ni por un momento, vuelve solo la cabeza hacia nosotros y, sin dejar de estirar la masa, nos da las buenas noches.


C'è solo una porzione di pollo con i peperoni, pappa al pomodoro, cicoria da saltare, e la panzanella. Come carne c'è bistecca di vitella e agnello impanato da friggere
. Hay una sola ración de pollo con pimientos, puré de tomates, achicoria para sofreír y ensalada de pan —nos dice, aunque nadie le ha preguntado qué hay para cenar.


E la pasta?
¿Y la pasta? —pregunta Barlozzo, señalando con la cabeza la plancha amarilla y delgada que ha estado estirando.


Eh, no. Questa è per domani, per il pranzo di Benedetto
. No, esta es para mañana, para la comida de Benedetto —le dice ella, mientras endereza lentamente el torso después de haberse agachado para estirar.

—Comeremos un poco de todo, entonces —le dice él y, al darse cuenta de que se ha olvidado de nosotros, añade—:
Scusatemi, siete i nuovi inquilini di Lucci
. Perdóname, son los nuevos inquilinos de los Lucci.

Regresamos al comedor y damos unas vueltas para observar la decoración de las paredes —una colección seria de tapas de cómics de Daredevil, cada una enmarcada en esmalte azul brillante—, mientras Barlozzo llena una jarra de cerámica bajo la espita de un barril de vino tinto y lo sirve en los vasos.


Aspetta, aspetta, faccio io
—dice una voz procedente del otro lado de las cuentas rojas.

Pertenece a un joven de unos veinte años que parece haber surgido de más allá de las magnolias, envuelto en Armani, con el cabello negro peinado con gel formando un flequillo con rizos a lo César y con fragancia a lima. Barlozzo lo presenta como Giangiacomo, el nieto de Pupa y camarero oficial.

Nos estrecha la mano, nos da la bienvenida, saluda a Barlozzo con tres besos, nos hace sentar, nos sirve vino, nos dice que el cordero está exquisito y, de pronto, en medio de la Toscana, uno se siente como si estuviera en Spago. Aunque es una trattoria sin menú, un lugar en el que se come lo que la abuela haya preparado aquel día, Giangiacomo insiste en tomarnos el pedido, en escribirlo lenta y meticulosamente con letra elaborada; repite varias veces en voz alta lo que desea cada uno y sale corriendo hacia la cocina, llevando la noticia como si fuesen brasas.

—Quiere trabajar de camarero en Roma y está practicando un poco aquí, antes de marcharse a hacer su vida —dice Barlozzo, como si ser camarero en Roma fuera igual que vender postales en Sodoma.

Barlozzo nos cuenta que los cazadores traen aquí sus presas para que Pupa las limpie, las cuelgue y se las cocine. Uno de los cazadores es su
amoroso
, su novio, y, en plena temporada, él la llama con su
telefonino
desde la furgoneta todas las mañanas, para contarle cómo va la caza. Según Barlozzo, a Pupa le parece
carino
, dulce, que él la llame desde la carretera. Dice que ella se arregla, se peina, se pone perfume y espera a que suene el teléfono. Además, Pupa siempre está entusiasmada con algo. La cuestión es que ella y su
amoroso
se citan en algún lugar y ella va con la furgoneta a encontrarse con él, para que él le dé su saco de aves, que ella cocina para la comida del mediodía, y ella le pasa un par de
panini
rellenos de mortadela, un desayuno ligero a las ocho de la mañana, antes de que él se vaya a trabajar al huerto.

—Durante la temporada de caza, hay más liebres, jabalíes, ciervos, faisanes y becadas dentro de la cocina que sueltos en los bosques. Todos los cazadores traen aquí su botín y después se turnan para organizar grandes banquetes para sus familiares y sus amigos y los unos para los otros, pero siempre es Pupa la que cocina. Este es el tipo de lugar al que uno puede telefonear por la mañana y encargar conejo frito y un plato de alubias guisadas para cenar —dice Barlozzo, como si hablara de lo que suele hacer él.

«Cuando un hombre se queda solo, por una muerte o por alguna otra circunstancia, simplemente se suma a los que vienen aquí a comer y a cenar. Incluso vienen las viudas, aunque la mayoría se queda en la cocina a ayudar a Pupa antes de comer todas juntas y ver
Beautiful
. Después se van a pasear por las colinas, a recoger plantas silvestres para la ensalada y a contarse sus propias historias, hasta que llega la hora de volver a cocinar.

Barlozzo actúa como anfitrión, como si estuviéramos sentados a su propia mesa. Hay una cuña enorme de pan, que corta con la mano, y después nos pasa los trozos crujientes antes de servirse él. En mi mesa siempre he servido el pan de esta manera, pero es la primera vez que alguien me lo sirve así a mí. Empezamos con la última ración que queda de pollo con pimientos rojos; después de depositarla sobre la mesa, Giangiacomo le echa un chorrito del mismo vino blanco con el que ha sido estofado. Hay solo dos o tres bocados exquisitos para cada uno. A continuación, nos sirve un bol de ensalada de pan, que tiene un color burdeos espectacular, muy diferente del color habitual de la
panzanella
, porque el pan que sobra, en lugar de humedecerse en agua, se ha empapado con vino tinto; después se le han añadido tomates picados, hebras de pepino y cebollitas verdes y hojas de albahaca enteras, se ha mezclado con aceite y se ha dejado descansar hasta que cada uno de los elementos perfectos se ha impregnado de los demás. Hay platitos de sopa fría de tomate, espesada con más pan y con ralladuras de pecorino fuerte, y después nos sirven una fuente de unas costillas de cordero de lo más finas, empanadas y fritas, acompañadas de hojas de lechuga silvestre. Hay filetes de ternera cocinados al carbón y servidos con rodajas de limón, una botella de aceite, un molinillo de pimienta y un platito de sal-marina. La propia Pupa sale corriendo con una olla ovalada de cobre con verduras de hoja verde y picante, salteadas con ajo y guindilla.

Para terminar hay
ricotta di pecora
, requesón de leche de oveja, servida en tacitas de té. Pupa va dando vueltas alrededor de la mesa y sirve
espresso
encima del requesón con una cafetera que acaba de preparar. Trae un azucarero y cacao en polvo. Observamos a Barlozzo, que echa un poquito de una cosa y un poquito de otra, revuelve la poción en su taza y la come como si fueran natillas. Hacemos lo mismo y me gustaría pedir más, pero temo que Pupa me considere glotona. No tardará en saber que lo soy.

Mientras cenamos, la habitación se va llenando de varios grupitos más de comensales. Observo que Pupa se preocupa por ellos y se disculpa, porque ya no queda gran cosa en la cocina a aquellas horas, aparte de pan y
salame, prosciutto
, un poco de queso y miel y algo de ensalada. Desde luego, a ninguno de ellos parece importarle: una pareja tiene acento florentino —cuando dicen algunas palabras, suena casi como el castellano— y la otra es inglesa, sin duda, a juzgar por su ropa de hilo elegante y perfectamente arrugada. Cada pareja tiene un hijo: los florentinos, una niña que probablemente no ha cumplido aún los cuatro años, y los ingleses, un niño de seis o siete. Parece que
la florentina
se ha fijado en el guapo niño rubio y, andando de lado, cruza la habitación hacia la mesa de los ingleses —para darse ánimos, lleva las manos metidas hasta el fondo en los bolsillos de su vestido blanco— y se detiene delante de la silla del niño rubio.


Come ti chiami? Io mi chiamo Stella
.

Bastante avergonzado por el descaro de la niña, el niño se siente perplejo, además, porque no ha entendido lo que le ha dicho. Su padre acude a socorrerlo.

—Te pregunta cómo te llamas. Ella se llama Stella.

Respóndele en inglés.

—Me llamo Joe —dice él, apocado.

Entonces es Stella la que no entiende. ¿O no es así? En todo caso, no es fácil dejar a una florentina sin saber qué decir. Pasando por alto todos los demás preliminares, ella le dice:


Allora, baciami. Dai, baciami, Joe. Forza. Un bacetto picollo
. Entonces dame un beso; vamos, dame un beso, Joe. Solo un besito.

Stella ha aprendido bien joven a pedir lo que quiere.

Las cerezas del Espíritu Santo

Conviene elegir fruta lustrosa, madura pero no pasada. También se pueden mezclar distintas variedades de cerezas: las que son oscuras y dulces con las que son escarlata y ácidas.

900 gramos de cerezas, sin hueso, lavadas y secas con papel de cocina; los tallos se pueden cortar o dejar largos

950 mililitros de
kirschwasser
(aguardiente de cerezas) o de alguna grapa de buena calidad

1
1
/
4
tazas de azúcar granulado

Se lavan, se enjuagan y se secan bien dos frascos de un litro de capacidad. Se echa en cada uno la mitad de las cerezas preparadas. Se mezcla el aguardiente de cerezas o la grapa con el azúcar y se revuelve bien para disolverlo. Se echa la mitad de la mezcla en cada frasco, sobre las cerezas. Se tapan bien los frascos y se guardan en una despensa o en un lugar oscuro y fresco. Hay que sacudir los frascos con energía una vez por día durante dos semanas y después se dejan reposar, sin tocarlos, dos semanas más. A partir de entonces, la fruta se puede conservar hasta un año antes de usarla, pero, una vez abiertos los frascos, conviene guardar el resto en la nevera.

Se puede usar el mismo procedimiento con otras frutas pequeñas con hueso, como albaricoques y ciruelas. Las frambuesas, los arándanos y las grosellas quedan deliciosos conservados de esta manera. También se pueden probar aguardientes de otros sabores, como el de frambuesa o el
mirabelle
, que es de ciruelas.

Aunque quedan de fábula cuando se usan como guarnición para helados o cualquier postre cremoso, resultan increíbles para acompañar carnes asadas o hechas a la parrilla. Como más me gustan es para acompañar quesos frescos o curados. En este caso, conviene servir también una copita del licor en que se ha conservado la fruta.

3

E
L
V
ALLE
N
O
C
ORRE
P
ELIGRO
Y V
AMOS
A H
ORNEAR
P
AN

A las diez de la mañana, la brisa hace subir los aromas verdosos del trigo nuevo y Fernando canta con voz suave en los prados.


Ogni giorno la vita è una grande corrida, ma la notte, no
. Todos los días, la vida es una gran batalla, pero la noche, ah, la noche.

Juraría que las ovejas le prestan atención, de tan quietas que se quedan durante sus conciertos napolitanos matutinos. Yo también presto atención y hasta canto con él.


Gia il mattino è un po grigio se non c'è il dentifricio, ma la notte, no
. La mañana ya es un poco gris si no hay pasta de dientes, pero la noche, ah, la noche.

Barlozzo se retrasa, pero, al cabo de menos de una semana de recibir sus pacientes instrucciones, Fernando ya no tiene problemas para preparar el cemento, extenderlo, allanarlo, nivelarlo y colocar los ladrillos para construir la pared que, con el tiempo, acabará rodeando el horno de leña. Algunos días, Barlozzo ni aparece y es evidente que su ausencia es premeditada: percibe la actitud posesiva de Fernando con respecto a este trabajo, que viene a ser el primer proyecto verdaderamente artístico de su vida. Lo demuestra el hecho de que mi presencia en la obra no le haga mucha ilusión, con lo cual mi participación ha quedado relegada a ir a buscar algo y a actuar como anfitrio- na, mientras mi esposo descubre que tiene manos y que son capaces de crear maravillas.

«Será estupendo para él —pienso—, pero yo me aburro de esperar, de pie o en cuclillas, que me vuelva a pedir limonada o papel de cocina.»

Por eso me regalo aquellas horas, todos los días, para hacer lo que me da la gana.

Lo primero que haré será deshacerme de mi uniforme toscano. Desde que hemos llegado, no me he puesto otra cosa que botas de trabajo, pantalones cortos color caqui y las camisetas Cocteau Twins que mi hija ya no usa. Aunque esta vida en el campo me tiene fascinada, no es la ropa rústica lo que mejor me sienta. Parezco la soldado Benjamín cuando se desespera por unas sandalias y por salir a comer con alguien. Más aún, quiero mi
bustier
y una falda que haga frufrú. Mi armario de verano parece el vestuario de Mimí para
La Bohéme
: tafetán, encaje y tul, crinolinas, una chaqueta de hilo azul con peplo y otra igual hecha en seda color chocolate, sombreros que me encasqueto hasta abajo sobre el cabello, demasiado espeso. Es una colección romántica, en su mayoría de Romeo Gigli, cuya delicadeza se compensa con algunas prendas de estilo años cuarenta de Norma Kamali. Decido pasar por alto la poca ropa que tengo de paisano. Venecia anima todos los apetitos y el menor de ellos no es, precisamente, la tendencia a disfrazarse. Allí quedaba bien vagar con una falda de encaje con volantes por una
calle
en penumbras y atemperar su barroquismo con un jersey estrecho de cuello alto y el cabello domeñado en un moño prieto, inmovilizado en la nuca. En la cubierta de un barco que atraviesa a medianoche las aguas iluminadas por las estrellas y pasa junto a palacios de mármol que surgen, tambaleándose, de una laguna, una mujer se puede sentir divina envuelta en una capa de terciopelo con capucha que se agita en el viento negro y frío. Si aquí subiera hasta el Centrale envuelta en esa misma capa, solo causaría un escándalo y me sentiría como si fuese Halloween. De todos modos, la falda recta de poliéster hasta justo por debajo de la rodilla, con la blusa larga por encima y las sandalias con tacones que llevan mis vecinas no es una
mise
que esté dispuesta a adoptar y tampoco me voy a pasar mi vida en el campo embutida en unos vaqueros para que los demás se sientan cómodos.

Escojo de mi armario un vestido de seda fina totalmente cubierto por un pequeño estampado de rosas anaranjadas y rosadas; la falda, cortada al bies, marca suavemente el trasero, se ensancha por debajo de las rodillas y llega hasta la mitad de la pantorrilla. Me gusta cómo se mueve conmigo, como si fuera parte de mi cuerpo. Decido ponérmelo con las viejas botas de trabajo, fundamentalmente porque no quiero que estas colinas me fastidien los huesos de los tobillos, pero también porque me agradan los contrastes. Por las mañanas, me pondré una rebeca, un sombrero grande de paja y mis viejas gafas de Chanel. Más tarde, me envolveré en un delantal blanco largo para cocinar y hornear y, por la noche, me recogeré el pelo y añadiré un collar y Opium. Y antes de prepararme para irme a la cama me deslizaré el vestido por encima de la cabeza —me gusta el olor del sol y cómo se mezcla con el mío—, lo meteré en el lavamanos del cuarto de baño y, como si fuera ropa interior, lo dejaré en remojo con una gota de jabón con olor a almizcle, le escurriré el agua y lo colgaré en la última percha de raso que me queda. Siempre estará seco por la mañana. Me gusta la idea de no tener que pensar en qué ponerme y saber que el vestido de las rosas es lo mejor para mí en estos días de verano.

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