Mil días en la Toscana (9 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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—Siempre he querido conocer a un hombre como Vronsky, alguien peligroso como él, pero «peligroso» en el sentido de que jamás podría haber nadie más que él. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Creo que sí —le digo, sabiendo que lo sé.

Envueltas aún en las mantas, pero con las linternas apagadas, nos tumbamos de espaldas y, aplastando la hierba y los tallos espinosos del tomillo, nos hacemos nuestros propios nidos, con el rostro vuelto hacia la luna. Empujadas por los vientos, las nubes pasan nadando a su alrededor, tan rápido que nos da la impresión de que nosotras también nadamos de espaldas por el cielo, libres.

Florì se sienta y retira los pies de la charca; a continuación se pone en cuclillas junto a las fuentes y desliza la mano dentro del agua, sin dejar de mirar la luna. De algún lugar muy lejano me llega la sensación de haber vivido aquello antes.

—He conocido a una mujer que se parecía a ti —le digo.

—¿Quieres decir que me parezco a una estadounidense? —pregunta Florì con timidez y se vuelve solo en parte para mirarme.

—En realidad, no. La vi una sola vez. Yo tenía ocho o nueve años, me parece, y estaba de visita en la casa de unos amigos o familiares lejanos de mi abuela que vivían en la costa de Liguria, cerca de Genova. Tengo la impresión de que yo no estaba demasiado contenta de estar allí. Sea como fuere, un día me fui a deambular por la playa cerca de su casa y vi a una mujer que estaba asando patatas en una hoguera hecha con las maderas que el mar arrastra hasta la orilla. Llevaba encima varias capas de faldas largas y estaba envuelta en chales y bufandas. Me sonrió y me senté en la arena cerca de ella a mirarla. Se sacó del bolsillo una petaca plateada, alargó la mano, volvió hacia arriba la palma de una de las mías, echó en ella unas cuantas gotas de un líquido espeso de color verde oscuro y me la acercó a los labios. Con destreza, se echó un poco en la base arrugada de su propia mano y lo chupó, cerró los ojos y sonrió. Hice lo mismo. Al principio, me pareció horrible, como un medicamento para el dolor de estómago, pero, a medida que lo tragaba y lo saboreaba de verdad, yo también sonreí: fue la primera vez que probé el aceite de oliva.

Florì sigue en cuclillas al lado del agua y le hablo a su perfil, que tiene los ojos cerrados. Cuando los abre, se vuelve hacia mí, estira las piernas y se arregla las faldas. Con los labios apretados y una sonrisa simpática, se queda inmóvil.

—No calles, por favor; cuéntame más.

—Entonces, la mujer de las patatas se puso de cuclillas sobre la arena, como estabas tú hace un momento, y las botas de goma gruesa le sobresalían por debajo de las faldas. Se quedaba mirando el fuego o se ponía de pie y arrojaba al mar una piedra o un trozo de madera y, a medida que las patatas se cubrían de ampollas doradas, las iba girando y untando con aceite. Arrojó un puñado de sal que extrajo de algún otro lugar de sus reservas mágicas y del fuego brotaron llamaradas. Por fin pinchó en una ramita dos o tres trocitos de patata y me los ofreció. A aquellas alturas, yo prácticamente me moría de ganas de probarlas y me las comí: me quemaron la boca y saboreé tanto las patatas como el momento con un apetito nuevo. Quería ser ella. Quería ser aquella mujer de la playa. Quería sus faldas, sus bufandas, sus chales, su petaca plateada. Quería que una patata supiera mejor que un pastel de chocolate. Más que ninguna otra persona, la mujer de las patatas me hizo verme a mí misma. A veces pienso que debió de ser un sueño o un fantasma vestido de rojo que vino a transmitir el gran secreto de que vivir el presente y estar contento con lo que a uno le toca es lo que nos brinda la mejor vida posible, pero ella era real, Florì, y, cuando pienso en ella ahora, estoy segura de que tenía sus amarguras. Sin embargo, la cuestión fue la manera en que parecía mantenerse lejos de la amargura y la manera en que disfrutaba de lo bonito de aquella tarde con la misma habilidad con la que se sacaba la petaca del bolsillo. Eso fue lo que me regaló: hizo que la felicidad pareciera algo que depende de uno.

—¿A ti te parece que la felicidad depende de uno?

—La mayoría de las veces sí. En todo caso, con bastante más frecuencia de lo que muchos creemos.

Las campanas del pueblo dan la medianoche y, como cenicientas, empezamos a corretear, amontonamos nuestras cosas y nos ponemos las botas. Sin parar de reír, escalamos la ladera resbaladiza, ayudándonos mutuamente a subir la cuesta empinada. Encontramos a los hombres sentados en el suelo de la terraza, uno frente a otro: el duque le está dando una lección de astronomía a un Fernando somnoliento.

—Veo que todo va bien por aquí, así que me voy a dormir.

Florì ríe con su carcajada de niña pequeña, mientras el duque estira las piernas para seguirla y sus
buona notte, notte ragazzi, notte tesori
, repiquetean a través de la oscuridad y la brisa. Con los brazos cruzados sobre el pecho y frotándome con las manos para tratar de calentarme los hombros, me quedo allí pensando en lo mucho que se parecen los apetitos humanos, en acampar a orillas del Misisipi, en darse un chapuzón en charcas etruscas, en la panceta frita y en el aroma que sale de una patata y una planta puestas juntas sobre el humo de una hoguera, en el olor del mar embravecido y el gemido ronco del agua que raspa contra las piedras y el de las olas que avanzan cada vez más sobre la arena, en busca del final de la tierra y de un lugar para descansar, lo mismo que nosotros.

Schiacciata toscana
Tortas toscanas chatas (o «aplastadas»)

Para hacer dos tortas chatas de 40 centímetros

1 cucharada de levadura seca activa o 1
1
/
2
cubitos de levadura fresca

1 cucharadita escasa de azúcar moreno

2
3
/
4
tazas de agua tibia

1
1
/
2
taza de aceite de oliva virgen extra

3 cucharaditas de sal marina fina

6
1
/
2
tazas de harina multiuso

1 taza de harina de maíz amarilla molida fina

2 cucharadas de hojas frescas de romero, molidas hasta hacerlas polvo

sal marina gruesa (opcional)

un poco más de aceite de oliva virgen extra para las fuentes de horno y para echar por encima y darle un acabado de color

En un bol grande, se mezclan la levadura y el azúcar con el agua tibia y se revuelve hasta que se disuelvan los granos de azúcar. Se cubre con film plástico transparente y se deja actuar la levadura durante diez minutos. Se mezclan el aceite y la sal y se vierten sobre la mezcla con la levadura. Se empieza a echar la harina multiuso, una taza por vez, y, después de cada una, se revuelve bien. Se echa de golpe toda la harina de maíz y se mezcla hasta formar una masa blanda y seca. Si la masa queda pegajosa, hay que añadir más harina: una cucharada por vez. Se vuelca la masa sobre una superficie ligeramente enharinada y se amasa durante diez minutos. Se pone la masa en un bol limpio con un poquito de aceite, se cubre con film plástico transparente y se deja fermentar la masa durante una hora o hasta que duplique su tamaño.

Se da un puñetazo firme a la masa para sacarle el aire, se la divide por la mitad y se estira cada parte sobre la superficie de una bandeja de horno de treinta centímetros, con un poquito de aceite y espolvoreada con harina de maíz. La masa se resistirá un poquito, pero no hay que caer en la tentación de usar el rodillo, sino que, con las yemas de los dedos, hay que estirarla hasta los bordes de la bandeja y esperar; al cabo de unos minutos, se vuelve a estirar la masa hasta los bordes, porque entonces se habrá relajado lo suficiente y responderá mejor a la presión de las manos. Se cubren las
schiacciate
preparadas con paños de cocina limpios y se dejan fermentar durante media hora. Mientras tanto se precalienta el horno a 230 grados.

Después de dejar fermentar la masa por segunda vez, se ejerce presión sobre toda ella con los puños, con los nudillos hacia abajo, para «aplastar» las tortas y crear hendiduras. Se salpica la parte superior de las
schiacciate
con aceite, que quedará atrapado en las hendiduras, y se espolvorea con el romero y la sal marina, si se quieren usar. Se cocinan en el horno durante veinte o veinticinco minutos o hasta que queden bien doradas. Se pasan las tortas cocidas de las bandejas de horno a unas rejillas para que se enfríen. Con un pincel para pasta, se pintan las tortas recién hechas, todavía calientes, con unas cuantas gotitas de aceite.

Se sirven tibias o a temperatura ambiente. En lugar de cortarlas en rebanadas, lo tradicional es cortar las
schiacciate
con la mano e ir pasándolas de mano en mano alrededor de la mesa.

3

¿A
CASO
E
STÁS
R
ELLENANDO
U
N
C
OLCHÓN
C
ON
R
OMERO
?

La izquierda, siempre la izquierda: es la mano que refleja la tendencia política en esta parte de la Toscana y la que Barlozzo utiliza, con la habilidad de un maestro dirigiendo su orquesta, para enfatizar su discurso.


Siamo un pò rossi qui
. Por aquí somos un poco rojos —dice Barlozzo una noche, mientras nos dirigimos al bar a tomar el
aperitivo
.

Hace referencia al comunismo. Los rojos se establecieron allí después de la Primera Guerra Mundial, cuando, al regresar a la Toscana, los
contadini
, los campesinos, se encontraron con menos de lo que tenían al marcharse. La separación entre los ricos y los pobres se había agrandado y profundizado y la pobreza llegó a ser tan despiadada como la peste. La gente seguía muriendo de hambre, como si la guerra no hubiese acabado. Las facciones políticas que surgieron como consecuencia de la pobreza exigían el derecho a trabajar y a comer, más o menos como ocurría en Rusia con facciones similares. Eso es lo que, por estos pagos, quería —aún sigue queriendo— decir ser «rojo».

Después de la Primera Guerra Mundial, el Estado legisló y volvió a legislar e inventó sistemas que parecían magníficos, algunos dé los cuales llegaron incluso a aplicarse, fueron eficaces y mejoraron la situación, pero el impulso fue demasiado débil y mal concebido en contraste con lo que seguía siendo una servidumbre esencialmente medieval para los que continuaban labrando la tierra. Los nobles siguieron haciendo contratos con sus campesinos analfabetos en virtud de los cuales estos tenían que entregarles el 75 o incluso el 80 por ciento de lo producido, aun sabiendo perfectamente que, con la parte que les quedaba, los campesinos pasarían hambre. Tenían prohibido educar a sus hijos, no solo porque hasta los más pequeños podían trabajar, sino porque, en la medida en que aquellas cabezas no recibieran ningún estímulo, seguirían brindándoles otra generación de siervos. Como venían haciendo desde hacía siete u ocho siglos, aquellos señores de chaquetas elegantes de ricos paños, encaramados a lo alto de las sillas de sus mimados caballos de caza de Crimea, compraban más y más tierras con sus ganancias, sin pensar en mejores herramientas ni en renovar las casas que sus siervos compartían con los animales. Así fue como, durante el breve período de paz que interrumpió las dos guerras, solo había habido tiempo para una reconstrucción superficial, pero después las facciones izquierdistas cobraron fuerza.

Los nobles siguieron siendo nobles, pero la legislación local inspiró con firmeza una reforma. Aumentó la participación de los campesinos y disminuyeron los aspectos más espantosos de su miseria. Demasiado poco y demasiado tarde: hacía tiempo que muchas personas del campo habían huido hacia el norte, ansiosas por encontrar una miseria industrializada. Un sueldo que permitiera comprar comida y pagar el alquiler, aunque justito, parecía una gran generosidad y casi no miraron atrás.

Sentados en el muro de piedra de la
piazza
, con una jarra de vino al alcance de la mano, los tres hemos estado hablando de política mientras se ponía el sol. El duque trae el tema al presente,

—Uno siempre se alegra de que surjan problemas nuevos y, como eso es así, precisamente aquí y ahora, en el pueblo, se está produciendo otro tipo de huida —las volutas de humo coronan su cabeza rubia canosa—: La cruzada de
i progresisti
.

El más vociferante de los dos grupos sociales bien definidos de San Casciano,
i progresisti
, quiere dar un salto al futuro, da puñetazos y grita
basta
, y reclama a gritos el progreso como quien pide otra ronda de ginebra. Con una voz más nostálgica, el otro grupo,
i tradizionalisti
, prefiere los rituales y dice que, para progresar de verdad, hay que retroceder unos pasos hacia el pasado.

I progresisti
que viven en el pueblo quieren vender sus casas de techos rojos, que se están viniendo abajo y se apilan en las estrechas calles sinuosas. A Fernando y a mí aquellas casas, desafiantes y embrujadas con una eterna inclinación dinámica, nos parecen hermosas y ya nos gustaría poder comprar una, pero la gente de allí prefiere un piso o un apartamento en alguno de los palacios de hormigón rosado y amarillo que esperan en la parte baja del pueblo. No quieren seguir subiendo las escaleras con leña y bajándolas con cenizas: prefieren las llamas eficientes e impasibles de un buen fuego a gas,. Anhelan armarios empotrados y con terminaciones de plástico, en lugar de los antiguos muebles de madera de cerezo, enormes y profundos como cuevas. Quieren fregaderos de acero inoxidable en lugar de las pilas de mármol que, de tanto fregado matriarcal, parecen de seda y quieren grandes soles falsos colgando del cielo raso, en lugar de los faroles rústicos, hechos a mano, que el abuelo Biagiotti forjó para todo el pueblo hace cien años.

En cuanto a
i progresisti
que todavía viven en el campo y cultivan las tierras de los nobles, ansian dejar atrás aquellas casas en las que no pagan alquiler, con paredes de un metro de espesor y que están heladas durante ocho meses del año, en las que, en otras épocas, vivían juntas tres y cuatro generaciones de una misma familia y donde cada uno trabajaba para los demás. Sin embargo, ya no quedan más de aquellas familias épicas: a medida que los viejos mueren y los jóvenes huyen, solo los que son demasiado viejos para huir y demasiado jóvenes para morir permanecen en aquel lugar restringido y gélido.

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