Habíamos dejado atrás Venecia con la claridad púrpura de las primeras horas del día y habíamos seguido a los cuatro albaneses que, amontonados de cualquier modo, pilotaban el inmenso camión azul de Gondrand que transportaba todos nuestros bienes materiales. Nos mudarnos a la Toscana. Cuando faltan once kilómetros para llegar a nuestro destino, un equipo de
carabinieri
atildados, con botas altas y armas automáticas, invitaron a nuestro exiguo convoy a detenerse en la cúspide de la ruta 321. Nos detuvieron, nos interrogaron y nos revisaron durante casi dos horas. Arrestaron a dos de los cuatro albaneses, que eran extranjeros indocumentados. Contamos a la policía militar que pretendíamos mudarnos a una de las casas de labranza de los Lucci y que, para ello, necesitábamos toda la fuerza y el personal. Se metieron en su furgoneta y hablaron por radio. Tardaron mucho rato. Salieron de la furgoneta y volvieron a parlamentar al borde de la carretera. Dicen algunos que a los carabinieri los eligen por su belleza física y que representan el esplendor del Estado italiano. No cabe duda de que aquellos le hacían honor, porque sus cejas oscuras y sus ojos claros proporcionaron entretenimiento estético durante la espera. Al final, uno de los caballeros con botas dijo:
—De acuerdo, pero tenemos la obligación de acompañarlos.
Nuestra columna, ahora mucho más grandiosa, despierta curiosidad en el río de tráfico agrícola que encontramos a lo largo del camino, hasta que el enorme camión azul y la furgoneta de la policía se detienen detrás de nuestro viejo BMW en el jardín de atrás de la casa. ¡Manos a la obra!
Habíamos convenido claramente con la
signora
Lucci que la casa estaría limpia y estaría vacía, pero no se cumple ninguna de las dos condiciones. Mientras los albaneses clandestinos empiezan a meter nuestras cosas, pido ayuda a los
carabinieri
para sacar los obsequios de bienvenida de la
signora
: todos trastos irrefutables. Hay armarios con las puertas metidas hacia dentro y mesas y sillas que, para mantenerse en pie, se apoyan con astucia las unas en las otras. Hay seis pares de literas. Con esfuerzo, lo metemos todo en el granero. En nuestro dormitorio, quito el polvo a un grabado hermoso de un camino bordeado de cipreses con un marco de cobre martillado. Gira sobre su colgador de alambre y detrás encuentro una caja fuerte empotrada en la pared. Aquella casa, que no es más que un establo restaurado a medias, que no tiene calefacción central ni teléfono ni instalación eléctrica suficiente para un ermitaño ciego, dispone, sin embargo, de una caja fuerte. No es el tipo de cajita de juguete que se encuentra en la habitación de un hotel, sino una de esas imponentes, de verdad, con dos niveles de perillas y un reloj, así que llamo a Fernando para que venga a verla.
—Es evidente que es nueva y que los Lucci la instalaron durante la renovación. No creo que sea para que la usemos nosotros —dice Fernando.
—Pero ¿para qué iban a necesitar aquí una caja fuerte? ¿No les alcanzaría con una en su casa? Supongo que estará para que la usen los inquilinos. A ver si podemos abrirla.
La toqueteamos, hacemos girar las perillas y las presionamos, hasta que Fernando dice:
—Está cerrada con llave y nunca podremos abrirla sin la combinación. Si queremos usarla, tendremos que pedírsela. Además, ¿qué vamos a meter dentro?
Cada uno piensa durante medio minuto y nos echamos a reír a la vista de la escasez de nuestros recursos: unos documentos metidos en un maletín de cuero de color
whisky
, un rosario que perteneció a la abuela de Fernando, el reloj de bolsillo de su padre, las pulseras de mis hijos cuando eran bebés, unas pocas joyas…
—Yo guardaría el chocolate, que no es un chocolate cualquiera, sino mi provisión con cacao al noventa por ciento, y mi vinagre balsámico que tiene cincuenta años —digo.
Interrumpe mi enumeración uno de los albaneses, él que se la pasa trasladando las cajas de una habitación a otra, aparentemente por capricho. Le vuelvo a explicar el sistema de numeración y bajo otra vez para ver lo que están haciendo los demás. Uno de los
carabinieri
parece no tener nada que hacer, conque le pido que me ayude a llevar al granero un sofá que no queremos. Fernando me lanza miradas malévolas que significan que uno no puede pedirle a un policía militar italiano que levante un extremo de un sofá mohoso de terciopelo marrón qué pesa doscientos kilos y lo baje retrocediendo por una escalera en curva mientras uno empuja el otro extremo con todas sus fuerzas, lo cual lo obliga a tambalearse sobre los tacones de sus botas negras relucientes.
Recuerdo la primera vez que vi el apartamento de Femando en el Lido: desprovisto de todo lo superfluo, era la guarida de un asceta, la humilde cabana de un acólito. Allí podría haber vivido Savonarola, porque todo denotaba veneración por una pátina medieval que no había sido perturbada por el paso del tiempo ni por nadie que se molestase en pasar un trapo para quitar el polvo. Aquello es muchísimo más sencillo.
Para entonces se ha congregado en el jardín un puñadito de personas, con las manos a la espalda o cruzadas sobre el pecho. Los saludo, me presento, les digo lo contentos que estamos de venir a vivir a San Casciano y me dirijo a la única mujer, que tiene las manos apoyadas en las caderas y parece dispuesta a arrimar el hombro. Le pregunto si nos puede recomendar a alguien que tenga tiempo hoy para venir a echarnos una mano.
—
Buongiorno, signora. Sono molto lieta di conoscerla
. Buenos días, señora. Mucho gusto en conocerla —le digo, mientras le tiendo la mano.
—
Il piacere é mió. Mi chiamo Florìona
. El gusto es mío. Me llamo Floriana .
—
Ci serve un pò di aiuto
. Nos vendría bien algo de ayuda.
—
Ci mancherebbe altro
. Faltaría más —dice, como si ya tuviera previsto ayudarnos.
Tenemos dos escobas nuevas, un cubo de plástico, una mopa y como mínimo un envase de cada uno de los geles, espumas, aerosoles y ceras que prometen acabar con la suciedad doméstica y dejar olor a pino. Es una miseria. Nuestros vecinos desaparecen y no tardan en regresar con sus propias armas: botellas de plástico de litro de alcohol rosado, bolsas de plástico llenas de lo que parecen trapos sucios, mopas y escobas de tamaño industrial.
Enseguida hay tres personas limpiando los cristales de las ventanas y alguien barriendo en cada planta, mientras otros esperan con las mopas listas. Hacía menos de un mes que había acabado la restauración de la casa y el caos es casi siempre superficial. En menos de cuatro horas, todo ha mejorado considerablemente: las ventanas brillan, los suelos están un poco más limpios, se han fregado los electrodomésticos, se ha quitado el polvo de las paredes y los cuartos de baño relucen. Las cajas, cuidadosamente numeradas, se apilan en las habitaciones correspondientes. Floriana extiende sábanas limpias de color burdeos con ribetes de encaje en nuestro
baldacchino
de madera amarillo claro, que Fernando y los dos
carabinieri
acaban de montar. El único sustento de toda la cuadrilla han sido vasos de papel de Ferrarelle tibia, importada de Venecia.
Fernando y yo nos consultamos y, como son casi las seis, invitamos a todo el equipo a tomar los
aperitivi
con nosotros en el Bar Céntrale del pueblo. A estas alturas, los policías están dispuestos a llegar hasta el final y no manifiestan ninguna prisa por marcharse. Solo los albaneses se muestran furtivos y se indican vías de escape con la mirada, mientras los policías, ahora sosegados, se hacen los disimulados, porque ya han decidido que harán la vista gorda cuando se marchen. Subimos al pueblo con dificultad, algunos a pie, otros en coche, todos agotados y satisfechos, cada cual a su manera. La comunidad se ha reunido para construir un granero, para hacer un cubrecama, nuestra hambre y nuestra sed son bien merecidas.
Después del Campari con soda, pasamos al vino blanco, hasta que alguien empieza a servir el tinto y, después de los tazones de aceitunas negras, saladas y carnosas, no hay nada mejor que una gran pila de
bruschette
: pan asado con leña, empapado en buen aceite local, espolvoreado con sal marina y devorado con la mano. Sin embargo, nadie parece dispuesto a decir
arrivederci
.
Siguen las consultas, esta vez entre Fernando y yo y las dos cocineras, Bice y Monica, que trabajan en el restaurante del bar. Ya somos diecisiete. ¿Pueden darnos de comer a todos? En lugar de responder con un simple sí o no, Monica nos recuerda que cada uno de los presentes está relacionado por lo menos con una persona más y que se supone que en la próxima media hora todos tienen que ir a su casa a cenar o a preparar la cena. No hacía falta que me preocupara. Floriana , la misma que antes tenía las manos apoyadas en las caderas, se ha hecho cargo de la situación, como antes en casa. Algunas mujeres se dispersan; otras salen a la pequeña terraza, reúnen las mesas y extienden manteles de plástico, disponen platos, cubiertos y copas y apoyan grandes jarras de vino. Desentierran más mesas de los sótanos del ayuntamiento cercano y enseguida toda la
piazza
se convierte en un comedor al aire libre.
Han mandado llamar al
fornaio
, el panadero, que, como un centauro brillante de sudor, con el sombrero blanco cubierto de harina y las rodillas desnudas asomando bajo el delantal que le cubre el regazo, sube la colina y llega a la aldea pedaleando en su bicicleta y haciendo sonar alternativamente la campanilla y el claxon. Los observo, a él y a los demás, y pienso en lo contentos que los pone algo tan sencillo.
Descarga de sus alforjas unos panes redondos, grandes como ruedas de carro, y los deposita sobre la mesa, da un paso atrás para admirarlos y nos cuenta que uno de ellos era para la
osteria
de Piazze y los otros para la gente del castillo de Fighine.
—Que coman pan de ayer —dice y, mientras vuelve a montar en la bicicleta, grita por encima del hombro que le reservemos tres lugares en la mesa. Tras hacer breves incursiones en sus propias cocinas para traer lo que tuvieran preparado para la cena familiar, las mujeres que se habían dispersado se vuelven a reunir en el bar, con sus madres, hijos y esposos a la zaga; vienen cargando ollas y fuentes bajo un brazo, mientras que, con la otra mano, se meten en el pañuelo los mechones de pelo rebeldes. Como si fuesen una bandada de gorriones, su parloteo agudo atraviesa el suave final del día. Con sus delantales floridos —con el tiempo descubro que los llevan puestos a todas horas del día y de la noche— sobre faldas tubo de color azul marino y los pies calzados con zapatillas de felpa rosada, se mueven con soltura entre sus espacios privados y el terreno público de la
piazza
: los dos les pertenecen.
Por la manera en que recorre las mesas de un extremo al otro, dispone los platos, sirve vino y palmea las espaldas, un hombre al que llaman Barlozzo parece el más notable de la aldea. Tiene algo más de setenta años, es alto y delgado y tiene los ojos tan negros que al parpadear emiten chispas plateadas. Parece enérgico y resulta fascinante. Mucho después observo que aquellos ojos se aclaran hasta llegar al gris en el momento fatídico previo a la tormenta, tanto si se trata de un fenómeno de la naturaleza como de una tempestad más personal. Su cabello grueso y liso es blanco y rubio y anuncia que es al mismo tiempo muy joven y muy viejo. Aunque llegue a conocerlo, nunca podré estar segura de si el tiempo tira de él hacia atrás o lo atrae hacia delante. Cronista, anecdotista, fantasma. Barlozzo es un
mago
. Este anciano llegará a ser mi musa, mi
animatore
, el alma de las cosas para mí.
Después del éxito obtenido con sus flores de calabacín, Bice y Monica regresan cargadas con fuentes de
prosciutto
y
salame
. «
Cose nostre
, cosas de aquí», dicen y eso significa que sus familias crían y matan los cerdos y que preparan artesanalmente cada parte de la carne, la piel y la grasa de los animales para obtener algún tipo de embutido o jamón. Hay
crostini
, trocitos redondos de pan, tostados por una cara y, por la otra, mojados en caldo caliente y untados con una gruesa capa de higadillos de pollo, alcaparras y ralladura de limón. También llegan de la cocina dos boles grandes y hondos de
pici
, varillas gruesas e irregulares de pasta estirada a mano, cada uno de ellos apretado bajo uno de los codos de Bice. La salsa para los
pici
, muy sencilla, está hecha con tomates verdes crudos machacados, ajo picado, aceite de oliva y albahaca. Es exquisita.
Muchas de las mujeres han traído algún tipo de sopa, ya que esta, más que la pasta, es el
primo
, el primer plato, tradicional de las comidas o las cenas toscanas. A nadie parece importarle que las sopas queden en la mesa mientras nos dedicamos a devorar los
pici
. La mayoría de las veces, las sopas se sirven a temperatura ambiente, con un chorrito de aceite y espolvoreadas con pecorino, queso de leche de oveja.
—El sabor es más intenso
quando la minestra é servita tiepida
, cuando la sopa se sirve tibia —me dice Floriana desde el otro lado de la mesa, con una voz entre pedante y paciente—. Los que insisten en tomar la sopa caliente se queman el paladar y, para sentir algún sabor, cada vez tienen que tomarla más caliente —dice, como si una sopa demasiado caliente fuese la causa de todo el sufrimiento humano.
Hay una poción hecha de
farro
, un cereal antiguo parecido al trigo, y arroz; una de pan duro ablandado en agua y perfumado con ajo, aceite, romero y pimienta negra recién molida; otra de alubias blancas gordas, sazonadas con salvia y tomate, y otra de guisantes frescos en caldo con unas cuantas tiritas de verduras verdes.
Los segundos platos son igual de humildes. Floriana destapa una sartén ovalada de hierro fundido para mostrar un
polpettone
, un híbrido de pan y pasta de carne.
—Se trituran a mano, por lo menos tres veces, un trozo de ternera, uno de pollo y uno de cerdo y una rebanada gruesa de mortadela, hasta convertir la carne en una pasta blanda. Se añaden huevos, queso parmesano, ajo y perejil, se apisona la pasta formando un rectángulo, se cubre con rodajas de
salame
y huevo duro y se vuelve a arrollar sobre sí misma, como un brazo de gitano. Se cocina en el horno, con el lado del corte hacia abajo, hasta que el olor te despierta el apetito; bueno, hasta que huela a hecho.