Mil días en la Toscana (22 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, Relato, Romántico

BOOK: Mil días en la Toscana
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Conque nos sentamos juntos, los campesinos, sus familias y yo, como en la sala de espera de un brujo, y de lo único que hablamos es del aceite de oliva. En un momento dado, para tratar de establecer un puente entre el Viejo y el Nuevo Mundo, me pongo a hablar de Estados Unidos y digo que la comunidad médica recomienda el consumo de aceite de oliva virgen extra para contribuir a reducir el colesterol malo.

Hasta el último de ellos me mira con una expresión rayana en la misericordia, de modo que sigo hablando rápidamente y les informo de la postura estadounidense que promociona «la dieta mediterránea».

—Está basada en el consumo de las frutas y las verduras más frescas, hidratos de carbono complejos, pescado de agua dulce, pescado de mar y una pequeña cantidad de carne animal, todo rociado con cantidades generosas de aceite de oliva recién prensado y vino tinto honesto: muchos médicos estadounidenses la consideran el plan de alimentación más sano de la tierra.

Ante miradas que me taladran y manos que juguetean, prosigo:

—Desde luego, todo el mundo sabe que comer de este modo disminuye la enfermedad cardíaca y la obesidad, reduce la cantidad de radicales libres y favorece la longevidad —digo, aunque nadie simula siquiera prestarme atención.

Mi explicación ha quedado en nada, como si, en el vestuario de un gimnasio, un toscano dij ese a sus camaradas que levantar pesas desarrolla la musculatura.

El molinero se acerca al fuego justo a tiempo para pillar la última parte de mi discurso poco convincente.


Ah, signora. Magari se tutto il mondo fosse d'accordo con noi
. ¡Cómo me gustaría que todo el mundo estuviese de acuerdo con nosotros! Aquí hay gente que muere de un ataque al corazón, pero la mayoría en la cama y bastante después de cumplir noventa años.

Las risitas recorren la multitud.

—Pero veo que tiene experiencia con el aceite de oliva —dice.

Instintivamente me llevo la mano a la cara.

«¿Me quedará alguna marca reveladora de la cena de anoche?»


No, no, signora
—dice un hombre, tal vez el mayor del grupo—. No tiene ninguna mancha. Se refiere a su cutis. Tiene lo que aquí llamamos
pelle di luna
, piel de luna: su piel es luminosa.
È abbastanza comune qui
, por aquí es bastante habitual entre las mujeres del campo. Es la luminosidad que tienen los que consumen aceite de oliva durante toda su vida. Pero ¿hay aceite de oliva en Estados Unidos?

—Pues sí, en Estados Unidos hay aceite de oliva, aunque la mayoría se importa de los países del Mediterráneo, pero, lamentablemente, en realidad no he consumido aceite de oliva toda la vida, aunque lo uso para lavarme la cara desde que era adolescente —digo.

Tan humilde revelación de mi arreglo personal los anima. En aquel rincón cálido junto al fuego, que huele a vino y a humo, me cuentan a gritos seis o siete historias: a una sobre una abuela que, al morir, tenía la piel más suave que el culito de un bebé la supera otra sobre una bisa.buela que se protegía del sol con sombreros, se limpiaba la cara con aceite de oliva y agua de rosas y murió a los ciento diez años, un día después de que alguien la confundiera en misa con su propia nieta.

Aprovecho la oportunidad, porque me siento parte de lo que ocurre, y me atrevo a revelar un poco más.

—También preparo una papilla con harina gruesa de maíz y aceite de oliva y me la extiendo sobre la cara y el escote, la dejo actuar como una mascarilla y después me la quito frotando.

Esto estimula una serie de anécdotas que se gritan con más estridencia aún. Una de las mujeres los llama
gesti di
bellezza
, «gestos de belleza», y cada uno de ellos —hasta los hombres— está dispuesto a compartir la fórmula mejor guardada, más eficaz y más antigua para el cuidado de la piel que jamás haya adornado el rostro y el cuerpo de ninguna campesina.

Hay una cura que consiste en aplicar sobre la piel, durante doce días seguidos, uvas de vino recién trituradas y dejarlas reposar una hora o más. Me parece razonable, si tenemos en cuenta que ahora están de moda los ácidos alfa hidróxidos, que son la versión química de los ácidos frutales y sirven para que la piel quede brillante y tirante, porque eliminan las células muertas. Sin embargo, dicen, a este remedio hay que agregarle una directriz más: durante los doce días, solo hay que comer uvas de vino. Uno tiene que subsistir a base de uvas de vino y agua mineral y descansar todo el día en la cama. Esta cura desintoxica, purga y purifica. Y no solo la piel, dicen, y añaden a gritos que las clínicas lujosas de Alto Adigio, en la frontera con Austria, ofrecen la misma cura más una hora de masaje corporal diario y piden diez mil dólares por semana. Muchas cabezas se sacuden.

Escucho atentamente todas las recetas para alcanzar la juventud eterna. Me entretienen y me informan, pero una se convierte enseguida en mi. favorita. Un caballero de ochenta y ocho años que se presenta ante mí como «viudo y sin compromiso» cuenta lo que hacía su madre:

—De una hogaza redonda de pan de dos kilos que apretaba contra sus pechos, cortaba rebanadas gruesas, moviendo el cuchillo como una sierra, cada vez más cerca, con lo cual hacía peligrar el futuro nutricional de mi hermanito, que era bebé. Cogía las rebanadas y las ponía en remojo en leche fresca de burra y, cuando estaban bien empapadas, llevaba aquella porquería a su cama, se acostaba bien plana, se acomodaba, se presionaba el pan chorreante contra la cara, sobre los ojos, y finalmente cubría toda la zona con una toallita de hilo. Así descansaba toda la tarde, tranquila en su dormitorio con los postigos cerrados, tan quieta como si estuviera muerta, y no se levantaba hasta la hora de preparar la cena. Realizaba esta cura cada vez que tenía el período, aunque, evidentemente, esto no lo supe hasta mucho después, cuando transmitió la receta a mi mujer. No tardé mucho en asociar la cura de leche de burra con el vacío que me hacía mi esposa durante una semana.

—Pero ¿tenían las dos una piel hermosa?

—La más hermosa de todas, diría yo. La cara era angelical, aunque el carácter no lo era tanto.

Sobre ambas verdades circula un murmullo de asentimiento.

Después de pasar una hora o algo así en torno al fuego del molino, alguien que se va al pueblo en coche se ofrece a llevarme a casa, conque a eso de las cinco estoy otra vez con Fernando. Regodeándose en su insolencia, está en el mismo lugar donde lo dejé, recibiendo a su corte delante del fuego y sin el menor atisbo de gripe. Tiene su tos habitual de fumador, exagerada por la melancolía. Como un príncipe veneciano que protesta por el invierno, se sienta bien acicalado en el sofá, con una hermosa bufanda de lana con flecos en torno al cuello y el cuerpo envuelto en un acolchado de seda roja. ¡Cuánto aborrece el frío! Y esto no es más que el comienzo de los —como mínimo— cuatro meses oscuros que tenemos por delante. Sin embargo, sé que todo irá bien. ¿Acaso no mela ha dicho Florì?
«Tutto
andra bene, Chou Chou, tutto andra molto bene. Vedrai.
Todo saldrá bien, todo saldrá bien, ya lo verás.»

Hace seis o siete semanas que no viene, porque ha habido algún problema en la familia para la cual trabaja y ahora se queda toda la semana en Città della Pieve y solo regresa a su casa una vez por semana durante algunas horas, para asegurarse de que todo esté bien aquí. Sin embargo, no la he visto, ni siquiera de lejos. Barlozzo dice que entra y sale rápidamente y que está distraída e inquieta por lo que ocurre en aquella familia. Le voy dejando notitas en el buzón, que siempre desaparecen al cabo de uno o dos días, pero no recibo ninguna respuesta. La echo de menos.

Recolectamos todas las aceitunas en tres días; la mayoría de nosotros hacemos solo turnos de una o dos horas, ya que siempre parece haber rondando un pequeño ejército: suben a buscar las cestas que han llenado los recolectares, echan los frutos en grandes portaderas de plástico y separan las ramitas y las hojas que se hayan colado. Aunque haya acabado mi turno en los árboles, me quedo en el olivar, recogiendo y corriendo con los demás, y después voy en el tractor al
frantoio
a eso de las tres, cuando acaba el trabajo del día. Barlozzo se las ingenia para pasar por uno o dos lugares, aunque no recolecta y ni siquiera colabora mucho, sino que estrecha manos, abraza a la gente, les pregunta por sus familias, frota una ci dos aceitunas entre el pulgar y el índice, las muerde y se pasa la pulpa por toda la boca, la mastica y sacude la cabeza afirmativamente, con la boca bien cerrada formando una u invertida, el gesto que hacen casi todos los italianos para manifestar aprobación. Observo aquella habilidad del duque y que su presencia anima a esta gente. De todos modos, lo noto nervioso. Una mujer le pregunta por Florì: «¿Está mejor?».

Supongo que se refiere a otra Floriana, porque, como a Barlozzo no le gusta la pregunta, la rehúye. Si se trata de · «nuestra» Floriana, ¿por qué no se limita a decir la verdad: que está ayudando a la familia para la que trabaja a atravesar un momento difícil, como nos ha dicho a nosotros? Sin embargo, no dice ni una palabra. Lo observo mientras él sigue mirando a la mujer por un instante y después lo observo mientras se aleja. Seguro que es «otra» Floriana la que ha dibujado esta desesperación en el rostro del duque.

«Por supuesto que es otra», me digo una y otra vez.

Sin embargo, cuando se me acerca, hago como que le voy a dar un beso y le susurro con fuerza al oído.

—Dime ahora mismo lo que le pasa a Floriana.
Ti prego.
Te lo suplico.


Ne parliamo più tardi
. Después hablamos —se limita a decir.

Son palabras inocentes hechas de espanto y que saben a metal. Me dan vueltas en la cabeza. Comprendo que ahora no me va a decir nada más y me alejo de él.

Igual que el día anterior y el anterior a aquel, consigo que me lleven a casa en coche y me voy a mimar al príncipe melancólico. Después subo y me preparo un baño y me sumerjo en el agua caliente hasta que estoy débil, enrojecida y sollozando. Como me ocurre siempre, esta tristeza no procede de una sola herida sino de muchas que se juntan: vienen todas a ponerse en cuclillas a mi alrededor como una convención de arpías. Echo de menos a mis hijos y algo muy malo le ocurre a mi amiga de los ojos color ámbar y algo —tal vez sea lo mismo— muy malo le ocurre al duque. Ahora sé que aquello de lo que no podía hablar era la pena por Floriana. Además, Fernando está preocupado por algo y no sé por qué. Sin embargo, la guinda del pastel ha llegado hoy en forma de una nota de nuestro amigo Misha, que vive en Los Ángeles, un hombre que es pura melancolía rusa. Dice la nota que va a venir de visita en febrero. Solo a Misha se le puede ocurrir venir a la Toscana en febrero y, aunque lo quiero muchísimo, en este momento no estoy preparada para su escrutinio ni para sus preguntas, que siempre vienen ya empaquetadas con sus respuestas, ni para su vigilancia meticulosa. Ya sé lo que me dirá: «¡Ah, Pollyana, la de los ojos color azúcar moreno! ¿Qué has hecho con tu vida?».

Como casi siempre desaprueba lo que hago, hace años que Misha me hace esta pregunta. Me ha querido, ha sido mi guía y, no obstante, siempre lo ha exasperado lo que él ásperamente llama mi «vehemencia». ¡Cuántas conversaciones habrá comenzado diciendo: «Si al menos me hicieras caso…»! Estoy impaciente por presentar a Misha y a Barlozzo. Harán una buena pareja de coléricos sacerdotales. Ahora que lo pienso, si a ellos dos les sumo el príncipe melancólico, me la pasaré cocinando y horneando para una convención de
weltschmerz
. Aparte, es posible que, a estas alturas, algo del lloriqueo de las arpías tenga que ver conmigo, con mi altivez, con la parte de mí que en este momento flaquea, anonadada por la locura extravagante de creer que podría ganarme la vida pura y simplemente porque deseaba hacerlo.

Cuando me doy un baño yo sola, Fernando sabe que no es el baño lo que quiero, sino esconderme, así que espera un buen rato antes de subir con dos copas largas de Prosecco en una bandejita. Continúo en remojo y sollozando. Bebemos a sorbos el vino frío y después me seca el agua de vainilla con una toalla de hilo del color del trigo agostado. Le digo sin palabras todo lo que quiero decir y él, sabiendo que mi silencio no se debe a que haya tenido un día difícil entre los olivos, también escoge el silencio. ¡Cómo me gusta que no me pregunte lo que me pasa, sino que confíe en que es algo que prefiero guardar para mí por el momento!

Me envuelvo en el albornoz y le pregunto:

—¿Tienes hambre?

—No, no estoy enfadado
[1]
en absoluto. ¿Tú sí?

—Un poquito.

—¿Por qué? ¿Con qué? ¿Me contarás lo que ha pasado?

—No sé lo que ha pasado. No ha pasado nada y ha pasado todo. Son las ocho y tengo hambre.

—¿Qué tiene que ver la hora con que estés enfadada?

—Porque alrededor de esta hora todos los días mi cuerpo está acostumbrado a que lo alimente. ¿A qué vienen tantas preguntas? Siento apetito, que es un estímulo natural y algo muy sencillo. Simplemente tengo hambre.

—No creo que el enfado sea
un stimolo naturale
. Estar enfadado es sentir una emoción. Es la respuesta emocional a algo o a alguien, de modo que dime: ¿por qué estás enfadada?

—Solo tengo hambre o, al menos, solo tenía hambre. ¿Por qué tienes que analizar algo tan sencillo y buscar algún significado más profundo?

—No estoy buscando un significado más profundo, sino, sencillamente, no entiendo por qué estás enfadada. No entiendo nada de nada. Aunque, ¿estás enfadada? A lo mejor lo único que necesitas es comer algo.

Cuando vuelvo al iado del fuego, lo encuentro bien vivo y activo y, delante de él, la mesita preparada para una cena sencilla. Todas las velas de la habitación están encendidas y Fernando está en la cocina, afanándose, preparando algo. Me llega el olorcito del crepitar de una cebolla en mantequilla.

—Fernando, ¿qué estás cocinando que huele tan bien?

—Estoy cocinando una cebolla.

—¿Una cebolla?

—Solo por el perfume. Ya sé que te gusta mucho el olor de la cebolla cuando se sofríe. «Cuando uno sofríe cebollas en mantequilla, huele a casa.» ¿Acaso no es lo que dices siempre? No pude encontrar nada más para cocinar con eso, de modo que solo comeremos la cebolla. ¿Te parece bien?

—Perfecto. Me muero de ganas.

Ha cortado en rebanadas una salchicha seca de jabalí y la ha dispuesto en un plato con una cuña de Taleggio y un poco de parmesano desmenuzado; ha puesto pan y un plato de la mermelada de peras que hicimos en octubre y otro de jengibre confitado. Con una floritura sirve la cebolla. El Prosecco se inclina en el cubo de hielo y nosotros, el uno en el otro, sintiéndonos cómodos juntos. Nos reímos tranquilamente de nuestra permanente incapacidad para comprender el idioma del otro.

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