Ya en el estudio, fue directo a mojarse la cabeza debajo del grifo y la recuperación fue total.
La ciudad aún estaba llena de ruidos. Abajo el tráfico era intenso aunque la hora punta ya había pasado. Curiosamente, el coche rojo estaba aparcando exactamente debajo de él; esta vez no necesitaría ajustar su posición.
«Razones para volver a la cama...» Fue una simple formalidad. No encontró ninguna; tampoco se devanó los sesos. Había tenido toda la tarde para pensar; se dijo que no iba a ver precisamente la luz durante ese puñado de segundos.
«Razones para saltar: Clara se ha ido; no he conseguido amargar ni un instante de su vida; no aguantaré sin ella; no tengo trabajo; hace frío; ya no veré nunca más a esa cabronceta de doce años... Clara se ha ido.»
El plato de la balanza se inclinó pesadamente y sin resistencia en el otro lado. Y esta vez no quedaba ninguna sorpresa en la recámara de su cerebro.
Cerró los ojos y respiró hondo un par de veces. Abrió los brazos y se despidió de sí mismo. Había perdido la batalla contra Clara, pero dentro de unos segundos ya nada importaría.
Volvió a abrir los ojos para afinar la puntería sobre el coche rojo. Y entonces un objeto pesado y amarillo cayó con estrépito sobre el plato vacío de la balanza.
De pronto, los dos platos estaban en equilibrio.
Sesenta metros más abajo, el vehículo amarillo se detuvo delante de la entrada del edificio. Clara y Mark salieron del coche, cada uno por un lado. Clara fue directamente hacia la acera. Mark se quedó esperando a que el taxista sacara las maletas.
«Ha pasado algo.»
Y el peso de las maletas empujó el segundo plato hacia abajo.
Instintivamente, Cillian echó el pie hacia atrás y regresó al suelo de la azotea. Clara estaba allí. No se había ido. No debería aguantar sin ella una semana entera. Corrió hacia el interior del edificio.
Devoró el tramo de escaleras hasta la última planta y llamó a los ascensores. Los dos. En la excitación, su mente recordó todas las veces que había estado a punto de morir, convencido de que nada podía impedir que su cráneo se estrellara contra el asfalto. La razón para seguir adelante siempre llegaba de forma inesperada, ofrecida en bandeja por eventos que quedaban fuera de su alcance. Volvió a pensar en aquella noche lejana... él subido a la barandilla de un puente... el hombre que hacía jogging... el coche que se daba a la fuga.
Llegó el primer ascensor; Cillian bloqueó el cierre de las puertas correderas con una maceta. Se metió entonces en el segundo.
Cruzó corriendo el pasillo desde el ascensor hasta la puerta del 8A. Abrió con sus llaves y tuvo la sensación de que esa vez no había ojos indiscretos que le estuvieran espiando.
No llevaba su mochila, no le había dado tiempo a organizarse. Fue al primer cajón de la cocina y cogió un cuchillo. No era tan manejable como su bisturí, pero por lo menos así se sentía más valiente.
El trabajo de la noche anterior de búsqueda y reconocimiento de todos los posibles escondites de la casa le llevó a ocultarse, sin inútiles demoras, en el cuarto de invitados. Se metió en la habitación oscura y dejó la puerta entreabierta.
Pocos minutos después, la luz de salón se encendía y el retumbar de los tacones de Clara y de los mocasines de Mark invadió el ambiente. Caminaban despacio. En silencio. Cillian confirmó su primera impresión: «Ha pasado algo».
Por fin Mark se detuvo. Poco después lo hizo Clara. No podía ver sus rostros, pero ese silencio era cuando menos sospechoso. Mark fue el primero en hablar.
—No te pongas así, joder. ¿Cómo quieres que reaccione?
La voz de Clara sonó seria, insólitamente oscura.
—¿Cómo? Por ejemplo, sin dar por sentado que soy una mentirosa.
—Nunca he dicho que lo seas.
—Claro que sí. ¡No lo niegues!
El tono entre los dos era seco. Los ojos de Cillian se iluminaron en la oscuridad del cuarto.
—Clara, ponte en mi lugar. No te veo desde hace... siete semanas. Cada vez que lo hacemos, me pongo condón... y... —se detuvo unos segundos.
—¿Y qué? —le atacó Clara, agresiva.
—Y... tengo motivos para estar como mínimo sorprendido. Sólo eso.
Cillian asomó ligeramente la cabeza al pasillo. Podía ver la sombra de Clara proyectada en el suelo. Parecía que estaba de pie, de espaldas a la ventana.
—¡Y yo, joder! Pero no voy a aceptar que insinúes...
Un escalofrío recorrió entonces la espalda del portero. Le sorprendió esa reacción tan normal, tan común, tan humana. Nunca había imaginado que alguna vez viviría ese momento. «Voy a ser padre», se dijo, emocionado.
—No insinúo nada, sólo digo lo que hay.
—Lo que hay es que ha pasado algo perfectamente explicable. —Clara seguía rabiosa—. El condón falló y los espermatozoides se quedaron vivos en la vagina unos días. Lo has oído. Puede ocurrir.
—Lo he oído. Técnicamente puede ocurrir. —La manera como Mark había resaltado el «técnicamente» dejaba a las claras su recelo.
La mente de Cillian empezó a correr por libre. No sabía si Clara iba a tener o no ese niño. Pero, en ese presente, Cillian iba a ser padre, y eso no se lo quitaba nadie. Se sentía feliz y no sabía exactamente por qué. No era por amor hacia una criatura, que ni conocía ni tenía interés en conocer. No era por cariño hacia la madre, a la que odiaba con todo su ser. Pensó entonces que tal vez era por el hecho de vivir una experiencia humana a la que nunca creyó que podría acceder. Se sentía feliz porque iba a satisfacer una curiosidad personal.
—¡Vete a la mierda! —la voz de Clara devolvió a Cillian a la realidad.
Clara caminó colérica hacia el dormitorio. Cillian dio un paso atrás para ocultarse mejor en la oscuridad del cuarto. Durante una fracción de segundo la vio, con la cabeza baja, pasar como una exhalación. Demasiado rápido para estudiar su rostro.
Siguió un violento portazo.
«La fístula empieza a doler», pensó Cillian.
La casa permaneció en silencio. Ninguno de los tres ocupantes daba señales de ningún conato de movimiento.
A las 23.40, después de más de dos horas de una quietud sepulcral, Cillian tuvo la prueba de que Clara aún no se había dormido. Fue un sonido sutil, apenas perceptible, intermitente. La chica estaba llorando en su dormitorio. Un llanto sofocado pero incontrolable.
Cillian no fue el único que lo oyó. Mark, en el salón, se atrevió a dar unos pasos hacia el pasillo. Se paró y aguzó el oído. Entonces se acercó despacio a la puerta cerrada del dormitorio.
—¿Clara? —susurró.
Pero la única reacción al otro lado fue el cese del llanto. Desde su posición, Cillian vio que el chico hacía un amago de abrir la puerta pero se retenía de inmediato. «Aún está molesto», celebró Cillian. Mark regresó, abatido, hacia el salón. Probablemente se tumbó en el sofá y el silencio más absoluto volvió a envolver la casa.
Saboreó su victoria. A pesar de no poder verlo con sus propios ojos, había conseguido su objetivo: Clara había perdido esa maldita sonrisa. Clara estaba destrozada, llorando sobre su cama. Se sentía satisfecho, pero no saciado. Percibía que podía llevar esa situación un poco más lejos y sentir ulterior e intensa felicidad. Y recibiría todo lo bonito que viniera como un regalo del cielo.
Tuvieron que pasar otras tres horas hasta la siguiente novedad. La luz del salón se apagó. Mark se disponía a dormir. Era de suponer que en el sofá.
Cillian se mostró paciente y dueño de la situación. Esperó una hora más. A las 3.40 de la madrugada se aventuró por el pasillo. Descalzo, con sigilo. Se asomó al salón y vio la silueta de Mark tumbado en el sofá y tapado con una de sus americanas como manta.
Al otro lado, el dormitorio seguía cerrado. Cillian fue hasta allí apoyó la oreja en la puerta; no oyó ningún sonido.
Se dispuso a entrar en acción. Abrió su lugar secreto en el armario del cuarto de invitados. El frasco de cloroformo casero y concentrado estaba allí, al lado de sus desodorantes.
Se ató un fular de Clara al cuello, se tapó con él la boca y se aproximó al hombre tumbado en el sofá. Mark estaba girado hacia el televisor, por lo que Cillian no podía ver si tenía los ojos cerrados o abiertos. Su respiración era ligera, nasal, apenas audible. Cabía la posibilidad de que estuviera despierto. La intensa discusión del día justificaba una noche insomne.
El portero, sin detenerse, aferró el cuchillo en su mano derecha. Lo importante era no hacer ruido para, por lo menos, contar con la baza del efecto sorpresa tanto si el novio de Clara estaba despierto como dormido.
Llegó a la altura del respaldo del sofá. Mark yacía de lado. Cillian acercó despacio su mano derecha al cuello del hombre. La punta del cuchillo a poca distancia de su piel. Si se levantaba o se daba la vuelta de repente, se encontraría con la hoja en sus carnes. A continuación acercó la mano izquierda con el trapo empapado en anestésico.
Mark reaccionó como Cillian esperaba: siguió en su sueño profundo pero pasó a respirar por la boca; no movió ningún músculo.
«Éste ya está.»
Cillian volvió a empapar el trapo con nuevo cloroformo y se dirigió hacia el dormitorio.
Aguantó el trapo y el cuchillo con la misma mano y abrió la puerta despacio. Pensó que si Clara estaba despierta, en la penumbra le confundiría con Mark, lo que le daría tiempo de abalanzarse sobre ella. Pero no fue necesario. Después de la intensa tormenta emocional, Clara, como Mark, había entrado en un estado de sueño profundo. Presionó el cloroformo contra su nariz y acto seguido encendió la luz de la mesilla de noche.
—Has llorado mucho, ¿verdad?
El rostro de la chica aún estaba mojado, como la manta de la cama, cerca de su mejilla.
Le acarició el vientre; en su interior estaba su hijo. Y esta vez no sintió ninguna emoción. Había satisfecho su curiosidad. Se dio cuenta de que ese principio de feto ya no representaba nada para él.
—Todo este cloroformo no le sentará demasiado bien al niño...
Pero estaba contento. Contento como nunca. Por fin su mejor antagonista había dado señales de derrota. Un logro que parecía imposible hacía sólo una horas.
—Las cosas cambian rápidamente, Clara.
Se sentía tan feliz que deseó que ese momento no acabara nunca. Estaba disfrutando de su vida y no quería perder esa sensación. Decidió concederse un placer terrenal.
Se tumbó al lado de la chica. Le bajó la falda y las medias, procurando no romperlas. En el baño no había leche corporal ni ningún otro producto para lubricarla, como había hecho las noches anteriores. Así que procedió con más delicadeza.
Se movió suave detrás de ella.
La penetró presionando su abdomen contra la espalda de ella, abrazándola con las manos cruzadas sobre sus pechos. Despacio. Feliz. Vivo.
Abandonó el piso a las cinco de la madrugada. Clara, vestida de nuevo y aseada, seguía tumbada transversalmente en la cama, como el portero la había encontrado. Mark yacía de lado en el sofá.
Después de la larga ducha matinal, se enfrentó a un pequeño pero inusual problema. Ahora que le habían despedido, debía decidir cómo ocupar el tiempo a lo largo del día. Se conocía bien y sabía que no hacer nada no era una alternativa conveniente. Su cabeza daría mil vueltas a lo que había ocurrido la noche anterior y transformaría en fracaso lo que hasta ese momento era un éxito indudable. Su mente necesitaba estar ocupada en cosas cotidianas.
Dejó el uniforme colgado en el perchero del armario. Salió del estudio con un ligero retraso respecto a su rutina de trabajo; no había dormido ni un minuto. La excitación le mantenía despierto.
La cancela exterior estaba abierta; nadie se había preocupado de cerrarla la noche anterior. El suelo delante de la entrada estaba tapizado por una sutilísima capa de hielo que se resquebrajó sin resistencia bajo sus zapatos. Observó unas huellas y dedujo que algunos vecinos ya habían salido, sin percances. Pensó entonces que por la noche podría echar agua allí para que al día siguiente el hielo estuviese más grueso y resbaladizo. Su agenda empezaba a llenarse de tareas.
Se encaminó a una cafetería, como hacía los fines de semana, para desayunar sentado a una mesa, leyendo el periódico.
Después de doblar la esquina entre la calle Sesenta y cinco y la Quinta Avenida, oyó una voz al otro lado de la calle:
—¡Cillian, Cillian! ¡Estamos aquí!
La señora Norman, acompañada por su pequeña manada, le hacía señas desde el parque. Cualquier otro día habría fingido no verla. Pero esa mañana no le dio ninguna pereza cruzar la calle e intercambiar las frases habituales con la anciana. Esa mañana todo era positivo.
Elvis le saludó alegre, como siempre.
—¡Cómo te quiere! —comentó, orgullosa, la anciana—. No creas que es así con todos... Los perros reconocen a las buenas personas.
Cillian acarició al animal.
—¿Qué tal se encuentra hoy, señora Norman?
—¿Qué tal te encuentras tú? —preguntó ella con aire grave.
—Bien.
—Me alegro, querido... me alegro de que te lo tomes así. ¿Sabes qué? Como pensábamos que tal vez estarías un poco abatido, las chicas, Elvis y yo te hemos preparado una tarta.
Cillian reaccionó como solía hacer en esos casos: abrió los brazos, se encogió de hombros y reclinó la cabeza hacia un lado, dando a entender que no tenía por qué haberse molestado.
—Y si vas a decirme que esta noche sales con tu chica, no pasa nada. Metes la tarta en la nevera y te la comes mañana o pasado mañana. Solo o con ella.
—Pues muchas gracias. Un verdadero detalle. —Cillian sonrió. Su rostro reflejaba la felicidad que estaba viviendo, y no le parecía necesario ocultarla.
—¿Seguro que estás bien?
Se dio cuenta entonces de que la señora Norman deseaba que estuviera hecho polvo para poder levantarle el ánimo.
—No se preocupe, encontraré otro trabajo.
—Que sepas que yo no tengo absolutamente ninguna queja. Al contrario, me pareces un chico muy educado y simpático. Mejor que el de antes. Te voy a echar de menos. Y los chicos también.
Los ojos de la señora Norman se humedecieron. Cillian le puso una mano en el hombro y después le acarició la mejilla con ternura. Notó el escalofrío que recorrió la piel de la anciana, nada acostumbrada al contacto físico ajeno. La mujer se sonrojó. Incluso inclinó la cabeza hacia la mano de Cillian, atrapándola delicadamente entre su arrugada mejilla y el abrigo.