Clara miró sin ver a la asistenta. Abrió los brazos... como suplicando una explicación, como si no entendiera nada de lo que había ocurrido.
—Su bebé la necesita.
Nacha le tendió el pequeño y Clara salió entonces de su ensimismamiento. Miró al niño, que chillaba a pleno pulmón, y su rostro se desencajó en una mueca de dolor absoluto.
Empezó. «Razones para volver a la cama: lo que acabo de hacer con Clara me animará durante un buen tiempo... mi madre merece sufrir más... puedo encontrar un nuevo trabajo.»
Agarrado a un barrote del puente, se secó la cara mojada por la lluvia. «Razones para saltar: nunca conseguiré repetir lo que he hecho con Clara... no aguantaré mucho como fugitivo... mi madre sufrirá igualmente... pronto volverá a hacer frío.»
La balanza estaba en equilibrio, no se decantaba hacia ninguno de los dos lados. Empate. Se imponía una segunda tanda de razones.
Su mirada se posó entonces en la valla publicitaria. Esas tres chicas sonrientes, procedentes de distintos lugares del globo terráqueo, le comunicaban que ahí fuera había millones de personas listas para que Cillian destruyera su felicidad. Había millones y millones de sonrisas por borrar.
Pensó que, muy probablemente, la fantástica experiencia vivida en el Upper East no se repetiría, pero el mundo seguía ofreciendo motivos para sobrevivir. La cuestión estaba en saber contentarse.
Supo al instante, que no lo lograría. A medida que pasaban los años se había vuelto cada vez más exigente; el listón de condiciones mínimas para seguir en el mundo de los vivos era muy difícil de alcanzar.
Clara le denunciaría, y si algo tenía la policía eran sus huellas, además de todos sus datos anagráficos que nunca se había preocupado en ocultar.
Era consciente de cuáles eran sus habilidades, de su eficaz pericia en la artesanía del pequeño dolor, pero también conocía sus puntos débiles, su incurable torpeza y su incapacidad para soportar la presión cuando las cosas se volvían complicadas, cuando el juego se hacía serio. Si sobrevivía, le esperaba una existencia de verdadero fugitivo. Tendría que ocultarse continuamente, necesitaría construirse una nueva identidad, viviría en continua alerta. Demasiado para un tío que se ponía nervioso por la mirada perpleja de la dependienta de una perfumería. «¿Estás preparado para todo esto, Cillian?»
La balanza dejó de estar en equilibrio.
Cerró los ojos y echó la pierna atrás. Bajó de la barandilla con un salto ágil. Se puso el chubasquero y emprendió, despacio, el regreso a casa. Pensó que la cesta de la ropa para planchar volvía a cobrar sentido y que su madre tendría trabajo por su culpa.
Las calles estaban mojadas por la lluvia reciente. El vecino del 10B detuvo su coche delante de la puerta del edificio. Los últimos acontecimientos le habían hinchado el ego. Se sentía casi como una especie de héroe.
De hecho, él siempre había desconfiado de Cillian, y el día en que seis agentes de la policía habían entrado en el edificio buscando pistas sobre el verdadero asesino del novio de la señorita King y haciendo preguntas a todo el mundo por si sabían algo del paradero del antiguo portero, el vecino del 10B se había sentido como un profeta por fin comprendido. Él, desde el principio y antes que nadie, había sospechado que ese Cillian no era trigo limpio. Y ahora, después de la denuncia de la pobre señorita King, los hechos lo confirmaban de forma aplastante. A ver quién se atrevía ahora a tacharle de simple cascarrabias.
El vecino del 10B tocó ligeramente el claxon.
El nuevo portero, un chico afroamericano, grandote y con cara de buen chaval, se asomó enseguida a la calle. Los dos hombres se saludaron cordialmente, mientras el vecino salía con un par de bolsas y el nuevo portero entraba en el coche para aparcarlo en el primer sitio que encontrara libre en la zona.
El nuevo fichaje encarnaba las características humanas y profesionales que el vecino del 10B requería en el portero de su edificio. Ése era un buen chico, lo presentía, y, vistos los precedentes, su intuición era prácticamente infalible. Los primeros meses de servicio habían confirmado esa sensación. El nuevo portero nunca había llegado con retraso, siempre se había mostrado atento y servicial, educado y con buena presencia. El cambio respecto al anterior era abismal; para bien, por supuesto.
—¿Quiere que le ayude con las bolsas?
—No, no, no hace falta... pero gracias.
—Le subo ahora mismo las llaves.
El vecino del 10B se volvió hacia la casa y el nuevo portero encendió el motor del coche rojo.
Un estruendo.
El impacto fue tremendo, inesperado, ensordecedor.
Las bolsas del vecino del 10B se le cayeron al suelo, del susto, y las naranjas se desparramaron por la acera. El vecino se dio la vuelta, aterrorizado. El techo de su coche estaba completamente hundido, los cristales reducidos a añicos, el claxon pitaba enloquecido.
El hombre buscó con la mirada al nuevo portero, desaparecido bajo el techo destrozado de su coche. Tardó en percatarse, a pesar de que lo tenía delante de sus ojos, del cuerpo que yacía sin vida sobre su coche, siniestrado para siempre.
No fue fácil reconocerle. El choque, después de una caída de sesenta metros, había tenido efectos devastadores sobre el cuerpo. Pero era él. El antiguo portero. Y ya no había riesgo de que se diese a la fuga.
Cillian, con sus vaqueros y su camisa recién planchada, había decidido jugar su última ruleta rusa en el lugar en el que se había sentido más cerca de la felicidad.
Tenía treinta y un años, un mes y doce días. Y ya no le quedaban razones para quedarse.
Durante la escritura, lejos de estar solo y aislado en un estudio delante de un ordenador, recibí el apoyo, la ayuda, los consejos y el cariño de personas a las que es debido un agradecimiento sincero:
En primer lugar agradezco el apoyo a Julio Fernández y Carlos Fernández, que han apostado por el guión, poniendo la primera, importantísima piedra de todo este proceso. Y gracias también por los once años transcurridos en Filmax, que recordaré siempre y que van más allá de este proyecto.
Después a Teresa, compañera de muchas batallas en la productora y la primera persona externa a mi familia a quien dejé leer el guión y que me animó enormemente con su entusiasta «muy mal no está». Junto a Teresa, gracias a los compañeros de Filmax, desde Desarrollo a Producción (Carla, te incluyo aquí), Marketing, Prensa (Katia y Vas a Ver), Cine, Internacional, Administración, Financiero y Legal que, con su apoyo y entrega, han permitido y contribuido a convertir la película en realidad.
Gracias a Jaume, el amigo que, en el mar de propuestas que le rodeaban en ese momento, decidió que
Mientras duermes
fuera su siguiente película como director. Gracias por haber conseguido que el guión creciera, por haber despertado el interés de tanta gente a su alrededor, y por haber hecho una película que me emociona y enorgullece enormemente. Gracias.
Gracias a David de Plaza y Janés, que ha creído, desde el principio, en esta idea extraña de película y novela en paralelo. Y muchísimas gracias a Emilia, compañera de viaje en la novela, que me ha hecho conocer y descubrir todo lo positivo del trabajo de una editora literaria. Gracias.
El último agradecimiento, pero el más grande, es para mi primera lectora y mucho más que eso. Gracias, Aurelia, por ser paciente e incansable receptora de todo lo que pasa por mi cabeza, por ser siempre mi lúcida consejera a la hora de tomar el camino correcto, por no perder nunca el entusiasmo y la fuerza de animarme, por haber estado y estar siempre ahí. Gracias porque, en el improbable caso de subirme a una azotea, serías siempre una razón incuestionable para hacer caer la balanza al mismo lado y volver seguro a la cama. Gracias.
Dedico esta novela a la memoria de mi madre, Anna, a quien —contrariamente a nuestros Cillian y César con las suyas— siempre he admirado y amado, y a quien sigo añorando muchísimo.