La depresión había durado poco. Cuando unos días después, Alessandro vivió el revuelo que se montó en el edificio a través de los cotilleos animados de su madre y las vecinas, recuperó el entusiasmo. En cuanto se enteró de que el novio de Clara se había suicidado en la bañera del 8A, Alessandro supo que había sido Cillian. «¡Qué cabrón!», se había alegrado en su cabeza. Su amigo lo había conseguido.
La ventana volvía a estar a su alcance.
Desde entonces, cada día, se había ejercitado en solitario. Levantaba alternativamente las piernas debajo de las sábanas, flexionaba los dedos de los pies, fortalecía los músculos abdominales desfibrados. Incluso trabajaba los brazos, y había llegado a recuperar ligeramente el uso de los dedos y a reforzar los bíceps.
En algunos momentos, cuando su padre no estaba en casa y los sonidos de su madre trasteando en la cocina le hacían prever que la mujer tenía para rato, se había aventurado a dar un paseo solitario junto a la cama, para poder regresar debajo de las sábanas con relativa facilidad.
Pero Cillian se había equivocado en algo respecto a él. Los tiempos. La previsión de que Alessandro llegaría a la ventana antes del final del invierno se había revelado utópica, y no porque Alessandro no lo hubiera intentado con todo su ser.
Se había entrenado al límite de su capacidad, a base de incesantes y dolorosos ejercicios gimnásticos que Alessandro ponía en práctica con diligencia de marine todos los días, fines de semana incluidos. Pero la primavera había llegado, había transcurrido entera, la había relevado un cálido y soleado verano, y sólo ahora, al final de la temporada, Alessandro se sentía preparado. No había sido exceso de precaución, sino sentido del límite. Según sus cálculos, estaba adiestrado para llegar hasta esa ansiada abertura en la pared y ni un centímetro más.
Ahora, después de diez meses de autopreparación, conseguía levantar alternativamente las piernas durante más de diez minutos, en tandas de veinte flexiones por articulación y un descanso de sesenta segundos. Había conseguido levantar el brazo derecho hasta la altura del hombro y atrapar con su mano algunos objetos. Había sudado sangre para conseguir cada pequeño logro.
Sus padres lo celebraban como un milagro del buen Dios. Su madre incluso había empezado a cultivar la esperanza de que su desgraciado hijo pudiera volver a tener una vida, si no normal, algo digna. Alessandro había aumentado las horas de entrenamiento, pero la madre no pasaba menos tiempo rezando con su rosario de madera entre los dedos. Pedía, respetuosa y tímida, un milagro que, después de todo el dolor pasado, nadie consideraría pretencioso.
Volvió a mirar a su madre y a su tía, inmersas en los cotilleos, y pensó que era un buen momento. Se sentía con fuerzas. Además, su madre no estaba sola: su hermana intentaría consolarla en un momento tan dramático. Odiaba a sus padres, pero no les deseaba nada malo. Simplemente necesitaba librarse de ellos. Pensó también en su padre, ahora de compras con el viejo carrito. Mejor que no estuviera en casa, en caso contrario se sentiría responsable por no haberle vigilado lo suficiente. Ése era el momento.
Cerró los ojos y simuló quedarse dormido. Al rato percibió que las dos mujeres se callaban y, en silencio, abandonaban la habitación. Se fueron a la cocina para seguir allí con su charla y dejarle descansar en paz.
Abrió los ojos. Incluso habían tenido la delicadeza de entornar la puerta del dormitorio.
Se agarró al palo metálico de la cama en el que a veces, cuando estaba muy mal, colgaban los goteros de los sueros y los medicamentos. Los músculos abdominales, preparados, se tensaron y consiguió desplazar las piernas fuera de las sábanas. Sus pies tocaron el suelo, pero no pudo percibir si las baldosas estaban frías o calientes. Aún no había recuperado la sensibilidad.
Empujó entonces las caderas hacia fuera, presionando con las manos el borde del colchón. Se levantó aparatosamente, sin soltar el apoyo del palo de metal. Permaneció de pie, al lado de la cama, intentando superar el momento de mareo que siempre sentía al levantarse después de pasar muchas horas tumbado. Cuando la sangre volvió a fluir con normalidad por sus venas y arterias, soltó el palo.
La ventana estaba a poco más de tres metros. A su velocidad más rápida, tardaría entre doce y quince minutos. Aproximadamente cuarenta pasitos; una media de 10 segundos por cada paso de la pierna derecha y entre 25 y 30 segundos por cada paso de la izquierda. Descansaría más o menos a medio camino, cuando pudiera apoyarse en el respaldo de una silla. Lo tenía todo medido. En su cabeza lo había calculado todo mil veces.
Se concentró. Apretó los dientes y logró mover la pierna derecha. El pie se arrastró hacia delante unos cinco centímetros. Con la izquierda fue más difícil. Siempre lo era. Empezó a temblar. Sentía cómo las venas de su rostro se hinchaban. En su cabeza resonó la voz de Cillian: «La pierna izquierda, Alessandro. ¡Mueve esa bendita pierna!». Y el pie finalmente se sacudió.
De nuevo con la derecha. Desde la cocina llegaba el bullicio continuo e indescifrable de las voces de su madre y su tía y el tintineo esporádico de una cucharita contra una taza. Habían preparado café, ese café que a su amigo le gustaba tanto.
«La pierna derecha», volvió a resonar la voz del teniente. Y otra vez, con dificultad y dolor, el marine Alessandro logró arrastrar su pie.
Se estaba acercando. Hacía siglos que no veía el paisaje de allí fuera. Desde su perspectiva, ya avistaba la azotea del edificio de enfrente, con la pérgola de madera y algunas macetas colgantes con flores. Su mente se remontó a la noche de aquel desgraciado incidente, casi tres años atrás. Pero no fue un mal recuerdo. Pensó en sus amigos del
parkour
y les perdonó a cada uno el olvido al que le habían abandonado. Volvían a ser sus amigos, sus compañeros. Recordó otros saltos con ellos, otros movimientos plásticos, siempre superando cualquier obstáculo, siempre adelante sin nada que les detuviera. Recordó las risas y los gritos de ánimo. El rostro sonriente de su chica. Había perdón también para ella. Le perdonaba que no se hubiera quedado a su lado, que hubiera rehecho tan rápidamente su existencia, que hubiera seguido disfrutando de la vida sin volver la vista atrás, hacia su desafortunado ex novio.
Recordó la noche en que se conocieron. En una quedada en el mismo campus, siguiendo a un trazador francés, rubio, con el pelo muy largo. Rachel estaba allí con unas amigas, como simple espectadora. Era la más guapa de todas, Alessandro lo tuvo claro desde el primer momento. Y a pesar de que el estudiante francés parecía un ángel y se movía por la muralla como un bailarín, esa Rachel no paraba de mirarle a él. Rápidas y fugaces miradas. Después del salto, había ido a hablar con ella, utilizando el descarado manual de ligoteo universitario. Y a partir de entonces se habían visto casi cada día.
Él la había introducido en la práctica, la había presentado a los otros trazadores. Para ella nunca llegó a ser una filosofía de vida, sino sólo un deporte atrevido y adrenalítico. Pero lo pasaban bien juntos. Superaban armoniosos cualquier impedimento que se interponía en su camino.
Hasta aquella fatídica noche. Recordó los gritos de Rachel. «¡Vuela, Ale! ¡Vuela!» Y Ale voló. Más de lo previsto. Hacia abajo. Recordaba que había sentido que algo no iba como debía cuando estaba cogiendo carrerilla, pero, empujado por los ánimos de los amigos, no se detuvo. Sus pies se despegaron del suelo y la azotea del otro edificio de repente pareció demasiado lejana. La voz de una chica que gritaba histérica y un gran relámpago amarillo antes de que todo se volviera oscuro. Revivió en su mente el momento en que se despertó en el hospital, el rostro lleno de lágrimas de Rachel, la llegada de sus hermanos, de su padre. Recordó las visitas de su amor, cada vez más ocasionales, durante la larga estancia hospitalaria. Después, el rostro serio y frío de Rachel el día que fue a decirle que, sintiéndolo mucho, no podía renunciar a vivir y que le dejaba.
No le guardaba rencor. Ahora que estaba a pocos centímetros de la ventana, Ale volvía a sentirse amigo de sus amigos, hermano de sus hermanos, hijo de sus padres. Quería irse de este mundo sin rabia ni reproches. Volvía a ser el Ale de siempre, que se enfrentaba feliz y sin remordimientos a su último salto. Volvía a ser un
traceur
.
Y allí estaba. Incrédulo, emocionado, delante de la ventana: esa meta deseada cada minuto de su existencia después del accidente. Acercó sus dedos al cristal. Se estremeció al contacto con el vidrio, al ver las marcas de sus huellas. Podía mirar hacia fuera. Ver los árboles del parque dos manzanas hacia el oeste. Y la calle, más abajo, lista para acogerle. Su Clara estaba a su alcance.
Se despidió de todos y de todo. Y en su mente vio a Cillian, sonriente, apoyado en esa misma ventana, como le había visto mil veces desde su cama.
Alargó el brazo derecho, entrenado durante meses, y su articulación no le falló. Desbloqueó el seguro con el pulgar y el índice. Agarró con las dos manos la ventana entreabierta y empujó con los dos brazos hacia arriba, para abrirla totalmente. Y entonces la presencia de Cillian no fue sólo una recreación etérea de su memoria sino que adquirió materialidad.
Tras subir unos centímetros, la ventana se había quedado encallada. El raíl estaba obstruido por una punta metálica clavada en el marco a media altura. Alessandro aunó todas las fuerzas que le quedaban y dio un empujón hacia arriba. Inútil. La ventana no se movía. Comprendió la situación al instante. El teniente había traicionado al recluta. Ese trozo de hierro llevaba una firma bien clara. La imagen de Cillian dándole instrucciones cerca de la ventana mientras jugueteaba con el marco volvió a aparecer en su cabeza, y esta vez no fue un buen recuerdo. Ese maldito trozo de hierro que bloqueaba la ventana era el legado material del portero. Su última maldad en el edificio.
Su organismo se bloqueó, no podía mandar aire a los pulmones. Cillian, su supuesto amigo, le había hecho la jugarreta más vil que podía imaginar. El aire seguía sin entrar. La vista se empañaba. Cillian, su Cillian, se había burlado cruelmente de él. Abrió la boca, un espasmo de glotis, incapaz de tragar oxígeno. El aguijón del escorpión se había clavado en la piel de la rana, pero en este caso sólo la rana pagaba las consecuencias. Supo que Cillian seguía vivo en algún lugar del mundo, disfrutando de su dolor.
Sin oxígeno. Perdió el equilibrio. Cayó pesadamente hacia atrás. Un relámpago amarillo y todo fue oscuro. Otra vez.
Oscuro.
Cuando abrió los ojos, se encontraba en su cama. Tenía un gotero conectado a una vena. Un médico se ocupaba de él mientras su madre, su padre y la tía Matilde le miraban preocupados. Por desgracia, no había muerto.
Aunque su cuerpo estaba más atrofiado y castigado que nunca, su cabeza seguía funcionando a la perfección. La necesidad de entender le llevó a recordar todas las reuniones y conversaciones que había mantenido con Cillian tratando de dar el justo valor a cada palabra del portero. Y volvió a recordar la fábula de la rana y el escorpión que Cillian le había contado y que entonces no había comprendido.
Pensó en la amistad sincera que posiblemente se había creado entre la rana y el escorpión mientras cruzaban juntos las aguas del río o, lo que era lo mismo, el espacio del dormitorio de la cama hasta la ventana. Durante su aventura juntos, ¿quién ayudaba a quién? Alessandro llegó a la conclusión de que posiblemente, y al contrario de lo que parecía, él había ayudado más a Cillian, que el portero a él. El egoísmo intrínseco del portero era la clave. Pensó en la gratitud honesta y profunda que el escorpión llegó a sentir por la rana... Y estuvo seguro de que Cillian, en algún momento, llegó a apreciarle de verdad.
Y entonces, a partir de esa certeza, volvió a pensar en el aguijón que, como una puñalada, perforaba la espalda de la rana... porque ésa era la naturaleza del escorpión y nada se podía hacer. Cillian le había hecho daño muy a su pesar. Aun así, su traición no resultó menos dolorosa. Estaba seguro de que Cillian estaría gozando de lo que había logrado con su desgraciado amigo Alessandro. Porque ésa era su naturaleza y nada se podía hacer.
Al ver que se despertaba, la madre le cogió la mano, emocionada, mientras con la otra estrechaba el rosario y se lo llevaba a la boca para besarlo. La mujer le dijo algo que no entendió. Le pareció que se disculpaba por haberle dejado solo. No volvería a pasar. En adelante, nunca le abandonaría, nunca permitiría que le pasara nada malo.
Nunca, por nada del mundo, para siempre.
En el pequeño jardín, detrás de la casa colonial, Clara se columpiaba dulcemente en un balancín, a la sombra del sauce que el padre de su abuelo, según le habían contado, había plantado allí hacía casi un siglo. El niño, en sus brazos, acababa de dormirse, acompañado por una tierna nana de su madre.
Delante de ellos, el mar, bajo el sol del final del verano, se veía azul oscuro. Desde el puerto deportivo de Wesport, windsurfs y pequeños barcos se dispersaban en todas direcciones, completando esa postal de paz y serenidad con los colores vivos de sus velas.
La chica seguía viviendo con su madre. Había abandonado su piso y su trabajo en Manhattan, y todavía necesitaba tiempo para acabar de recoger los pequeños añicos de su vida anterior. Afortunadamente, la familia ayudaba. Y la llegada de la criatura, con las pequeñas necesidades del día a día, le ocupaba la mente y llenaba poco a poco ese vacío que se había creado en su corazón.
—Señorita, ¿quiere que lleve el bebé a la cuna? —Nacha, la asistenta colombiana, le sonrió amable.
—No, no te preocupes. Está tranquilo. —Clara cerró los ojos y volvió a mecerse con su pequeño—. Vamos a dormir un poco.
La brisa movió su pelo color cobre y la despeinó. Clara, sin abrir los ojos, disfrutó de esa caricia de la naturaleza y protegió al pequeño ajustándole el gorrito.
A las 10.40 de la mañana, Cillian bajó por la escalera de la casa en la que había nacido. A esa hora su madre solía estar en la cocina, planchando o afanada en alguna tarea doméstica que la distrajera de la realidad.
—¡Voy fuera! —le gritó desde la entrada, como si de una salida normal se tratara.
Abrió la puerta y dio un respingo: tenía a su madre delante, con las bolsas de la compra y una mirada inquisitoria. Los músculos de su rostro se contrajeron en una expresión de culpabilidad.