Cada mañana Cillian juega a lo que él llama «la ruleta rusa»: pone su vida en el abismo, buscando una razón para vivir un día más. Es incapaz de ser feliz y su único consuelo es impedir que también los demás lo sean. Artesano del dolor ajeno, cada mañana se despierta con un único objetivo. Clara es su antítesis: una mujer alegre, a gusto consigo misma, que responde con una sonrisa a todo lo que le ofrece la vida. Su indestructible vitalidad desquicia a Cillian, que llevará al extremo su juego. Un juego más difícil de lo que él nunca había imaginado…
Alberto Marini
Mientras duermes
ePUB v1.0
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© 2011, Alberto Marini
© 2011, Random House Mondadori, S.A.
Diseño de la cubierta: © Mario Arturo
Edición en formato digital: julio de 2011
ISBN: 978-84-01-35210-2
A menudo habréis oído discusiones, o hasta habréis participado en ellas, acerca de la conveniencia de ver la adaptación cinematográfica de una novela antes de haberla leído. O de verla o no verla cuando ya se leyó la novela y se disfrutó. O de revisitar la novela original una vez vista su adaptación. O de compararlas...
A este tramado tupido de líneas de discusión, esta novela inyecta una energía renovada y amplía las posibilidades. Porque inspiró, antes siquiera de existir, la correspondiente película. O ambas se inspiraron mutuamente. O fueron inspiradas simultáneamente por otra cosa. O vete a saber. Y aunque pueda parecer lo contrario, el proceso fue en verdad bastante claro.
Primero fue un guión. Cayó en mis manos inesperadamente, casi de forma accidental. Pero antes de que pudiese terminarlo, sabía que el destino estaba sellado: tenía que hacer aquella película. Y tenía que hacerla ya.
Desde el primer momento me fascinó aquella historia perversa y retorcida, tan brillantemente tejida que era capaz de envolverte en su tela de maldad sin que te dieras cuenta. Una trama llena de personajes fascinantes y tiernos, un brillantísimo juego de perversión y crueldad alrededor de un protagonista hipnótico e inquietante que se enquista en la memoria y en el corazón. Un ejercicio de suspense virtuoso, casi un malabarismo.
Aquel era un territorio familiar y un páramo inhóspito y desconocido al mismo tiempo. Un personaje malvado y perturbado como cientos de psicópatas célebres, pero con una personalidad y un modus operandi completamente novedosos.
No era cuestión de matar, de torturar, ni siquiera de abofetear, ya puestos. Porque nuestro hombre ni siquiera tocaba a sus víctimas. Su maldad era mucho más retorcida, mucho más sutil, mucho más plausible y cercana. Mucho más reconocible.
Y ésa era la trampa. El retrato era tan próximo y tan minucioso que de pronto te descubrías encubriendo la maldad, compartiéndola, casi habiendo tomado partido por ella. Ahí radicaba la novedad, su profunda originalidad. Lo que lo hacía, en definitiva, profundamente aterrador.
Así que no lo dudé. Tras devorar el guión, en tan sólo unos días el guionista y yo nos pusimos a trabajar en la película. Acercarnos al alma de aquel personaje siniestro pero encantador. Concebir un microcosmos cercano y reconocible en el que la maldad y el retorcimiento pudiesen encontrar un hábitat cómodo y rico.
Pero enseguida nos dimos cuenta de que el material de partida era tal vez demasiado vasto para las posibilidades de la película que teníamos entre manos. El lenguaje del cine es particular y, a veces, hasta caprichoso. Tiene sus propias exigencias. Así que poco a poco, a medida que la película iba tomando forma y llenándose de vida propia, nos obligó a prescindir de algunas de las ideas y tramas del guión. La Nueva York original, por ejemplo, acabó siendo sustituida por una Barcelona más cercana que, por circunstancias personales de aquel momento, me resultaba mucho más cómoda a la hora de abordar la producción y el rodaje de la película. Eso nos obligó a modificar algunos personajes y suprimir otros, variar algunas tramas, adaptar el entorno y los hábitos.
El problema era que muchas de las ideas y los elementos de los que acabamos prescindiendo eran extraordinarios y brillantes. Y aquel proceso empezó a resultar frustrante y doloroso, como ocurre siempre, especialmente para un guionista.
Así que supongo que la idea de una novela debió de surgir en aquel momento. La película seguiría su camino, un camino propio y personal, se gestaría, nacería y se revelaría de sus creadores como ocurre siempre con las películas.
Pero el germen brillantísimo que habitaba la mente de Alberto Marini seguiría creciendo y alumbraría esta novela que tenéis entre las manos, que agranda el universo de aquel guión y la película que generó, lo enriquece, crea nuevos matices y caminos, nuevas y sutilísimas tramas. Una novela que es, tal vez sin quererlo, lo que la película nunca podría alcanzar a ser.
Y en esta nueva línea de discusión sobre novelas y películas, dejad que os dé algunas pistas sobre la verdadera conveniencia: ved la película y leed la novela (el guión os lo podéis saltar), sin un orden premeditado, porque da igual por donde empecéis o las veces que lo hagáis.
Sea como sea, acabaréis irremediablemente atrapados en las redes invisibles de nuestro hombre. Sobre eso no hay discusión posible.
J
AUME
B
ALAGUERÓ
El sonido intermitente del despertador del reloj de pulsera. Un tono irregular, discreto, apenas audible, pero suficiente para que Cillian abriera los ojos sobresaltado.
Se apresuró a apagar la alarma. Y, de nuevo, el silencio envolvió la habitación, roto sólo por la respiración de Cillian y un hálito más leve y ligeramente más acelerado que provenía de detrás de su espalda.
Con la mano aún sobre el reloj, giró el cuello procurando reducir al mínimo su movimiento sobre el colchón; la chica que dormía a su lado no se había despertado. Seguía en su sueño profundo, con la cara escondida detrás de su rizado pelo rojo. Se fijó en su pecho, que se movía rítmicamente bajo la presión del aire que entraba en los pulmones y lo apretujaba contra el colchón. Tenía la boca un poco abierta; no respiraba por la nariz, pero por lo menos no roncaba.
Cillian permaneció tumbado en la cama, destapado, en pantalón de pijama y camiseta. Su protocolo habitual mientras la esperaba.
Y puntual, como cada mañana, no se hizo de rogar. Esa conmoción que le embestía a los pocos segundos de despertarse, oprimiéndole el pecho sin dejarle casi respirar, llegó precisa y desgarradora, como siempre.
Cillian se giró boca arriba, con la mirada clavada en el techo, las manos agarrrando las sábanas. Su respiración se intensificó. El latido de su corazón se aceleró y se hizo perceptible en las sienes, los dedos de las manos, el cuello. Se le secó la boca. Le faltaba aire. Aire.
Se levantó de un salto, jadeando, como si pudiera abandonar esa sensación en la cama, al lado de la pelirroja. Una pequeña tregua. La angustia volvería al rato y con un asalto más violento. Le quedaba poco tiempo. Respiró hondo para recuperarse. Y entonces arregló su lado del lecho; sin hacer ruido, meticuloso. Acercó su rostro al de ella. Sus labios besaron el pelo color cobre a la vez que susurraron: «Adiós Clara, mi pequeña».
Descalzo, salió del dormitorio.
El reloj, en la mesita de la chica, marcaba las 4.30 de la madrugada. En la misma mesita, una foto de la pelirroja abrazada a un hombre que no era Cillian.
Cillian cruzó el pasillo hasta la habitación de invitados. Allí, sobre una cajonera, estaba su desgastada mochila. Comprobó que su libreta negra seguía allí dentro. Cogió sus cosas y, empujado por la necesidad de abandonar cuanto antes ese lugar, se fue hacia el salón.
El televisor continuaba encendido desde la noche anterior, con el volumen silenciado. En el suelo, al lado del sofá, un plato con restos de ensalada de fruta. Dudó si recogerlo, pero después de considerar las eventuales consecuencias de la acción, optó por dejarlo donde estaba.
En pijama y con los pies desnudos, Cillian abrió despacio la puerta, salió sin hacer ruido y volvió a cerrar con delicadeza detrás de él.
Mientras subía en el ascensor, se fijó, cansado, en sus pies perfectos, blancos, las uñas cuidadas. Posiblemente el único detalle de su cuerpo cercano a la perfección. Se encontró con su reflejo en el espejo. Su pálido rostro, los ojos hundidos, esa constante expresión cansada que, con todo el resto, le ponía más años que los treinta que tenía. No le importaba.
El ascensor llegó a la duodécima y última planta. Le quedaba un tramo de escalera hasta su meta.
Abrió la puerta metálica y el aire gélido del invierno le despertó de golpe con un tremendo latigazo. Cillian se encogió y un espasmo recorrió su cuerpo. Allí fuera la temperatura estaba varios grados bajo cero. Un ligerísimo manto de nieve se había depositado sobre el suelo.
Caminó rápido por la azotea, intentando acortar el suplicio del contacto de sus pies desnudos con el suelo helado. Resbaló un par de veces antes de llegar a la barandilla.
De las chimeneas del edificio salían espesas volutas de humo.
Se agarró a uno de los postes metálicos que sostenían el tanque del agua y se alzó, sin dudarlo, sobre el borde. En precario equilibrio, se asomó al vacío. La calle, sesenta metros más abajo, estaba desierta. Ese pequeño trozo de la ciudad que nunca duerme aún estaba dormido. En la acera cubierta de nieve resaltaba un coche rojo aparcado exactamente debajo de Cillian.
Se quedó embobado mirando lo que le rodeaba. La enorme mancha oscura de Central Park dos calles más allá, en dirección oeste. A su izquierda, las luces del centro, perennemente encendidas. Las siluetas de los rascacielos más emblemáticos de la ciudad recortadas contra el cielo. La típica postal para turistas, pero siempre conseguía captar su atención.
Un golpe de viento hizo que perdiera el equilibrio y le devolvió a la realidad. Era el momento. No tenía sentido esperar más. Las manos y los pies, congelados, ya no ofrecían ninguna seguridad. Hacía demasiado frío incluso para alguien que iba a morir.
Empezó: «Razones para volver a la cama». Las primeras llegaron sin esfuerzo: «Hace frío, tengo un buen trabajo...». Le costó un poco dar con la tercera —siempre tenían que ser como mínimo tres—, «acabo de empezar con Clara...», y poco después incluso encontró una cuarta, «a mi madre le dará vergüenza reconocer mi cadáver, aplastado en la acera, en pijama, con la mochila de la colada...».
Dejó caer la mochila hacia atrás, en el suelo de la azotea. Con eso el problema de la ropa sucia quedaba solucionado.
Siguió: «Razones para saltar». Éstas solían llegar en tropel: «Mi madre merece sufrir, el trabajo es sólo un trabajo, con Clara no estoy progresando, hace demasiado frío».
Podría haber seguido, pero ya era suficiente. La balanza se inclinaba claramente a un lado.
Soltó el poste del tanque del agua y abrió los brazos. Estaba decidido. Extendió la pierna derecha hacia delante, hacia el vacío. Se despidió de Central Park, del Empire State, de la azotea, de la nieve. Dio el gran paso.
El cuerpo se inclinó y una imagen se visualizó en su mente: el rostro sonriente de Clara, la chica pelirroja a cuyo lado se había despertado.
Cambio repentino de planes. Intentó recobrar el equilibrio. Echó el brazo derecho hacia atrás, para agarrarse de nuevo al poste metálico del tanque del agua, pero falló. Su cuerpo ya estaba demasiado inclinado hacia delante. La segunda pierna perdió apoyo. La caída hacia la acera empezó a la vez que lograba torcer el cuerpo y encararlo al edificio. Justo a tiempo para no fallar la segunda oportunidad: consiguió agarrarse a los barrotes de hierro de la barandilla. Su cuerpo frenó de golpe el recién empezado descenso.