Mientras duermes (26 page)

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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras duermes
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Volvió a leer lo que había escrito.

—¡Qué idiota!

Se había equivocado. Primero por haberle mandado un
SMS
en lugar de llamarla. Y segundo por lo que había escrito. Seguro que Clara no contestaría hasta ver el piso. No tenía mucho sentido que lo hiciera antes.

Las 20.35. Volvió a tomarse la temperatura. Mientras tanto, decidió llamar. Parecería un pesado, pero no era el momento de tener ese tipo de escrúpulos.

Con el termómetro debajo de la axila, paseando sin rumbo por el cuarto de invitados, la llamó. Un tono, dos, tres... al sexto saltó el contestador: «Hola, di blablablá después del bip y te llamaré».

Sonó el pitido. Pero Cillian permaneció callado. Colgó. En su vagabundear se encontró sentado en el borde la bañera.

Las 20.37.

Necesitaba refrescarse la cara. Si Clara hubiese entrado en la casa en ese momento, habría oído el sonido del grifo abierto. Pero se arriesgó. Se frotó el rostro con agua fría. Y después metió la cabeza debajo del chorro de agua. Se acordó entonces de que el termómetro seguía debajo de su axila. 38,3. El agua fría no surtía efecto.

Se secó con la toalla limpia de tintorería que había dejado colgada. Luego la escondió en el cuarto de invitados y la reemplazó por otra. Y regresó al dormitorio.

Esas idas y venidas sin rumbo por el apartamento eran sintomáticas de que las cosas no iban bien. Pero no podía hacer nada al respecto. Se sentó en la cama y se cogió la cabeza, cada vez más cargada, entre las manos.

—Aguanta, Cillian —se susurró sin convicción.

Las 20.43. El móvil seguía sin vibrar, las piernas le flojeaban, el estómago le dolía y los primeros puntitos amarillos habían aparecido en la visión de su ojo derecho.

Cogió una almohada y se deslizó debajo de la cama, al lado de sus herramientas. Apretó la sien sobre el cojín fresco, para aliviar la presión sanguínea en la frente.

Estuvo despierto en todo momento, pero mantuvo los ojos cerrados y permaneció quieto. No miró el reloj para no forzar la vista. Aun así, tenía una idea aproximada de la hora que era porque no podía parar de contar mentalmente los segundos.

Se sometió a un ejercicio de autorrelajación. Con la cabeza contra la almohada, imaginó que se encontraba en un refugio de montaña. Un lugar extremadamente frío y oscuro. Imaginó que una capa de hielo envolvía los dedos de su pie derecho. Subía por el empeine hasta el talón. Llegaba al tobillo y ascendía, despacio, por la pantorrilla, la rodilla, el muslo. Repitió el ejercicio mental con su pierna izquierda. La imaginaria capa de hielo se apoderó progresivamente también de esa extremidad, provocando, en su estado febril, una sensación placentera.

Cuando el hielo le cubría también la pierna izquierda, se concentró en sus caderas. Las nalgas, el cóccix, los genitales. El hielo se apoderaba de su cuerpo, bloqueándolo en una prisión de frío. El vientre, el costado, la espalda. Ascendía por las costillas, una a una, llegaba al esternón, luego a la clavícula derecha y bajaba por el hombro, el codo, el antebrazo, la muñeca, la mano, los dedos.

Y lo mismo con el hombro izquierdo.

Pasó entonces al cuello. Allí era más difícil concentrarse. La capa de frío subía más despacio. Pero llegó a la barbilla, se desvió hacia su oreja derecha, la nuca, la oreja izquierda, y volvió a la cara. Llegó a la boca. Rodeó los labios. Se insinuó por la nariz. Entonces se deslizó por las mejillas y atacó los párpados. Subió por las cejas y llegó por fin a la frente, aportando una frescura placentera. Finalmente, cubrió toda la cabeza.

Había recubierto su cuerpo con una sutil capa de hielo. Se sentía rígido, bloqueado, con la sensación —tal vez engañosa— de que su temperatura corporal estaba bajando.

Le habría gustado poder medir su estado febril. Pero el termómetro estaba en su bolsillo y el hielo le impedía mover los brazos.

A continuación el ejercicio preveía recubrir el cuerpo con una capa de hielo más sólida. Empezó de nuevo por el pie derecho. Al llegar al tobillo se percató de que su bolsillo temblaba. Percibió el temblor a pesar de la capa de nieve congelada.

Dos temblores de un segundo cada uno.

«El móvil.»

Tuvo que hacer esfuerzos para poder mover su brazo congelado. Rompió los cristales imaginarios que recubrían sus párpados.

Miró el display. Un mensaje de Clara: «Estoy en el piso. Sigue lleno de insectos. ¿Qué has hecho?».

El hielo creado por su mente desapareció en un instante. El dolor de la migraña, localizado en su sien derecha, volvió a manifestarse, molesto.

Nervioso, se golpeó la cabeza contra el somier. Releyó el mensaje. No daba crédito.

—¿Qué está diciendo ésta ahora?

No lo entendía. Sintió frío, pero esta vez no por el hielo, sino por el sudor que le cubría la espalda.

«Estoy en el piso. Sigue lleno de insectos. ¿Qué has hecho?»

No lo entendía. Se le escapaba cualquier explicación.

Confuso, mareado, nervioso, empezó a escribir la respuesta. Sus dedos temblaban. Tuvo que borrar letras indeseadas y volver a teclear las correctas. «No lo entiendo, señorita K.»

Entonces lo oyó. El sonido inconfundible de la llave en la cerradura.

Miró el reloj. Las 22.13.

Por fin, con un retraso superior a las dos horas, Clara regresaba a su apartamento. Irónicamente, después de horas de preparativos y largos minutos de espera en el dormitorio, Cillian sintió que le pillaba desprevenido.

Debajo de la cama, agarró el primer utensilio que encontró a mano. El estilete de carnicero.

Intentó hacerse también con la cinta adhesiva y cortar el trozo necesario para taparle la boca, pero en el frenesí del momento no la encontró. Tenía la mirada clavada en el pasillo.

El sonido de los tacones de Clara golpeando el parquet. Parecía maravillada, feliz.

—¡Jolín!

Lanzó un grito alegre mientras correteaba por el salón. El sonido de sus tacones se acercaba rápidamente. La chica entró corriendo en el dormitorio. A Cillian sólo le dio tiempo de ver sus piernas aproximándose veloces en su dirección. Otro grito alegre:

—¡Ha hecho la cama!

Clara se lanzó sobre el lecho y el colchón se aplastó contra el rostro de Cillian. El portero, sorprendido, perdió el estilete, que empezó a rodar por el suelo. No pudo retenerlo.

Arriba, Clara, en la cama, gritó:

—¡Sábanas perfumadas!

Y por fin se hizo la luz. Cillian volvió a clavar la mirada en el pasillo. El sonido de unos pasos más lentos y pesados. El portero vio aparecer dos mocasines oscuros parcialmente cubiertos por unos vaqueros azul pálido. Clara no había regresado sola.

—Creo que nunca he visto este sitio tan limpio. —La voz sonó diáfana y profunda.

—Vaya curro se ha pegado —comentó la chica maravillada—. Has sido un cabrón al enviarle ese mensaje... Tengo que escribirle para decirle que está todo bien.

—Después.

—¿Después de qué?

Cillian, abajo, era incapaz de mover ni un músculo. Y esta vez no fue por el hielo imaginario.

El estilete había dejado de rodar por el suelo. Estaba fuera de la cobertura del colchón, probablemente a la vista de Clara y el hombre que había llegado con ella.

—¡Ahora lo verás!

—Te quiero, Mark.

Su novio. Su novio había vuelto inesperadamente de San Francisco. Cillian recordó la foto que estaba en la mesilla de noche. Puso cara a aquellos mocasines y vaqueros.

El hombre se desvistió en pocos segundos, junto a la cama. Se quitó los zapatos, dejó caer los pantalones al suelo, tiró los calcetines. Al otro lado aterrizaron, lanzados por Clara, unos zapatos de tacón, su falda, su camisa.

—Siento que me veas así —dijo bajito la chica.

—¡Vaya irritación!

Una camisa negra cayó al suelo.

—Y eso que ahora está mucho mejor. Si llegas a verme hace unos días...

El hombre se echó en la cama.

—No te preocupes, cerraré los ojos... Lo que me interesa es otra cosa.

Clara rió.

—¡Qué cabrón!

Cillian, debajo de la cama, se pasó la mano por el pelo. No sabía qué hacer. Intentó agarrar otro utensilio.

Arriba, Mark y Clara se adentraron en los preliminares.

Cillian sostenía el martillo en la mano izquierda, y una de las jeringuillas en la maltrecha mano derecha. Pero sabía que en su estado el hombre podría reducirle fácilmente.

—Espera...

—¿Qué pasa, Mark?

El ruido de un sobre que se rompía. Poco después el envoltorio de un preservativo caía al suelo, al lado de Cillian.

Arriba, Clara y Mark se dejaron ir y se unieron. Apasionados.

—¡Dios, cómo te echaba de menos, pequeña!

Cillian, impotente, miraba cómo el colchón se acercaba y alejaba de su rostro al ritmo de los suspiros y los jadeos.

Clara, con una voz que no le había oído nunca, gimió:

—Te quiero, te quiero muchísimo.

El colchón se movía cada vez más rápido. Cillian respiraba hondo.

De pronto, le pareció oír como un sonido de cristales que se rompían. Los gemidos y suspiros de arriba le impidieron detectar claramente el ruido.

El líquido se derramó en su pecho. Antes de que pudiera reaccionar, el cloroformo del frasco roto dentro del agujero del colchón empapó su camiseta.

Tuvo que soltar las dos armas y llevarse las manos a la cara para evitar respirar el anestésico.

Arriba, incesantes suspiros y jadeos.

Abajo, Cillian se tapaba la nariz con la mano derecha e intentaba recuperar el cuchillo con la izquierda... Entonces lo notó: su vista se empañaba, su estómago se revolvía. Y no era por la fiebre. Estaba sufriendo los efectos del narcótico.

Las décimas de segundo necesarias para soltar los utensilios y cubrirse la cara habían sido fatales.

En un relámpago de lucidez o de desesperada locura, decidió actuar. Si se quedaba allí abajo, por la mañana le habrían descubierto junto con su arsenal de tortura. Se deslizó por el suelo y se impulsó, hacia la puerta del dormitorio. Su única vía de salida.

Detrás de él, los amantes seguían haciendo el amor cada vez más entregados.

Cillian se arrastró con esfuerzo y con la vista nublada.

—¿No hueles algo raro? —La voz de Mark resonó a su espalda.

—No pares, no pares —le suplicó Clara, presa de la pasión.

Cillian consiguió reptar hacia el pasillo. Una vez fuera del campo de visión de los dos amantes, se levantó. Pero tuvo que agacharse de inmediato, mareado. Avanzó a cuatro patas hacia el salón. Hacia la puerta. Los brazos le temblaban, cada vez más frágiles.

La puerta estaba a cinco metros, a tres, a uno. Sorteó las maletas que Clara y Mark se habían traído. Se lanzó con las pocas fuerzas que le quedaban sobre el picaporte y lo bajó.

Pero la puerta no se abrió.

Volvió a intentarlo. Una vez, dos veces. Pero la puerta permanecía cerrada. Se levantó y agarró la manivela con las dos manos. Utilizó todo su peso para estirar. Los huesos de su extremidad derecha crujieron y le provocaron dolor. Pero la puerta seguía cerrada.

Inexplicablemente cerrada.

Desesperado, estaba a punto de rendirse. Las fuerzas le abandonaban. La vista ya lo había hecho. Sólo percibía sombras en la oscuridad del apartamento.

No le quedaba otra que enfrentarse a los dos amantes. A pesar de las condiciones en las que se hallaba.

Se tambaleó a ciegas hasta el pasillo. En el dormitorio seguían los jadeos. Deseó que continuaran haciendo el amor, completamente ajenos a lo que sucedía alrededor, y que le diera tiempo de hacerse con el martillo y machacarles la cabeza.

Se apoyó en la pared del pasillo. Avanzó con esfuerzo. Y se dio cuenta de que, por absortos que estuvieran en su faena, nunca lo conseguiría.

Estaba a la altura del baño. Con un esfuerzo tremendo, se arrastró a su interior. Llegó a comprender lo que sufría Alessandro con cada paso.

Entró a ciegas, confuso, ni siquiera sabía si estaba de pie o a cuatro patas. Tuvo la sensación de que se resbalaba y se golpeaba la cabeza contra algo duro.

En el dormitorio, el grito de Clara al alcanzar el orgasmo.

Un silbido en el oído. En su cabeza. Después, silencio. Los sentidos le abandonaron.

Se fue.

14

El primer sentido que recuperó fue el oído. Percibió el sonido lejano de un pequeño río de montaña... el agua que impactaba contra las rocas después de una breve caída. Por la intensidad del ruido, el caudal tenía que ser pequeño pero ramificado a juzgar por el retumbar del agua que provenía de distintos lados.

Resucitó entonces el tacto. Cillian salía de su sopor. La piel de su cara percibió las bofetadas heladas del agua. Gotas frías de la nieve derretida le mojaban la cara con contundencia. Tenía que encontrarse muy cerca de la pequeña catarata. Notó que no había brisa.

Luego llegó la visión, al principio nublada y desenfocada. Abrió sus ojos legañosos y se despertó completamente. Miró alrededor. No sabía dónde estaba. Pero desde luego, a pesar del sonido engañoso, allí no había ningún río ni ninguna montaña. Se encontraba tumbado boca arriba en una caja blanca. Una luz roja y otra amarilla iluminaban su cuerpo. Sobre su cabeza brillaba un disco plateado. El agua le salpicaba la cara y él no entendía de dónde procedía.

El gusto. Tenía la boca cerrada, pero unas gotas consiguieron colarse entre sus labios y alcanzar la lengua. Un sabor sutil y familiar, a cal. Sin saber por qué, le vino a la cabeza que él solía comprar botellas de agua mineral.

Y, por último, el olfato. Esencia de mujer. El olor de Clara cuando él se acostaba a su lado y la abrazaba.

Dio un respingo: de pronto las gotas de agua se habían vuelto calientes. Se movió y su cabeza acabó debajo de un chorro intenso. Estaba en una bañera. En la bañera de Clara, debajo de la alcachofa colgada a la pared. Se apartó lo suficiente para librarse del impacto directo del manantial caliente. Pero el agua acumulada en la bañera seguía empapándole la ropa, su chándal chillón, amarillo y rojo, y las zapatillas de deporte.

Se llevó la mano a la cabeza e intentó poner orden mental a la situación. La noche anterior debió de arrastrarse hasta allí poco antes de perder el sentido. No había otra explicación.

Miró el reloj: las 9.10. Había pasado toda la noche allí. Aún estaba aturdido, desconcertado. Le costaba organizar los pensamientos. Comprobó en su propia piel cómo debía de sentirse Clara cada mañana después del sueño inducido.

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