—Es usted muy buena, señora Norman. No entiendo cómo, siendo tan encantadora, continúa soltera... —La mujer esbozó una sonrisa; interpretó el comentario como un cumplido. Cillian retiró la mano. El rubor bañaba todavía las mejillas de la anciana—. Soltera... sin hijos... sin familiares... sin amigos que estén a su lado ahora y en los años difíciles que vendrán...
La señora Norman, con una sonrisa que pretendía quitar importancia al asunto, intentó intervenir:
—Hombre, Cillian, tengo muchos amigos.
Pero Cillian no le permitió que le interrumpiera.
—La veo todos los días, señora Norman. Todos los días me cuenta sus cosas, a mí o a la señorita King o al vecino al que pille... gente que sólo la escucha por pura educación.
La boca de la anciana se abrió y permaneció abierta, pero no profirió ninguna palabra.
—Me da mucha pena. Mucha. —Cillian la miraba a los ojos y mantenía un tono calmo y sonriente—. Me da pena porque no ha preparado esa tarta por mí sino por usted misma, para sentirse útil. Ahora consigue soportarlo, engañándose...
—Pero Cillian...
Cillian le puso el dedo índice delante de los labios y la mandó callar.
—... con sus falsos amigos, sus falsos compromisos, sus falsas fiestas... Pero todos los vecinos saben dónde se esconde cuando se arregla para sus inexistentes eventos mundanos... La única a la que consigue engañar es a usted misma... pero pronto ni eso podrá... Cada día que pase será peor que el anterior... Cuando los años y sus dolores no le permitan salir de casa, sus chuchos se cagarán en la alfombra de su salón, ya no habrá más que soledad...
La señora Norman se había quedado sin palabras. Miró al portero intentando ver en él la razón de tan brutal sinceridad.
—Y lo peor que puede pasarle no es que Elvis se pierda o que alguna de sus patéticas perras la palme... De suceder eso, al menos tendría una disculpa para llorar. Lo peor es que sus perros vivan con usted el máximo tiempo posible, porque cada vez que llora en su casa-museo no tiene ningún pretexto para hacerlo salvo la pena que se da usted misma. Estos perros viejos y decrépitos no son más que su reflejo. Cada día que los ve, se ve a sí misma...
La mujer consiguió cerrar la boca. Juntó ambas manos sobre el pecho, como si le hubieran despojado de su ropa.
—De verdad que no me lo explico —continuó Cillian—, con lo buena y dulce que es... —Y añadió en tono alegre—: Seguro que me gustará.
La señora Norman parecía confusa.
—¿Có-cómo?
—Su tarta. Seguro que está deliciosa. —Cillian se agachó para acariciar con vigor a Elvis, que no paraba de apoyar las patas delanteras sobre su abrigo—. Qué tengan un buen día, los cuatro.
Cillian se irguió y se fue calle abajo; no se dio la vuelta para comprobar la reacción de la anciana. No era necesario.
Saboreó el café con gusto mientras hojeaba los anuncios de trabajo en el periódico. Después de su última experiencia en el edificio del Upper East, sabía que tendría problemas para conseguir un puesto parecido. No sólo no le darían una carta de recomendación, sino, casi con toda seguridad, todo lo contrario. Y tal como estaba el mercado laboral, sin buenas recomendaciones la cosa se ponía imposible. Una pena. Podía volver a las tareas de enfermero. Siempre había demanda de nuevos paramédicos infrapagados. Pero le apetecía afrontar otros retos. No tenía prisa. El futuro no le preocupaba. Porque su futuro no iba mucho más allá en el tiempo.
La alegría del éxito con Clara le permitiría superar media docena de ruletas rusas. Tal vez hasta diez. Su futuro no alcanzaba un arco mayor, así que le sobraba con tener pasta para sobrevivir durante las próximas dos semanas. Y a falta de liquidez, tiraría de su madre, que para eso estaba.
Sus ojos se posaron entonces en un artículo de la crónica ciudadana cuyo titular atrajo de inmediato su empatía. El gremio de los porteros estaba en pie de guerra contra los propietarios de los edificios. Se acordó de inmediato del vecino cascarrabias. Leyendo el artículo averiguó que su sindicato planeaba una huelga del sector, con el bloqueo de los aproximadamente treinta mil porteros que trabajaban en la Gran Manzana. La razón del conflicto era la actualización salarial en el nuevo convenio. Los propietarios rechazaban subidas debido a la crisis. Por supuesto, los porteros no estaban de acuerdo. Se anunciaba una huelga dura, como la de 1991, cuando la protesta duró dos semanas. A Cillian nunca le habían importado estas cosas. Su salario, de 45.000 dólares brutos anuales, le había parecido siempre más que suficiente. Pero se sentía tan positivo que pensó que tal vez ésa era una oportunidad para recuperar el trabajo perdido. Consideró la posibilidad de recurrir el despido, achacando a la amenaza de huelga y la situación global con el gremio, su razón de ser. En realidad, no le interesaba volver a trabajar allí, pero imaginar la cara del idiota del 10B al saber que tendría que aguantar de nuevo a Cillian y por tiempo indefinido le parecía un regalo que valía la pena. Apuntó en su agenda mental que pasaría por el sindicato y que se informaría sobre esa posibilidad.
Regresó al edificio a media mañana. El cartero había dejado el correo en la mesa de la garita. No sintió la llamada al deber de repartirlo, como había hecho en las últimas seis semanas. Pero sí se llevó una carta dirigida al señor Samuelson.
A pocos metros de la puerta de su estudio se percató de que habían colgado un papel. No se trataba de otra comunicación del administrador. Era una hoja arrancada de un cuaderno y estaba escrita a bolígrafo, con caligrafía infantil:
El hecho de que ya no seas nuestro portero no significa que vaya a dejarte en paz. No hace falta que cambies cada vez la hora de salida del piso de Clara. Esta mañana también te he visto. Procura estar a las cinco en tu estudio o lo cuento todo.
No iba firmado. Pero no había duda sobre la procedencia. No sólo no le preocupó, sino que incluso le alegró tener algo que hacer por la tarde. «A ver por dónde me sale ahora esta cabronceta.»
Una vez en el estudio, se sintió cansando. Su organismo recordó de pronto la noche insomne. Se tumbó en la cama con los cascos puestos. Las piernas y los brazos, doloridos probablemente por la tensión vivida, se relajaron. Un fluido cálido, placentero, envolvió sus extremidades. No lo controlaba con la mente. Procedía por su cuenta, atacando a la vez las piernas y los brazos. En pocos minutos estuvo en brazos de Morfeo.
Los golpes contra la puerta le despertaron cuando estaba en medio de un sueño complicado e imposible de recordar de tan absurdo que era. Tardó en despejarse. La cabronceta venía a visitarle. Se dijo que el tiempo había pasado volando. Pero cuando miró el reloj se percató de que eran poco más de las doce de la mañana. No había estado ni una hora en el mundo de los sueños. Los golpes en la puerta no cesaban.
—Oh... —se sorprendió Mark—, disculpa... estabas durmiendo. Si quieres vuelvo más tarde...
El novio de Clara estaba delante de él, solo. Cillian, aún adormilado, en calzoncillos y camiseta, sacudió la cabeza.
—No, no... ¿Qué puedo hacer?
—Mira, esta mañana, cuando nos hemos despertado, hemos visto algunas moscas por la casa... y me preguntaba si te molestaría volver a echar veneno.
Cillian escrutó el rostro del hombre. Pudo percibir la tristeza interior que estaba viviendo. Sus ojos se movían nerviosos, las palabras que salían de su boca pedían una fumigación extraordinaria, pero su mente estaba en otro sitio. Pensó que, de encontrárselo en la calle un fin de semana, le habría seguido.
—Bueno, ya no soy el portero de este edificio... No sé si se han enterado.
—Espero que no haya sido por lo de las llaves de esa señora...
—No, no. —Cillian sonrió—. En fin, debido a la buena relación que tengo con la señorita King y para zanjar nuestro malentendido, pasaré, no hay problema. —Le apetecía entrar como un triunfador en el apartamento 8A. Pisar el parquet sin necesidad de amortiguar el sonido de sus pasos, caminar a la luz del día, seguro, orgulloso, examinando el campo de batalla después de la victoria—. ¿Es necesario que vuelva a pedir prestada la fumigadora?
—No lo sé... tú eres el experto. Salen de detrás de la reja del aire acondicionado...
—Me visto y subo.
—He quedado con Clara en el centro. ¿Puedes hacerlo solo?
Cillian sacudió la cabeza y no pudo evitar un largo bostezo.
—Váyase tranquilo. —Pero en realidad no quería que Mark se fuera tranquilo—. Por cierto... ¿no tenían que estar de viaje?
Mark tardó en responder.
—Al final cambiamos de planes.
Mark se disponía a irse, cuando Cillian abrió un poco más la herida de la noche anterior.
—¿Ha surgido algún imprevisto?
Mark le miró. Cillian tuvo la sensación de que intentaba leer algo más detrás de su pregunta. Pero Mark recobró de inmediato su expresión perdida y melancólica.
—No, no... sólo hemos decidido que era mejor quedarnos aquí. Tenemos algunos asuntos que arreglar.
—Me parece muy bien. Además en Adirondack hace mucho frío en esta temporada.
—Ya —suspiró Mark, alejándose.
«La invitas a comer en Max Brenner para arreglarlo todo, ¿verdad?», pensó Cillian, pero no llegó a verbalizar la pregunta.
Media hora después, Cillian entraba en el piso de Clara con un par de sprays insecticidas.
El salón estaba en orden. No había pruebas evidentes de que los dos chicos hubieran dormido en camas separadas. La bolsa de viaje de Mark, cerrada, se hallaba en la esquina donde antes estaba el ficus. En la mesita baja, entre el televisor y el sofá, los aparatos Apple de Mark y el sobrecito, abierto, con el que el chico había acompañado el regalo de Clara.
Cillian imaginó que Mark, por la noche, después de la discusión con Clara, había leído y releído el último mensaje de amor dirigido a la mujer que estaba embarazada de otro hombre.
Merodeó por la casa intentando percibir alguna pista de lo que había ocurrido por la mañana entre la pareja en crisis. En la cocina, abrió la nevera y averiguó que seguía vacía. Aún no habían ido de compras. Pero eso no era síntoma de nada.
Salió al pasillo y entró en el baño. Las dos toallas que había colgadas estaban mojadas, pero el tapón de la bañera parecía seco. Se habían dado una ducha. Tampoco eso significaba nada, pero por lo menos sabía que no se habían bañado juntos. Por las dimensiones de la bañera, una ducha de pareja resultaba logísticamente muy complicada. Además, por lo que había podido comprobar, habían salido de casa cada uno por su lado.
—Aún no habéis hecho las paces, ¿eh?
Era una hipótesis sin fundamentos, pero no importaba. Le gustaba. Abrió la taza del váter y orinó. Ya no necesitaba marcar territorio, pero las viejas costumbres son siempre difíciles de abandonar.
Se fijó entonces en los dos cepillos de dientes que había en el vaso de cristal, al lado del grifo. Mark había ocupado parte del espacio con su colonia, su
aftershave
y su estuche con las cosas para afeitarse.
En honor a los viejos tiempos, cogió el cepillo de Clara y probó la pasta de dientes de Mark. Se frotó la dentadura con energía.
A continuación fue al dormitorio. Y de inmediato se dio cuenta de que algo no encajaba. De la cama sólo quedaba la estructura de madera y el somier. No había rastro de las sábanas. Y el colchón estaba apoyado verticalmente contra la pared, con el agujero a la vista. De hecho, todo lo que contenía estaba a la vista, sobre la mesita de noche: el bisturí, el desodorante, la mascarilla, un frasco roto de cristal...
—Hijo de puta, ¿es así como lo haces siempre?
Mark estaba detrás de él, en el umbral de la puerta.
—¿Ahora qué? ¿Vas a llamar a la policía?
Dio un paso hacia él, sin dejar de bloquearle la única vía de salida hacia el pasillo.
—¡Habla, joder! ¿Qué coño es toda esta mierda?
Lo acorraló contra el somier.
—¿Desde cuándo entras sin permiso en el piso de Clara? —gritó.
Cillian optó por la sinceridad.
—Seis semanas.
Todo había ocurrido demasiado rápido. La situación se había complicado radicalmente pero lo único en lo que conseguía pensar era en cuál de sus escondites se había ocultado Mark para espiarle y en el extraño sabor sintético que se le había quedado en la boca después de lavarse los dientes con la nueva pasta.
Mark se abalanzó contra él y le propinó un puñetazo en la cara que le partió el labio. Cillian perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, sobre el somier. Un impacto duro, pero la estructura aguantó.
—¡Maldito chalado!
Mark lo agarró por el cuello de la camiseta y lo levantó como si Cillian no pesara nada. Le arrastró hacia sí y pegó su cara a la de Cillian.
—¿Qué le has hecho? —gritó.
Cillian contestó sin desviar la mirada.
—Nada que a Clara no le gustara.
Por fin su cabeza empezaba a centrarse. Dejaba las elucubraciones sobre la pasta de dientes y se aventuraba con lucidez a analizar las circunstancias. Pensó que, a pesar de todo, seguía siendo el vencedor moral de esa situación. La superioridad física de Mark no podía maquillar el horror que estaba viviendo éste en su interior en ese momento. Probablemente estaba sufriendo como nunca en su vida. Y eso era un logro.
—Nada que a Clara no le gustara —repitió con voz serena.
—¡Clara no sabe nada, capullo! —le gritó el otro fuera de sí.
Agarró la cabeza de Cillian con las dos manos mientras alzaba con contundencia su rodilla derecha. El impacto en el abdomen de Cillian fue tremendo. Le faltó el aire. Vomitó saliva y los restos del café que aún tenía en el estómago. Se dobló sobre sí mismo.
—¿Qué le has hecho? —Volvió a cogerle la cabeza y a pegar su cara a la de Cillian—. ¿Qué le has hecho todo este tiempo?
Cillian intuyó que no le golpearía de nuevo porque quería que contestara. Percibía la frustración de Mark. La necesidad y, al mismo tiempo, el miedo a saber lo que había ocurrido realmente en ese apartamento durante su ausencia. Le aterrorizaba lo que Cillian pudiera confesar.
—Lo que tú no has hecho nunca —soltó, dolorido aún por el golpe.
Mark lo sacudió por los hombros pero no le pegó. En su cara se reflejaba la confusión que estaba viviendo.
—¿Qué quieres decir? —aulló.
—He estado a su lado... —Le miró a los ojos. No le importaba la lluvia de golpes que sus palabras desatarían, sino sólo las sensaciones que despertarían en Mark— todas las noches.