Pero la perra no paraba. Sus ladridos eran cada vez más agudos e histéricos. Removía las patas en el intento de librarse del abrazo de la dueña y lanzarse a por Cillian.
—Pero ¿qué te ocurre, chica? Me estás arañando... —La mujer ya no estaba molesta sino preocupada por la inexplicable reacción de su perra.
Cillian intuyó que el objetivo del can se hallaba en una de sus bolsas de plástico.
—Es que llevo un par de hamburguesas —se justificó.
—Pues qué raro, la carne no es precisamente lo que más le gusta.
La perra pasó del ladrido enloquecido al gruñir y al rechinar de dientes, agresiva.
—Pero ¿qué te ocurre, Barbie? Es sólo carne... Enséñasela, Cillian, por favor.
Los demás vecinos miraban curiosos a la escandalosa perra, a la señora Norman y al portero. Hasta los bomberos, desde el interior, hicieron una pausa para ver qué ocurría. Barbara parecía a punto de tener una ataque al corazón. Arañó con las patas la mano de la anciana, que luchaba por retenerla en sus brazos.
—Cillian, por favor, no se la va a comer. Sólo quiero que vea que es una hamburguesa.
—Tengo una idea mejor. —Cillian salió del apuro entrando en el piso y alejándose de la perra desequilibrada y la pesada de la dueña.
—Por favor —le detuvo el que parecía el jefe de los bomberos—. Ya os he dicho que os quedéis fuera.
—Soy el portero —protestó Cillian—. Tal vez pueda ayudarles en algo.
—Ah, el portero... Sí, sí, puedes ayudarnos... pero ojo que te vas a mojar los zapatos.
Cillian sacudió la cabeza, no le importaba. Se adentró en el apartamento siniestrado para alejarse del ruidoso perro y vivir de cerca la inundación. El jefe le acompañó hacia la cocina.
—Es que esos cotillas no paran de meter la nariz y entorpecer el trabajo de mis chicos.
—A la señora le va a dar un ataque cuando vea esto... —comentó Cillian, poniendo cara de circunstancias—. ¿Ya la han avisado?
—Sí, la llamó la vieja del perro. Hemos tenido que derribar la puerta porque no te encontramos y nadie sabía dónde guardas las llaves...
—Estaba en el médico.
El bombero, un hombre corpulento, de mediana edad, le guiñó el ojo y señaló las bolsas.
—Y de paso has ido de compras, ¿eh?
No contestó, estaba admirado por la catástrofe que le rodeaba. A todo eso había que añadir la bienaventurada coincidencia de que el lavavajillas se había roto durante su ausencia, lo que había provocado el destrozo no planeado de la puerta. No poseía información de primera mano al respecto, pero estaba seguro de que también ésa era una pieza costosa. Otra vez tuvo la sensación de que por fin las cosas le estaban saliendo bien.
El agua había llegado hasta todos los rincones de la casa. Había manchado las largas cortinas de Duralee del salón. A buen seguro se había infiltrado en las fisuras de las patas de madera de los muebles: la mesa de Despres, el piano austríaco... Cillian hizo un rápido inventario de los daños y una sonrisa interior le alegró el alma.
—¿El agua ha llegado también al dormitorio?
—Ha llegado a todas partes.
Cillian añadió entonces a su inventario personal el famoso cabezal europeo y las cortinas, siempre de Duralee, de la habitación. Un éxito rotundo. Sólo le faltaba comprobar una cosa.
Los bomberos habían extraído el lavavajillas hasta el centro de la cocina. Cillian quiso cerciorarse de que su trabajo había sido impecable.
—¿Una avería?
—No, la máquina va perfectamente. —comentó un bombero joven y alto—. Por lo que nos han dicho, hicieron obras aquí y... creo que los albañiles o la dueña enchufaron mal el tubo del desagüe.
Ninguna sospecha.
—Vaya putada.
—Vaya putada —repitió el bombero.
—Y encima el parquet estaba recién puesto.
—Ya, pero eso lo cubre el seguro.
Cillian, arqueó las cejas en una involuntaria mueca de decepción que pasó desapercibida al bombero.
—¿En serio? ¿Incluso si ha sido fruto de una imprudencia? —preguntó Cillian, perplejo—. Nunca se debe dejar funcionando una máquina que trabaja con agua cuando no hay nadie en casa...
—No sé... —El bombero dudó—. La putada es que de todas formas tendrá que sufrir otra obra, con todo lo que conlleva... quitar los muebles, levantar el suelo, reponer el parquet, pintar de nuevo la pared... Una putada total.
«¡La pared también!», pensó Cillian, añadiendo, feliz, un desperfecto más a su listado mental, pero lo que salió de sus labios fue:
—¡Qué pena!
—En fin —le cortó el bombero—, hemos tenido que desaguar por la escalera porque las ventanas del piso dan al patio interior. —Cillian asintió—. Sería conveniente que pusieras un cartel abajo indicando que los ascensores están fuera de servicio porque el agua ha llegado hasta allí y podría provocar un cortocircuito.
Cillian volvió a asentir pero no se movió. El bombero entonces reiteró su petición.
—Sería conveniente que lo hicieras ahora.
—¿Ahora? —No le gustaba la idea. Faltaba la guinda final. Quería esperar el regreso de la propietaria del apartamento, ver su cara, vivir en primera persona su desesperación delante de ese desastre. Para eso hacía lo que hacía; no quería perderse su momento.
Bajó, molesto, por la escalera. Al mirar la manguera que transportaba el agua hacia fuera, se dio cuenta de que, si los ascensores estaban fuera de servicio, la vecina del 5B tendría que subir andando. No había manera de que se le escapara. El enfado se le pasó de inmediato.
En la garita, cogió un par de papeles del cajón y preparó diligentemente los carteles que le habían solicitado. Los pegó con celo al lado de los dos ascensores, bien visibles.
A continuación se quedó esperando la llegada de la mujer. Ensayó su posible aproximación. Desde un genérico y compungido «Lo siento mucho», hasta un teatral «Una catástrofe total», que la dejara sin respiración aun antes de subir por la escalera.
El que llegó de la calle fue el vecino cascarrabias del 10B.
—¿Se puede saber dónde estabas?
Cillian resopló.
—No me encontraba bien, y fui al médico.
—¿Al médico? ¡Pues qué oportuno! Curiosamente, nunca estás cuando se te necesita... y quién sabe cuántas veces te escaqueas sin que nos demos cuenta.
—Avisé al administrador con antelación.
—No parece que estés muy mal.
—Es que ya he tomado el medicamento que me han recetado.
Se miraron fijamente a los ojos. Una mirada que dejaba oficialmente claro que las hipocresías entre ellos se habían acabado. El vecino del 10B sabía que Cillian le estaba mintiendo y Cillian sabía que el vecino lo sabía y le transmitía que no le importaba.
—¿Necesita ayuda para subir la escalera? —La expresión de Cillian no dejaba adivinar si en la pregunta había ofrecimiento o cachondeo—. Son diez plantas...
—Vas a durar dos telediarios aquí, ya lo verás —dijo, fanfarrón, el hombre, que esta vez no perdió los estribos, mientras enfilaba la escalera.
Y a las 19.16 por fin llegó ella. Llevaba un gorro gris y unos guantes a juego de Alexander Wang. Un abrigo de lana oscuro de Carolina Herrera. Las mismas botas largas de Yves Saint Laurent pero sobre unos
leggins
blancos. Cillian se fijó en que los botones del abrigo estaban cojos.
—Respire muy hondo, señora, porque lo va a necesitar... Arriba es un desastre total —dijo Cillian poniendo cara de total aflicción.
—Dios mío. —La mujer se llevó las manos a la cabeza.
—Venga, la acompaño. Tenemos que subir por la escalera; los ascensores están fuera de servicio por el agua... pero no se preocupe ahora por eso, imagino que su seguro cubrirá los daños a la comunidad.
La mujer le miró aturdida.
Subieron las escaleras a paso rápido, ella iba delante y Cillian la seguía a poca distancia sin parar de hablar.
—Bueno, lo importante es que los del seguro no se pongan pesados con que ha sido una imprudencia por su parte... En ese caso, no sé si se asumirían los costes totales...
Llegaron a la primera planta.
—Tal como están las cosas, con la crisis, se las inventan todas para no pagar. También porque no tienen fondos...
Segunda planta.
—Ahora, aparte de lo que ha pasado en su piso, hay que esperar que no se produzcan filtraciones al piso de abajo... Ya sabemos cómo son los vecinos de este edificio...
Tercera planta.
—Debería denunciar a los albañiles por haber enchufado mal el trasto... Aunque, por otro lado, no es muy sano meterse con esa gente... todos se conocen... y de todas formas tendrá que volver a hacer obras.
Cuarta planta.
—El cabezal de su dormitorio... ¿le costó muy caro?
La mujer se detuvo de improviso. Se giró hacia Cillian con los ojos desorbitados, suplicándole con la mirada que parara con esa tortura.
—¿El cabezal? —preguntó con un hilo de voz. Se cubrió el rostro con las dos manos—. Dios mío.
Cillian le puso una mano en el hombro.
—Vamos, señora, son cosas que pasan. Afortunadamente no ha ocurrido ninguna tragedia. Sólo son trastos..., bonitos pero trastos. Nadie ha resultado herido.
Con eso Cillian pretendía decirle que era una tonta por llorar por su casa: la vida era mucho más que muebles y alfombras. No estuvo seguro de que su mensaje fuera interpretado correctamente. La vecina del 5B permaneció aún unos segundos con el rostro oculto detrás de sus manos. Después se recuperó. Se secó las lágrimas con un pañuelo de Ralph Lauren.
—¿Hay gente en el pasillo?
—Todos los vecinos del edificio, me temo... —respondió Cillian—. Ya sabe que aquí el cotilleo es el deporte nacional.
Ante la admiración del portero, la mujer del 5B sacó su neceser del bolso y se retocó el maquillaje. En un abrir y cerrar de ojos consiguió recuperar su encanto y dignidad.
—¿Qué tal?
—Impresionante —confesó Cillian, sincero—. Pero... si me lo permite... —Le señaló el abrigo.
La mujer se lo abrochó entonces correctamente y le dedicó una tibia sonrisa. Su rostro reflejaba el dolor que estaba viviendo, pero de una forma ahora extremadamente digna, incluso plástica. Como último detalle, sacó del bolso las maxigafas oscuras de Chanel y ocultó tras ellas sus enrojecidos ojos.
Llegaron a la quinta planta. Al verla, todos los corrillos callaron al unísono. La mujer avanzó entre la gente, aguantando las miradas. Cillian, detrás de ella, intentaba imaginar qué pasaba por la cabeza de la vecina del 5B, que, por primera vez desde que él trabajaba allí, era motivo de pena en lugar de envidia, admiración o excitación.
A pocos metros de la meta, la adelantó para poder vivir en directo su expresión. Y no le defraudó. No fue una reacción escandalosa, ni rabiosa ni histriónica. Fue un dolor íntimo, vivido hacia dentro. Pero puro e intenso dolor.
La mujer desapareció en el interior de su piso. Los tacones de sus botas, con la Y colgando de un lateral, crearon agujeros en la alfombra mojada mientras el jefe de bomberos se le acercaba para explicarle la situación.
Cillian permaneció en el umbral. Era suficiente. Más que suficiente. Se quedó con los vecinos para comentar los posibles daños que el descuido de la mujer del 5B podía haber creado en los espacios comunes. Se inventó que en un trabajo anterior, en Brooklyn, había pasado algo parecido y que al final los vecinos tuvieron que cargar con los costes de los desperfectos porque quien los provocó los consiguió birlar junto con el seguro. Abandonó la quinta planta acompañado por el bullicio de los propietarios, que comentaban, preocupados, sus palabras.
El apartamento del 5B quedó completamente desaguado a las 20.30. Los bomberos se retiraron tan rápido como habían llegado, y un técnico de la compañía de ascensores se acercó a comprobar que no hubiera riesgo de cortocircuitos.
—Tardaré alrededor de una hora —le comentó al portero antes de bajar por uno de los dos huecos.
Ese imprevisto podía provocar un cambio importante en los planes a corto plazo de Cillian. En media hora, Clara podría volver a casa en cualquier momento. Y ese hombre pequeñito, que estaba trasteando allí abajo, le decía de que la cosa iba para largo.
—¿Es necesario que me quede con usted?
—¡Hombre! —gritó el técnico desde abajo—. Sería conveniente. Voy a necesitar ayuda.
Así pues, se quedó. Atendía al instante cualquier petición del hombrecito, y le presionaba dentro de lo posible para que agilizara la tarea.
—Mejor comprobar todo con calma —advertía el hombre—. Vale más prevenir que curar. Si se quema algo, después el daño será mucho mayor.
—Ya, pero ha sido poca agua. Desde mi ignorancia en la materia, no creo que dos gotas puedan fastidiar el mecanismo de un ascensor... digo yo —protestó Cillian.
—Usted lo ha dicho: desde su ignorancia. La gente se sube a un ascensor sin tener ni idea de lo delicados y complejos que son estos bichos.
Cillian resopló. El hombre llevaba veinte minutos allí y aún estaba en el primer hueco.
—¿Sería tan amable de traerme un vaso de agua?
—Si acaba pronto, le invito a una cerveza.
—Ya me gustaría. Pero aún me queda un servicio. Es lo que tiene vivir en una ciudad con edificios tan altos... —rió el hombrecito—, nunca me falta trabajo porque los ascensores son tan necesarios como el aire. Además, como la gente se apoltrona cada vez más y no hace deporte, el simple parón de un ascensor puede inmovilizar a una comunidad entera de ve...
Le dejó hablar solo mientras iba a su estudio a por un refresco. Aprovechó entonces para preparar la mochila. Introdujo diligentemente ropa limpia, las cajas con los bichos, el bote del desatascador que ya había utilizado con el reloj de Clara, las ortigas, su cena y el frasco con el cloroformo reforzado. De tener oportunidad, estaría preparado para aprovecharla.
A las 21.10 el técnico bajó al segundo hueco.
—Esto va a ser más rápido.
Cillian no entendió por qué el control de un ascensor requería menos tiempo que el control del otro, pues se trataba de aparatos idénticos, pero no le importó. Ojalá acabara a tiempo para que pudiera colocarse en el piso de Clara.
—Mire, por ejemplo, los niños de hoy. Cuando usted y yo éramos críos, pasábamos los días con un bate de béisbol en la mano o lanzando la pelota a una canasta. Pero los de ahora no, qué va. —Hablaba como una cotorra y no necesitaba que Cillian le contestara. Era un monólogo incesante—. Que si la PlayStation, que si la Wii, que si el Xbox... Y la comida también tiene parte de culpa. Aquí, en la costa Este, siempre nos hemos defendido de la obesidad mórbida que hay en otros estados del país... pero, escúcheme, las cosas están cambiando, y para mal...