Mientras duermes (18 page)

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Authors: Alberto Marini

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras duermes
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La mañana no había comenzado bien. El hecho de que se fuera en taxi tal vez se explicaba por una visita urgente al médico, pero Cillian esa mañana esperaba una reacción muy distinta. Analizara como analizase los últimos acontecimientos, no podía darse por satisfecho. A sus ojos, Clara seguía siendo, la indiscutible ganadora. Y él, el irremediable perdedor.

A mediodía, en la pausa para el almuerzo, Cillian descubrió que su alias, Aurelia Rodríguez, había recibido un mensaje. En el día menos pensado, Clara por fin se dignaba contestar.

«Querida Aurelia, siento el retraso de mi respuesta pero he estado muy liada con el trabajo.» Cillian, mientras leía, imaginaba la voz de Clara, su tono sereno y animado, como siempre. «Sé cómo te sientes, créeme, lo sé perfectamente porque lo he vivido. El sentimiento de culpa es algo muy normal cuando se nos va un ser querido. Pero no tienes nada, absolutamente nada que reprocharte. Estoy segura de que tu abuela te sentía cerca.» Seguían pocas líneas más: «Espero que pronto te pongas mejor, porque mientras tu abuela viva en tu recuerdo, estará contigo. Un abrazo, Clara».

Releyó el mensaje un par de veces. Clara había liquidado el asunto en pocas líneas. Y no sólo le venía a decir que las supuestas palabras de Aurelia ni de lejos le habían hecho revivir el drama de la muerte de su abuela, sino también que no la siguiese molestando con sus problemas. El tono era cordial, pero el mensaje no daba posibilidad de respuesta: «Estoy segura de que tu abuela te sentía cerca». Una forma amable de decir que el profundo malestar de Aurelia, su dolor desgarrador, su sufrimiento lacerante no tenían razón de ser. Y la justificación «he estado muy liada con el trabajo» dejaba claro que Aurelia no era una de sus prioridades ni lo sería en el futuro.

Toda la estrategia que había montado alrededor de la carta de la abuela había sido una ingenuidad. Sólo entonces lo vio claro. Se enfadó consigo mismo por no haberlo comprendido antes. Esa maldita pelirroja le había ofuscado el juicio. Le impedía ver las cosas con perspectiva. A él, que solía tenerlo todo muy controlado.

El día seguía mal, como su mano, que a pesar de la pomada y las vendas no paraba de hincharse y de dolerle.

—¡Joder! —exclamó, pero esta vez no hubo puñetazos.

Trató de animarse pensando en los cartuchos que aún le quedaban en la recámara en su ataque estructurado en cuarenta y ocho horas. Intentó imaginar lo que estaba ocurriendo en el interior de los albaricoques escondidos en el apartamento 8A; si el encargado de la tienda no le había engañado, dentro de pocas horas, las larvas se convertirían en centenares de pequeños insectos voladores. Imaginó el apartamento lleno de bichos correteando de un lado a otro, sorteando a los tres ratones, que mordisqueaban todos los cables y defecaban en cada esquina. Imaginó más ácido desatascador en las cremas y pomadas de Clara. Recordó todas las prendas del armario que había frotado con ortigas. Y el día le pareció menos negro.

Para completar su labor de autoanimación, decidió satisfacer un antojo acuciante. Necesitaba darse un gusto, por pequeño que fuese. Cogió su ropa sucia y se fue al cuarto de las lavadoras. A esa hora solía estar vacío. Llenó el tambor de una máquina con su colada, pero su atención estaba en las otras tres lavadoras en funcionamiento.

Se cercioró de que no llegaba nadie por el pasillo y detuvo la función de lavado de una máquina que estaba llena de ropa blanca. Rápido, metió un trapo rojo que había cogido de casa. Cerró la puerta y volvió a poner en marcha la lavadora.

Era una rabieta. Una gamberrada infantil e impulsiva. Algo arriesgado, contrario a su forma de proceder pausada y precavida. Pero lo necesitaba.

Volvió a concentrarse en su colada. Puso el detergente y observó cómo la ropa se empapaba de agua y daba vueltas al otro lado de la puerta. Un sobrecito de plástico plateado se pegó al vidrio. El preservativo. Había vuelto a quedarse en el bolsillo del pantalón. Sacudió la cabeza: «¡Siempre me olvido!».

Por la tarde el tiempo pasó más rápido de lo que se temía. Los vecinos regresaron, llegó el equipo de limpieza, fue a visitar a Alessandro, rechazó la
grappa
del
signor
Giovanni y a las 20.30 estaba en el piso de Clara con todas sus cosas a punto, y de buen ánimo. La mano seguía hinchada pero ya no le dolía.

A las 23.45 Clara volvía a caer en un sueño profundo bajo la presión del algodón empapado en el cloroformo casero.

Al portero le esperaba otra larga noche de trabajo y no quiso estar solo. Levantó el cuerpo inerte de Clara y la depositó en el sofá del salón.

Curiosamente, esa noche se había dormido sin la previa conversación telefónica con su novio. Cillian comprobó el móvil de la chica y constató que los dos amantes habían intercambiado numerosas llamadas a lo largo del día, probablemente a causa de la irritación en la piel; después de muchos diálogos durante la mañana y la tarde, no quedaban argumentos para la despedida nocturna. Le sorprendió darse cuenta de que sentía algo parecido a los celos. Se sintió excluido, apartado de aquellas confidencias que solían compartir a tres bandas.

—¿De qué habéis hablado? ¿De cómo te fue la visita al médico y de qué más?

Le levantó el camisón para dejarle al descubierto el vientre. Su piel olía a medicamento. A un intenso aroma químico.

Entre la ropa que Clara había abandonado a los pies de la cama no encontró el sujetador. Dedujo que la chica se había desprendido de él en algún momento del día. «¿Te molestaba, Clara?»

Fue a por la cajita de los insectos. El tufo a queso podrido había impregnado el cartón. Cillian le dio la vuelta de golpe y derramó el contenido en la barriga desnuda de la chica. Las cucarachas, al contacto con su piel, se disiparon, rápidas, en todas direcciones. La mayoría, por el sofá y por el suelo. Pero cinco o seis se quedaron correteando por el cuerpo de la chica. Un par, muy veloces, acabaron debajo de su espalda. Sólo una —la que Cillian pronto eligió como su preferida— fue en dirección contraria a las demás: subió por el cuello y llegó hasta la cara de Clara. Bordeó, frenética, los labios, inspeccionó con sus antenas las fosas nasales, pasó sobre los párpados cerrados y se perdió en el pelo color cobre.

En pocos segundos todos los bichos se habían repartido por el piso, unos más lejos, otros más cerca.

—Voy a hacer trampa, Clara.

Con la ayuda de la caja vacía, Cillian capturó a su cucaracha preferida, que se había quedado enredada en el cabello de la chica. La colocó sobre el ombligo de Clara y guió con sus manos la huida hacia abajo. El soldadito, asustado, acabó ocultándose debajo de las braguitas.

«Fin del recreo», dijo Cillian para sí.

Se levantó y fue a la habitación de invitados a por la caja de los ratones. Soltó a cada uno en una habitación distinta. El primero, en el dormitorio de Clara. El segundo, en la cocina americana. El último, en el salón, debajo del sofá. Los tres animalitos reaccionaron del mismo modo. Buscaron el escondite más cercano y desaparecieron de la vista.

A continuación Cillian inspeccionó el contenido del bolso de Clara. Descubrió una bolsa de una farmacia. Dentro, un tubito de pomada contra las quemaduras. Seguramente ésa era la razón por la que Clara, al llegar a casa, no había ido al baño a ponerse sus cremas habituales.

—No importa —susurró Cillian; con una jeringuilla introdujo tres gotas de desatascador en la nueva pomada—. Hay remedio para todo.

Sentado en el borde de la bañera, procedió entonces a rectificar las dosis de ácido en el champú, el gel y las cremas que había en el baño. Estaba inyectando la nueva medida en la crema exfoliante cuando de repente se mareó. Se sintió débil, empezó a sudar. Se miró en el espejo y se vio pálido y cansado. Cayó en la cuenta de que llevaba más de treinta y seis horas sin dormir. El cansancio se manifestó de golpe, cuando estaba terminando las actividades del día y la descarga de adrenalina perdía su efecto.

Fue a la cocina a beber un vaso de agua con azúcar. Solía llevarse la comida de casa para que Clara no echara nada a faltar. Pero la pelirroja no se daría cuenta de que había gastado cuatro cucharadas de azúcar.

El efecto fue rápido. Se sintió mejor al instante. Pero necesitaba descansar. Se desvistió en el salón, se sentó en el sofá y puso la cabeza de Clara sobre sus rodillas.

Quince minutos antes de la una de la mañana, los dos estaban dormidos como dos amantes sorprendidos por el sueño delante de la tele encendida.

A su alrededor, un correteo incesante de animalitos.

El sonido del reloj de pulsera le sobresaltó. Dobló instintivamente el torso hacia delante y se encontró en un lugar y en una posición inusuales. Clara, dormida sobre sus rodillas, rodó sobre sí misma. Consiguió agarrarla en el último momento, antes de que se cayera al suelo.

Asustado aún por el abrupto despertar, apartó a Clara con delicadeza y se levantó. Clara se removió y emitió un murmullo. Pero no se despertó. Se hizo un ovillo y escondió el rostro en los almohadones.

Cillian se quedó cerca de ella hasta que estuvo seguro de que la chica había regresado a un estado de sueño profundo. Su corazón seguía palpitando acelerado dentro de su caja torácica.

Miró alrededor. En la penumbra del salón, iluminado sólo por la luz del televisor aún encendido, adivinó algunos insectos alados alrededor del ficus. El encargado de la tienda de animales era un entrometido pero no le había engañado.

Mientras se iba vistiendo, dio un rápido paseo por el piso. Las cucarachas se habían adueñado del apartamento pero parecían moverse menos frenéticas y veloces. Por lo visto la bañera era su lugar preferido: no paraban de entrar y salir del agujero del desagüe. No vio a ninguno de los tres ratoncitos.

Entró en el dormitorio y se agachó para mirar debajo de la cama y del armario, pero los ratones tampoco andaban por allí.

—¿Dónde diablos os habéis metido?

Tuvo que vencer la tentación de abrir el armario. No quería quitar fuerza al posible impacto de un centenar de moscas saliendo disparadas en el momento en que Clara, medio dormida, lo abriera. Apoyó la oreja contra la puerta de madera pero no percibió ningún sonido.

Devolvió a Clara a la cama y recogió todas sus cosas, que, por el repentino malestar de la noche anterior, habían quedado repartidas por la casa. Abandonó el piso a las cuatro de la madrugada, en silencio.

Caminaba por el pasillo de la octava planta, hacia los ascensores, cuando lo oyó. Un golpecito en el profundo silencio del edificio. Algo había chocado contra la puerta del 8B, al otro lado. Volvió sobre sus pasos, despacio. Sin entrar en el campo visual de la mirilla, vio que el ojo de Ursula se asomaba al otro lado: observaba la puerta del 8A.

Esa niña no cejaba en esa guerra personal que libraba contra él. Para ella era un juego, y lo que más molestaba a Cillian era que no se diera cuenta del peligro que ese juego comportaba.

Miró la hora. Las 4.03. Ursula no se creía que Cillian hubiera dejado de visitar a Clara. Le conocía bien: intuyendo la maniobra del portero, había adelantado también ella su tiempo de vigilancia.

«Ya me ocuparé de ti más adelante», dijo Cillian para sus adentros. Y de nuevo tuvo que reprimir el instinto de saltar delante de la mirilla y darle un susto de muerte.

A las 4.05, entró en el ascensor y se detuvo delante del panel de botones. Dos opciones. Arriba o abajo. Y esta vez sí hubo ese momento de duda. Brevemente, pero dudó.

«Razones para volver a la cama.» En un plato de la balanza imaginaria colocó los ratones, las cucarachas, las moscas, el desatascador, los esfuerzos de Alessandro, la piel irritada de Clara.

«Razones para saltar.» En el otro plato, el ojo de Ursula en la mirilla de la puerta del 8B, el perfil de Aurelia Rodríguez en Facebook, la sonrisa de Clara hablando con el taxista.

Y apretó el botón del sótano. «Clara merece la pena.»

10

El cuerpo golpeó la acera con una violencia tremenda. Cillian, en su garita, oyó el sonido de los huesos al quebrarse por el impacto al otro lado de la puerta de cristal.

Yacía vestido de calle, con los vaqueros oscuros, la camiseta blanca y los zapatos forrados. De la mochila, destrozada a unos metros del cadáver, salían las cajitas de la tienda de animales; centenares de insectos correteaban por la acera en todas direcciones.

La mente de Cillian había vuelto a concebir la alucinación de su muerte. El portero, en el vestíbulo, con su uniforme y su gorra, cerró los ojos, los abrió y miró de nuevo al exterior. En la acera ya no quedaba ni rastro del cuerpo, la mochila y los insectos. Todo estaba limpio y despejado.

Se preguntó por qué su subconsciente le atormentaba con ese engaño precisamente ese día, un día que suponía alegre por la recogida de los frutos de la gran siembra con Clara. Como no creía en los auspicios ni en el destino, descartó que esa visión fuera el vaticinio de nada. Esa alucinación no le decía que fracasaría. Le decía otra cosa que aún tenía que descifrar.

Se conocía bien. Así que no tardó en dar con la clave. Sin duda su subconsciente le recordaba, de una forma teatral e impactante, que una vida sin ruleta rusa no era posible, al menos de momento. Lo que había ocurrido el día anterior sólo había sido un espejismo. Y la visión de ese cuerpo destrozado en la acera se lo confirmaba. No debía hacerse ilusiones: hiciera lo que hiciese con Clara, nunca escaparía del cañón de la pistola apuntando contra su sien cada mañana.

Movimiento en los ascensores. Las 7.20. La hora de Ursula, su padre y su hermano. Respiró hondo para aguantar con estoicismo la nueva provocación del día.

Las puertas del ascensor se abrieron, pero quien salió fue Clara.

Iba en camisón, descalza, despeinada. Estaba pálida, tenía bolsas debajo de los ojos. Parecía alterada. Aun así, al ver a Cillian esbozó una tibia sonrisa.

El portero salió de su garita.

—¿Ha pasado algo señorita King? ¿Se encuentra bien?

—Sí, sí, estoy bien... pero...

—¿Pero?

Clara esbozó otra sonrisa; a Cillian no le molestó porque evidentemente era forzada.

—Perdóname, seguro que te parezco una loca...

Cillian señaló el banco que había delante de su garita.

—Siéntese. ¿Necesita un vaso de agua?

Clara negó con la cabeza. Permaneció de pie.

—Es que... esta mañana me ha despertado algo... —le costaba reconstruir lo que había ocurrido—. Uf...

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